lunes, 26 de diciembre de 2011

Rosa de los vientos





Déjate llevar, niña de mis ojos,


por este dulce sueño que te embarga;


déjate llevar, niña, que ya el alba


volverá a barnizar de luz tu rostro.




Sea tu sueño calma en conciencia


de quien se sabe amada por todos,


sean tus guías del sueño los nodos


que enlazan la ilusión y la inocencia.




Deja que te mire, ángel claroscuro,


deja que te mezca, ninfa del tiempo,


déjame velar ese sueño tan puro;




déjate llevar, rosa de los vientos,


que ante ti se abre espléndido el futuro


cual arte naciente en un nuevo lienzo.

jueves, 22 de diciembre de 2011

TOP 18 Nueva Generación: Skyward Sword



Como colofón al año de celebraciones por el 25 aniversario del nacimiento de la saga Zelda, Nintendo lanzó al mercado el pasado noviembre su enésima revisión del mítico viaje del héroe en su lucha contra las fuerzas del mal: The legend of Zelda: Skyward Sword. Destinado a batir todos los récords y aclamado por la crítica, pronto se convirtió en uno de los zeldas más vendido de la historia, con un millón de juegos colocados solo en su primera semana.

Dejando a un lado la euforia de los récords y las puntuaciones perfectas en las revistas más exigentes del sector (Famitsu, IGN, etc...), he pasado estas últimas semanas terminando el juego para poder hablar de él con una cierta perspectiva, y he llegado a la conclusión de que sí, puede que sea el título más importante de Wii desde su lanzamiento, y desde luego el que mejor aprovecha su curioso sistema de detección de movimiento; ahora bien, de ahí a decir que es el mejor Zelda de la historia, ni por asomo.


Empezaré por las virtudes, que son muchas y muy importantes. Para empezar, es el primer Zelda desde hace 13 años que me sorprende, para bien, en prácticamente todos sus aspectos, comenzando por un control que literalmente nos pone en la piel del personaje cuando toca batirse el cobre con los enemigos. El mando principal hace de espada, suave y precisa, con un mínimo desfase entre el movimiento y la respuesta del personaje, mientras que el nunchuck es un escudo bastante ingenioso en su sistema de impactos. Este es, con diferencia, el apartado más destacado de un juego que tiene en estos duelos a espada su punto fuerte.

Técnicamente, el juego es una pasada. Para esconder las muchas carencias de Wii, los programadores han optado por crear un sistema gráfico que semeja un lienzo digital, de modo que los elementos que están en segundo o tercer plano se difuminan dando la sensación de brochazos impresionistas, mientras que lo que está más cerca del jugador gana en definición y texturas. Gracias a esto, el juego se puede permitir poner en movimiento los escenarios más grandes y detallados que ha visto jamás la saga, junto con unos personajes expresivos y llenos de vida, y eso, al igual que la excelencia en los combates, es mucho decir.


Por otro lado, el desarrollo del juego resulta original en su mecánica, con una aldea aérea desde la que nos desplazamos a los distintos escenarios del juego. El mar de nubes que sirve de unión permite que no se note la transición entre la geografía de los diferentes lugares (un bosque, un desierto y un volcán), ya que lógicamente están muy alejados unos de otros. La forma de desplazarse en el pájaro es suave y entretenida, aunque quizá algo lenta, y si bien las caídas son emocionantes, la idea del ascenso desde la tierra está resuelto de una forma algo chapucera (Link sale disparado, sin más, como movido por una súbita ráfaga de aire que nace ¿del suelo?).

Respecto al sistema de mazmorras, también ha habido jugosos cambios: para empezar, ya no hay una diferencia tan abrumadora entre los espacios intermedios, de conexión entre mazmorras, y estas; ahora todo el escenario es susceptible de plantear retos, enfrentamientos y puzzles, de modo que las mazmorras reducen tamaño y complejidad, y resultan menos tediosas que en Wind Waker o Twilight Princess. Bien también por los chicos de Aouma, que han dado en el clavo tanto con este aspecto como en el de reducir drásticamente los escenarios: limita más nuestros movimientos, pero permite que todo tenga más vida y detalle que en las infinitas praderas de TP o el soporífero océano de WW.


Si a todo esto se le unen algunos jefes de mazmorra soberbios (geniales, el robot hindú y el escorpión), una música excelente (el tema principal, el de Altárea y el del desierto de Lanayru son una verdadera maravilla, y las variaciones de los diferentes escenarios aportan profundidad y variedad) y unas secuencias cinemáticas mucho más elaboradas e interesantes que en juegos anteriores, parecería que estamos ante el Zelda definitivo, ¿no?

Pues noEste juego tiene algunos defectos notables, que no entiendo bien por qué no se han destacado en esas mismas críticas que ensalzan a SS hasta el infinito y más allá. Quizá el más importante es que, salvando la espada y el escudo, el resto de objetos del juego se maneja realmente mal. El sistema de Z-targetting, introducido por primera vez en Ocarina of Time, permitía una precisión total a la hora de alcanzar objetivos, ya fuera con el arco, el tirachinas o el gancho; fijabas el objetivo y a por él. Sin embargo, en SS, el Z-targetting no lo fija completamente por lo que además de mantenerlo activo hay que apuntar con el mando, lo que convierte acabar con los objetivos aéreos y móviles en general en toda una odisea. El látigo es torpe, el embudo que sopla aire (juro que existe) es, cuando menos, confuso, y hasta el gancho doble necesita más paciencia que habilidad para manejarlo. Me parece bien que hayan reducido el número de objetos (yo en TP me perdía, con tanto cahivache), pero mientras que la espada y el escudo son magistrales, todos los demás están varios pasos por detrás, a lo que se suma que hay que estar constantemente recalibrando el punto de mira porque el Wii Motion Plus va un poco a su aire, para qué engañarnos.

Otra supuesta novedad del juego son las mejoras de armas y equipo. Para ello, Link debe recolectar insectos y tesoros que, en combinación con un módico precio, permiten la mejora del inventario. Pues bien, imagínense: como para atrapar a los bichos hace falta un cazamariposas que se maneja igual de mal que el resto, atrapar pájaros o saltamontes puede resultar más frustrante que el templo del agua en OOT. Y en el colmo de los colmos, cuando nos hemos pasado horas para que nuestro escudo de madera o de hierro soporten más de dos golpes seguidos (eso de que los escudos tengan resistencia puede ser muy realista, pero es un tostón quedarte sin defensa en mitad de una mazmorra, no digamos ya ante un jefe final), resulta que salen nuevos modelos (el escudo sagrado o el de Hylia), que convierten en inútiles los anteriores.


En lo referente a los tesoros y a los insectos, la idea no me parecería mala si no fuera porque cada vez que cogemos uno el juego se detiene (aunque estemos en mitad de un combate) para darnos la misma explicación sobre el hallazgo una y otra vez. He llegado a ignorar dichos tesoros solo para no tener que tragarme la dichosa secuencia de explicación, de tan harto ya que estaba de escuchar lo mismo cien veces. Y hablando de eso igualmente cargante me resulta Fay, la sustituta del hada Navy en este juego. Su dialecto gutural es muy cutre, resulta tan cargante como sus constantes interrupciones y da demasiadas pistas sobre asuntos que hubiera preferido averiguar por mí mismo. Y esto es un fallo realmente grave, porque afecta a la práctica totalidad del juego.


En lo que tiene que ver con los escenarios, si bien el bosque de Farone es una delicia y el desierto de Lanayru posee un ambiente fascinante (no tanto el volcán, que es pequeño, lineal y muy soso), resulta muy pesado tener que explorarlos todos tan a fondo y tantas veces. Los visitamos dos veces, una por templo, además de explorarlos en el mundo alternativo de Hypnea (que no deja de ser el mismo escenario con otro objetivo), a lo que hay que sumar las búsquedas de objetos, que nos llevan de nuevo otra vez a los mismos lugares que ya terminamos conociendo de memoria. Me parece bien aprovechar el escenario y sacarle partido pero esto ya es un abuso, especialmente si tenemos en cuenta su reducido tamaño, porque provoca bastante cansancio tener que ir una y otra vez por los mismos lugares sin apenas novedades. Y muy triste, por cierto, es lo de tener que recorrer el primer templo de arriba abajo para encontrar una fuente de agua sagrada, cuando ya lo tenemos más que pasado.

Y ya que estamos, hemos mencionado antes las mazmorras, cuya reducción nos parecía positiva. Sin embargo, su diseño general, con honrosas excepciones, me resultó bastante flojo. Las referencias a la India o a China son muy evidentes, y uno tiene más la sensación de estar en la cola del Dragon Khan que en un templo de Zelda. En general, las referencias a la cultura asiática y especialmente oriental son mucho más marcadas en personajes y espacios que en otros juegos, algo que en mi opinión le resta puntos: Zelda ganó su fama precisamente por su universalidad, por su capacidad para absorber a todo tipo de jugadores al margen de su nacionalidad. Y hablando del Dragon Khan, ¿a qué viene ese escenario de las vagonetas, al que tanto tiempo lleva acceder en un momento del juego, para que luego no aporte nada en absoluto? Misterio sublime.


Respecto a los jefes, hay que decir que salvo los ya citados, el resto son bastante pobres: Grahim, al que nos tenemos que enfrentar hasta 3 veces, resulta pesado, aburrido y extremadamente complicado en su última aparición, al margen de su más que cuestionable "personalidad"; hay otro que es algo así como un pulpo que guarda un sospechoso parecido con Whoopi Goldberg, que resulta una versión cartoon y pobre de la Hydra de God of War, muy lamentable; pero lo peor es el dichoso Durmiente, una especie de boca gigante con patas muy mal hecho a la que tenemos que vencer otras tres interminables veces. Este jefe en especial es particularmente irritante, por lo lento, largo y aburrido que se hace vencerlo, y no aporta realmente nada significativo (no nos dan premios por vencerlo, sino que aparece de pronto, casi sin venir a cuento en mitad de los trayectos entre templo y templo).

He dejado para el final el jefe definitivo porque me pareció particularmente decepcionante. Yo solo encuentro atractivo su diseño (aunque es un clon del Akouma de Street Fighter IV), pero creo que solo dos asaltos, y bastante breves, no son suficientes para un malo final de Zelda. Solo de recordar las múltiples transformaciones de Ganon en OOT o en TP (quizá el mejor momento de aquel triste juego), el Dios maligno de Skyward Sword termina resultando, paradójicamente, más sencillo que su siervo Grahim, cuya última transformación es para desesperarse.

Hay otros dos aspectos, ya para terminar, que me han dejado algo extrañado, y para mal: el juego se lanzó al mercado con un bug por el que, si haces las últimas mazmorras en un determinado orden, la partida se bloquea y te impide avanzar. No fue mi caso, por suerte, pero conozco a gente que tras más de 40 horas de juego tuvo que empezar de nuevo (yo antes me corto las venas, la verdad). Muy mal por Nintendo, que debería tener ese tipo de casos imperdonables más que contemplados.


Sin embargo a todo lo dicho anteriormente, el gran fallo esencial para mí, (y ya con esto termino, palabra), es que la historia de Skyward Sword es MUY, MUY FLOJA. Apenas hay personajes secundarios y subtramas que enriquezcan la trama principal (solo hay una aldea en todo el juego, la central sobre las nubes), y todo queda reducido a los enfrentamientos entre el petardo de Grahim, Zelda, Link e Impa, a lo que se suma el insoportable Malton (que para lo que aporta, yo personalmente no lo habría incluido). No puede ser que la historia resulte tan, tan, tan lineal (solo hay un camino, y encima cuando se podría elegir resulta que aparece el dichoso bug y te bloquea el juego, toma ya). Uno va cumpliendo las tareítas con la sensación de recorrer un pasillo, no un mundo abierto por explorar, y por mucha cinemática que se nos quiera vender, en realidad no hay nada que contar: Zelda se cae, Zelda se esconde, Zelda se duerme, Zelda despierta, Zelda es raptada, Zelda es salvada: fin del juego.

Se me dirá que la esencia es la misma en todos los Zeldas: pues no. No lo es en Majora’s Mask, ni lo fue en Ocarina of Time, donde allí había mundos enteros que salvar de la destrucción con ciudades, multitud de personajes a los que ayudar y una riqueza de escenarios y situaciones que aquí, señores míos de Famitsu o IGN, yo no he visto por ningún lado. La trama de los viajes temporales de OOT, el origen trágico del personaje, el ascenso de niño a adulto y el crescendo narrativo de las últimas mazmorras convertía el juego de 1998 en un clásico inmortal que, cada día lo tengo más claro, a este paso no lo supera ni Dios (y perdón por la blasfemia). Podrán poner a Zelda y a Link a tirarse los tejos y hacerse todas las carantoñas que quieran, pero la ternura que despertaba Saria en el bosque Kokiri con la partida de Link yo no la he visto aquí por ningún lado, por poner solo un ejemplo significativo (y en OOT los hay a patadas).

En definitiva, Skyward Sword es un juego sobresaliente y un grandísimo representante de la franquicia Zelda, (el mejor en muchos años), así como una más que poderosa razón para comprar una Wii, si es que todavía no se tiene. Su control es maravilloso y sus gráficos son una pasada, pero no es el juego perfecto que se anuncia desde muchos medios, en mi opinión, y desde luego dista mucho de los logros del que sigue siendo el juego de referencia de la saga y que, al parecer, lo va a seguir siendo durante mucho tiempo. Cuando finalicé Ocarina of Time, hace ahora más de diez años, tuve una sensación de pérdida, de tristeza, porque no quería que aquello terminara, y eso me llevó a rejugarlo una y otra vez en todas sus versiones y remasterizaciones hasta el día de hoy. Con Skyward Sword, con decirles que al terminar el juego mi única satisfacción fue el alivio de no tener que enfrentarme (nunca más) ni con Grahim ni con el puñetero durmiente, se lo digo todo...

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Una aventura fantástica


Acabo de ver el tráiler del que se prevé como uno de los lanzamientos más potentes de 2012, El Hobbit: un viaje inesperado, que además de levantar una gigantesca expectativa acerca de la película (tiene una pinta fabulosa), me ha traído recuerdos memorables de la trilogía de El Señor de los Anillos, que hasta hoy tenía algo olvidada.
Ya en su momento, cuando tuve la suerte de poder ver los estrenos en cine, comentaba a mis menos entusiastas amigos que aquello lo recordaríamos muchos años después como el primer gran evento cinematográfico de nuestras vidas, algo así como lo que dicen los forofos del fútbol respecto al Barcelona de estos últimos años, que será recordado por los siglos de los siglos como referente de calidad.


Al margen de la aclamación popular o los premios que cosechara en su tiempo (17 oscars en 3 años, entre otras baratijas), la importancia de estas películas en el género de las aventuras y la fantasía es, a mi juicio, capital. Jamás se había hecho un cine de tanta calidad con un material, en principio, tan minoritario. No nos engañemos: las peleas entre orcos, elfos y dragones parecen más bien destinadas a un sector menor del público y habían tenido, hasta entonces, una consideración marginal.
Todo cambió con el estreno de La comunidad del Anillo, para mí la mejor de las tres y el verdadero referente. Mira que yo me había leido los libros (con bastante sopor, debo admitir), y sin embargo cada nueva imagen me transportaba a un mundo que parecía tan nuevo y sorprendente como para todos aquellos, que fueron muchos, que poblaron las salas sin haber leído una palabra de Tolkien en sus vidas.

Todo era colosal: los paisajes de la Tierra Media, los diseños de armas, vestuario y criaturas, la inolvidable música de Howard Shore para los Hobbits y su tranquila vida en la comarca, unos actores maravillosos y un ritmo que dejaba en pañales el plomizo desarrollo de la novela (lo siento, fans de la literatura tolkiense o como se diga: un texto que dedica sus primeras 80 páginas a describir lo que fuman los Hobbits y tarda 400 más en mandar a la Comunidad a sus primeras aventuras no puede ser entretenido, se mire por donde se mire).
La película obviaba, además, dos capítulos que a mí siempre me parecieron bastante inconvenientes: el del laberíntico bosque viejo y los tumularios, que nada aportaba a la historia central, y especialmente el de Tom Bombadil, un estrafalario personaje más propio de Alicia en el País de las Maravillas que de la Tierra Media.

Estas supresiones agilizaron el ritmo de una pelicula fantástica en todos los sentidos, que no daba respiro y que acertaba en la dosificación de sus personajes, mucho mejor caracterizados que en un libro demasiado digresivo y autocomplaciente. Saruman tenían una entidad apabullante, con un Christopher Lee que se resarcía así de su fracaso para conseguir el papel de Gandalf. El mago gris, por su parte, adquiría un peso específico que yo personalmente no le había dado en las novelas, y que agradecí (enorme, Ian McKellen). Más problemas me dieron los hobbits, y especialmente Elijah Wood como Frodo, no porque no encaje en el papel (que lo hace, y mucho), sino porque su cara de pánfilo durante toda la cinta terminó por resultarme cargante.
Y si el primer tramo de la película es fantástico, con los jinetes negros dando un miedo como nunca dieron en la novela, qué decir de episodios como el de Rivendel y su magnífica arquitectura natural, o de las siniestras minas de Moria, con ese combate a brazo partido con el troll (apabullante en la película, resuelto en dos miserables páginas en la novela), el aliento del Balrog, la increíble vista de los Argonath dominando el Río Grande o el enfrentamiento final en el bosque de Amon Hen... Tantas virtudes lograron que todo el mundo se rindiera ante las bondades de una película que finalizaba con una Enya desatada, cantando el tema central con tanto sentimiento como si, más que una cantante irlandesa, fuera en realidad una elfa renacida. Y lo mejor de todo es que aquello no había hecho más que comenzar.

Cada diciembre a partir de 2001 se convirtió en una fiesta global porque tocaba una nueva entrega de El Señor de los Anillos. Las dos torres, segunda parte de la trilogía, tenía como mayor virtud la aportación del personaje “tapado” de la primera entrega, Gollum. El avance de los efectos visuales alcanzó un techo hasta entonces desconocido con la expresividad y ternura de aquel bichejo, especialmente en esa escena en que dialoga consigo mismo, de una calidad demoledora.

El resto de la película navega con cierta incomodidad en su desarrollo, quizá por saberse en medio de todo y, por tanto, sin planteamiento o desenlace reales. No obstante, introduce personajes clave, nos lleva a paisajes tan sugerentes como Rohan y, sobre todo, le da a Aragorn el peso que realmente se merece el personaje. Aquí sí creo que el libro tiene cierta ventaja, ya que todo el episodio de Ella-Laraña aportaba una intensidad que la película no tiene, al haber trasladado dicha escena a la tercera parte. La batalla del abismo de Helm, impresionante en la película, se termina por convertir en un clímax que, a pesar de su grandilocuencia, no llega a convencer del todo con ese Gandalf salvador que parece sacado de un anuncio de detergente.
Todo esto lo resolvería El Retorno del Rey de un plumazo. Es una película aún más ambiciosa que las anteriores, que tiene el gran inconveniente de que debe cerrar demasiadas tramas, y eso hace que su tramo final resulte bastante pesado (hay como tres o cuatro veces en que piensas que por fin va a terminar, y no). Sin embargo, todo lo referente a Minas Tirith y el gigantesco John Noble como senescal de Gondor compensan sobradamente cualquier problema. Su papel es tremendo, resultando una aportación esencial para el último acto de una obra con tintes trágicos, y consigue dar aún más entidad a la trama de Faramir, algo desangelada en la segunda parte. Respecto a la batalla final, sólo puedo decir que ya en su momento me pareció increíble, la mayor escala que recuerdo haber visto jamás en cine, con ese ariete monumental y la tremenda entrada de los orcos en una ciudad atenaza por el miedo. Soberbia.
Después de eso llegarían las versiones extendidas y, por último, el silencio. Peter Jackson entró en litigios con New Line Cinema por un problema de derechos y beneficios, y el proyecto de trasladar El Hobbit se retrasó hasta el infinito y más allá, con baile de directores incluido (Guillermo del Toro y sus bichitos faunianos, entre otros). Todo ello ha terminado finalmente con el propio Jackson retomando las riendas del proyecto -su proyecto, al fin y al cabo-, que ha decidido dividir en dos partes -puro marketing, nadie se engañe: el libro no daba para tanto-, que llegarán, respectivamente, en diciembre de 2012 y 2013.
Y esto nos lleva de nuevo al tráiler con el que comencé el artículo, del que destacaré solo dos aspectos: el primero, lo acertado que resulta que el mismo equipo se encargue de trasladar esta obra al cine (y no me refiero solo a los actores, que también: Ian Holm como el viejo Bilbo, Ian McKellen, Cate Blanchett, etc...). El segundo, y no menos importante: la canción que cantan los enanos, una especie de canto gregoriano en versión Hobbit que hace que se me pongan los pelos de punta (yo, que siempre he abominado de las dichosas cancioncitas de los libros de Tolkien), que culmina con el que parece que será el tema central de la película, igualmente grandioso. Bueno, todo eso y el magnífico Gollum, claro, cuyo lugar natural siempre fue El Hobbit y la escena de los acertijos en la oscuridad de su cueva tenebrosa.



lunes, 12 de diciembre de 2011

Extranjeros a la fuerza



Conozco a alguien desde hace mucho tiempo, lo suficiente como para hablar de su trayectoria con una cierta perspectiva. Tiene ahora mismo 29 años y dos licenciaturas, una en Física y otra en Matemáticas, además de una tesis doctoral y una larga lista de méritos académicos que la sitúan, con facilidad, entre las primeras de su promoción.


En cualquier país del primer mundo, esta persona brillante y trabajadora no solo no tendría dificultades para encontrar un puesto adecuado a su cualificación, sino que prácticamente tendría que elegir entre diferentes ofertas porque las empresas se la estarían rifando.


No es el caso. No vivimos en cualquier país del primer mundo, sino en uno en el que, por desgracia, es cada vez más frecuente que escuchemos a la gente decir que sus hijos están trabajando en otros países porque aquí no encuentran nada. España ha dejado ser para muchos la primera opción no únicamente laboral, sino de proyección de vida.


Porque ahí está el verdadero problema. Trabajar de forma temporal es un fenómeno que no es desconocido para muchos españoles ya con una cierta edad, pero de ahí a plantearse vivir de forma definitiva en otro país supone un cambio al que muchos no están, ni tienen por qué estarlo, dispuestos a asumir.


No se trata de una cuestión de amor a la patria, ni mucho menos. Formar parte de una cultura, compartir rasgos básicos de una determinada mentalidad y cosmovisión y participar de una serie de tradiciones y ritos, por atávicos o modernos que se nos quieran pintar, no tiene nada que ver con la ceguera mental ante una bandera de colores. Esta gente de la que hablo, y en particular esta persona, se siente frustrada ante el hecho de tener que renunciar, de alguna forma, a todo ello en aras de un futuro laboral que ha terminado por determinar también su proyecto de vida, su pareja, su estabilidad, y quién sabe si también los de sus hijos que están por venir.


La experiencia que tengo en este asunto no llega, ni de lejos, a la de esta persona de la que les hablo. No obstante, también a mí se me planteó la opción, trabajando en el extranjero, de prolongar mi trabajo allí con perspectivas, quién sabe, de que el futuro a medio y largo plazo pudiera estar condicionado por esa decisión. Y no dudé. Rechacé aquella opción porque podía, porque tuve la suerte de poder escoger entre un futuro allí y otro aquí, donde están los míos, mis amigos y familia, mis conocidos y los que no lo son tanto pero con los que comparto más de lo que a veces me gustaría.


Es evidente que cualquier persona puede alcanzar una felicidad razonable viva donde viva y trabaje donde trabaje, siempre que tenga los recursos y la voluntad para adaptarse a la situación que se dé, según el caso, pero considero que la situación actual de este país es de una injusticia absoluta. No se reconoce ni se premia en absoluto el talento, no se dan suficientes oportunidades y así no es de extrañar que gente tan capacitada termine refugiándose aquí y allá, mirando en muchas ocasiones lo que ocurre en su país, ese que dejaron lejos y atrás en el tiempo, con tanta nostalgia como tristeza, mientras sus hijos crecen en otra cultura y hablan otro idioma. Sentirse extranjero a la fuerza es una penalidad por la que nadie debería atravesar, al margen de sus estudios o de la sociedad, país o mundo en el que viva.

martes, 8 de noviembre de 2011

En todos ellos dejó su impronta


Hoy se retira un maestro, profesor y padre, términos que para mí siempre han tenido un cierto parecido razonable. Todos ellos ejercen o enseñan ciencias o artes, todos ellos están titulados (el maestro y profesor al margen de los alumnos; el padre, a nivel complementario, se titula el mismo día que los hijos). Todos ellos, en suma, establecen su razón de ser en relación a una juventud a la que intentan sacar adelante con lo mejor de sí mismos.

En el caso del maestro, profesor y padre que se retira hoy, esa trayectoria viene de muy lejos. Viene de la Cuenca de posguerra, de la literatura y el teatro como parte esencial de la carta de racionamiento, y de un viaje a la costa de Valencia donde muy pronto el cine y de nuevo las novelas y los poemas se superpusieron a los diseños y maquetas. Luego llegarían Madrid y la Transición, ahí es nada, y poco después las primeras clases, primero en la Autónoma, luego en el Herrera Oria, más tarde en Guadalajara y por último, en Colmenar Viejo. En todos ellos dejó su impronta, una labor atenta y rigurosa, sabia y paciente, que dignificaba su profesión y la situaba donde siempre debió haber permanecido, al servicio de los que más educación necesitaban.


Este repaso es un telegrama que no da cuenta, ni de lejos, de la cantidad de alumnos que pasaron por sus aulas, promociones enteras que aprendieron, literalmente, a escribir y a leer bajo su atenta mirada, que descubrieron los entresijos del escenario o que vieron por primera vez la pantalla de un ordenador y entendieron lo que veían. Durante más de treinta años, este maestro, profesor y padre lo fue de todos ellos ante una imparable evolución de un sistema educativo que le traería no pocas decepciones y disgustos, paliados únicamente por su ánimo, inquebrantable, y el apoyo de su señora esposa, a la sazón también inquebrantable maestra, profesora y madre.


Hace algún tiempo fui a una obra de teatro en el Instituto Marqués de Santillana. Sabía, porque me habían avisado de ello, que al final le harían al profesor de teatro un homenaje por su labor al frente de esa tarea durante tantos años, y por ello no pocos alumnos ya jubilados acudirían al evento, dispuestos como yo a aplaudir ese esfuerzo y esa labor. Y conociendo al maestro, profesor y padre, sabía que les iba a costar Dios y ayuda sacarlo a recibir el aplauso y que, tímido y humilde como es, haría lo imposible para que el reconocimiento del público fuera para los alumnos, y no para él, como así ocurrió.


Menos mal que no le funcionó la estrategia. Menos mal que todo el público allí reunido, padres, alumnos, compañeros e inquebrantable esposa eran muy conscientes, como yo, de que profesores como él no son habituales y de que la pérdida era tan importante como merecido el aplauso que le daban. Y él, tímido y humilde como es, apenas aguantó unos minutos sobre el escenario antes de hacer una reverencia y hacer mutis por el foro.


Hace algunas semanas comencé a trabajar en este mismo instituto, el mismo día en que se retiraba aquel maestro, profesor y padre. Coloqué mis libros en la taquilla que antes ocupó él, y me sentí extraño mientras iba a mi primera clase, pensando en cómo habría sido la suya, tanto tiempo atrás. Y al hacerlo me encontré con una de las personas que allí trabajan, que me dijo algo acerca de él: “si todos fueran como tu padre, este sería un mundo mejor, más justo y prudente”.


Porque me perdonarán ustedes que haya reservado ese pequeño detalle para el final. Yo soy uno de los hijos de este maestro, profesor y padre que se retira hoy, y en realidad eso tampoco es del todo cierto: sólo se retira como maestro y profesor. Como padre, y me consta que él estará de acuerdo conmigo, todavía nos quedan muchos cursos por compartir. Y es que de eso, por fortuna, uno nunca se jubila.

jueves, 20 de octubre de 2011

El fin de la violencia


Acabo de conocer la noticia: ETA anuncia que abandona definitivamente las armas. Así lo ha anunciado a través de un comunicado que abre un proceso de diálogo"directo” y que, por lo que parece, podría ser el final de más de cuarenta años de terrorismo salvaje en este país y parte del extranjero.


De todas las imágenes que me ha tocado vivir como espectador de este cruel y macabro circo de intereses cruzados, sin duda el episodio que más me impactó fue el de Miguel Ángel Blanco, el edil del PP vasco que fue secuestrado y brutalmente asesinado mientras todo el país permanecía en vilo ante los televisores y luego se echaba a las calles para pedir el fin del terror. Era julio de 1996 y ETA debía haber tenido ya la suficiente experiencia como para saber que episodios como ése, o el de la T4 de Barajas que tuvo lugar en 2006, no podían terminar de otra forma que no fuera con su derrota.


Porque eso es lo que significa su comunicado de hoy, una derrota. Es el fracaso de quienes pensaron que se podía coaccionar a un país entero a base de disparos y explosiones, el rotundo hundimiento de una forma de concebir la negociación social y política delirante, febril y enfermiza. Es la consecuencia lógica de años de victorias de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, en colaboración con Francia y otros países, por establecer una red que termine por asfixiar a los que asfixiaban y avergonzaban a la sociedad que decían representar. Ese comunicado es el triunfo, al fin, de la razón y de la decisión de un país que no se ha dejado vencer por el miedo.


Decía Esteban González Pons hoy, en una entrevista en TVE, que ETA sólo tenía un camino posible, a pesar de la grandilocuencia y victimismo de su retórica (también apreciable en el comunicado del final de la violencia, claro está): bajar las armas, entregarse y asumir las consecuencias de sus actos. Quizá no esté tan de acuerdo con el portavoz del PP en que la llamada conferencia de paz, donde diferentes personalidades nacionales e internacionales se han reunido para reclamar el fin de la violencia, sea en realidad un montaje para lavar la cara pública de la izquierda abertzale. No tengo tan claro como Pons que esa izquierda abertzale sea un ente homogéneo y, mucho menos, que sus integrantes sean todos terroristas. Por otra parte, gente a la que respeto tanto como Santos Juliá recuerda que ETA no ha anunciado aquí su disolución, sino que se postula como un interlocutor inevitable en la negociación que ponga fin al conflicto armado.


Juliá comparte una visión tan o más pesimista que la de Pons acerca de la conferencia y las estrategias de la izquierda abertzale, y habla de planificación calculada al milímetro. Después de los meses en que Sortu, Bildu y compañía dieron tanto de qué hablar, una de las posibles explicaciones al anuncio de hoy es que, precisamente por el éxito electoral obtenido por la izquierda vasca en esas elecciones (el 25%, el mejor resultado electoral de su historia), los partidarios de la violencia armada hayan visto que es posible otro escenario, uno en el que no se distorsionan las palabras por el estruendo de las bombas. Ojalá sea sólo así, y no haya segundas o terceras lecturas.


Lo malo de todo esto es que el anuncio nos llega en plena campaña electoral, con todo lo que ello implica. Y el menor de los males es que ya se escuchan a los voceros de los diferentes partidos políticos atribuyéndose las correspondientes medallas, como no podía ser menos. Yo, sin embargo, voy a dedicar estas últimas líneas a celebrar la puerta a la esperanza que abre este anuncio, algo inédito hasta la fecha, y a acompañar a todos y cada uno de los ciudadanos que han sufrido, directa o indirectamente, la salvaje carnicería del terrorismo.


Ya era hora de que este sinsentido terminara, aunque solo fuera por dejar en paz de una vez la memoria de todos aquellos que han perdido la vida por algo que siempre debió tratarse, única y exclusivamente, en torno a una mesa y sin pistolas que refuercen argumento alguno. Larga vida a la paz.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Star People (parte II)




Aun dando la razón a todos los que consideren que los artistas de mayor éxito en la actualidad han oscurecido el brillo de los de antaño, y George Michael es un magnífico ejemplo de ello, cualquiera que estuviera anoche en el concierto de Madrid sabrá que eso no es obstáculo para que este cantante, que roza ya los cincuenta, realizara una actuación soberbia y despejara, de paso, todas las dudas sobre su estado físico o vocal.


Lo primero que a mí me sorprendió es, precisamente, la calidad de una voz que mejora, incluso, muchos de los mejores momentos de sus discos. Es un timbre poderoso y melódico, capaz de hacer levantar con su fuerza a todo el estadio o de sumirlo en una intensa y profunda emoción reflexiva cuando alcanza sus cotas más poéticas. El acompañamiento de una orquesta, aunque extraño en un primer momento, se revela como una magnífica opción que da nuevos bríos a temas clásicos del artista, como A different corner, You have been loved, Cowboys & Angels o Praying for Time.


No obstante, la base del concierto es el disco Songs from the last century, que en su momento no tuvo gira de promoción y que ahora recibe una justa recompensa. Los arreglos orquestales sirven de homenaje a Nina Simone (My baby just cares for me, Feeling good), The Police (Roxanne), Johny Mathis (Wild is the wind) o John Mercer (I remember you). Además, Michael se atreve con versiones de temas contemporáneos como Russian Roulette (Rihanna), Let her down easy (Terence Tren d’Arby) o Love is a losing game, en un sentido y acertado homenaje a la fallecida Amy Winehouse.


Aunque el nivel general del concierto fue magnífico, yo eché en falta algunas canciones: Secret love o Miss Sarajevo, del disco Songs… pero sobre todo Jesus to a child, que en su momento el propio Michael estrenó con orquesta en los MTV awards de 1994 y aquí hubiera tenido un lugar de excepción. Y aunque agradecí la inclusión de dos temas nuevos (True Faith y Where I hope you are), me resultó francamente molesto que en ambos utilizase un distorsionador de voz que le hacía parecer un robot. Si precisamente se trataba de disfrutar de su voz sin una banda o sintetizadores, el incluir este truco digital me pareció, además de erróneo, una incoherencia absoluta con el resto del concierto.


Salvando ese asunto, y con un final cada vez más animado que culminó con una divertida mezcla de temas (Amazing/I’m your man/Freedom’ 90), el concierto se cerró con una interpretación del teman instrumental Free, que cerraba el disco de Older. Me pareció significativo, aquel guiño al magnífico LP que me sirvió para introducirme en la música de un artista complejo, que dota a sus creaciones originales de una enorme calidad, talento y, sobre todo, conexiones con otros artistas y estilos en sus versiones de otros temas. Su música remite a otras músicas, invita a conocerlas y ése es, quizá, uno de sus mayores activos. Puede que George Michael ya no vuelva a ser nunca lo que fue en su momento, pero quizá eso sería, tantos años después, incluso contraproducente para él. A mí, desde luego, lo de anoche me supo a gloria y me sirvió, sobre todo, para quitarme una espina que llevaba más de quince años acumulando: poder disfrutar de esa música, su música, en un directo fantástico y rememorar todos los recuerdos asociados a ella, que no son pocos. Creo que nunca había aplaudido de un modo tan sincero el final de un concierto o deseado tanto los bises, que yo hubiera prolongado gustosamente hasta la madrugada, y me consta que no fui el único.




Star People (parte I)


Ayer tuve el privilegio de asistir al concierto de una gira que está llevando a George Michael de una punta a otra del globo, el Orchestral Symphonica Tour. El Palacio de los Deportes estaba abarrotado, y aunque comenzó con retraso, el cantante supo compensar desde el primer minuto la espera con un repertorio fantástico. Fue una mezcla de sensaciones y recuerdos que hacían que, al tiempo que escuchaba cada canción, estuviera yendo y viniendo constantemente de la memoria al concierto.


Debía tener más o menos catorce años cuando compré mi primer disco. Se supone que a esa edad uno debería ir buscando ritmos y géneros que lo hagan bailar, o que estén de moda porque le gustan al resto de amigos o porque lo ha escuchado en una discoteca, qué se yo. Sin embargo, mi primera elección fue Older, el primer disco con material nuevo que George Michael lanzaba tras más de cinco años de silencio musical.


Mi primera reacción al escucharlo fue una cierta decepción, porque a excepción de Fastlove, el single más accesible para un oído adolescente como el mío, el resto era una colección de medios tiempos que iban mucho más allá del pop que lo lanzó a la fama mundial en los años 80, donde competía de tú a tú con Michael Jackson, Madonna o U2 cuando estos se encontraban en el punto álgido de sus respectivas carreras. En sus diferentes aproximaciones a cada uno de los géneros, Older se adentraba en los terrenos del R&B, jazz, soul, funk, new age y, por si no quedara claro, jugaba a reírse del pop melódico en clave de parodia en la ya citada Fastlove.


Sólo con el tiempo, y con lo que fui aprendiendo de la vida y milagros del artista, pude comprender y apreciar este disco en toda su magnitud, y así cada canción fue cobrando una dimensión cada vez mayor. Supe que el germen de muchas de estas composiciones fue el profundo dolor por la pérdida de su amante, que inspiró, entre otras, la magnífica balada Jesus to a child. La angustia por la enfermedad de su madre, que finalmente terminaría con ella solo un año después de publicado el disco, deja también su huella en las letras, que confirmaron que George Michael ya no era el compositor de estribillos pop de consumo rápido. Con más de cien millones de discos vendidos a sus espaldas sentía, con razón, que ya no tenía que demostrarle nada a nadie, y por eso retó a sus fans a adentrarse en otros terrenos musicalmente mucho más apetecibles.


Older completaba su colección de singles con la canción que daba título al álbum, un desarrollo explícito de su sentimiento de madurez asociado a la edad y al dolor de las experiencias vitales que lo acompañaban, así como Spinning the wheel, donde hacía un guiño a los crooners clásicos. Star People, una corrosiva visión sobre la celebridad y You have been loved, que reincidía en el concepto de la pérdida emocional y la superación, fueron los últimos bocados de un disco que vendió más de 12 millones de copias en todo el mundo.


A partir de ahí fui siguiendo una carrera marcada, como todo el mundo sabe, por los desencuentros con la prensa, una tendencia irritante a hacer de su vida un circo mediático y, finalmente, a sus escarceos con la droga, la cárcel y el escándalo. A nivel musical fue lanzando, con cuentagotas, discos que confirmaban su nuevo giro hacia una madurez más ambiciosa, como su excelente colección de versiones en clave clásica, Songs from the last century, o Patience, donde volvía a componer tras otros seis años de silencio. Muy poco alimento, a mi juicio, para tanta leyenda.


El declive del artista parecía imparable por su desgaste físico y emocional, que lo llevó en estos últimos años a parecer una sombra de aquel gigante que en los ochenta se convirtió con discos como Faith en una estrella mundial. Quizá por todo ello, y a pesar de mis buenos recuerdos, tampoco albergaba muchas esperanzas cuando anoche se apagaron las luces del Palacio de los Deportes y comenzaron a sonar los primeros acordes.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Y el dragón le dio su poder y su trono...



Debían ser más o menos las tres y pico del jueves 11 de septiembre, cuando de repente la transmisión del televisor se interrumpió y aparecieron las imágenes que todos conocemos y que aún hoy, diez años después, me siguen poniendo los pelos de punta. Un avión acababa de estrellarse contra una de las Torres Gemelas de Nueva York. Al cabo de unos minutos vimos en directo el segundo impacto, y entonces salimos de dudas: ya no cabía hablar de accidentes, ni de casualidades. Estados Unidos estaba sufriendo el peor ataque terrorista de toda su historia.


Al principio, imagino que como tantos otros, creí que se trataba de una broma, que aquello en realidad no estaba pasando. Luego pensé que era como una película, como esas en las que los marcianos se ensañan con los monumentos del poder norteamericano, pero conforme se sucedían las explosiones, los derrumbamientos y las noticias de nuevas catástrofes en el Pentágono y en las proximidades de la Casa Blanca me convencí de que era desoladoramente real. Aquello parecía el fin del mundo.


Al margen de las inmensas nubes de humo que se alzaron sobre Nueva York, la imagen que más ha permanecido en mi retina es la de los trabajadores del World Trade Center que, en un acto de desesperación, prefirieron saltar al vacío antes que enfrentarse al fuego que estaba consumiendo las Torres Gemelas. Escuché el otro día al por entonces alcalde de la ciudad, Rudolph Giuliani, que decía que en su vida se habría imaginado que sería testigo de un horror semejante, y que lo que más le impactó era cómo todo el suelo temblaba con cada nuevo choque de los cuerpos contra el suelo, mil veces más terrible que cualquier cascote desprendido de los edificios.


Creo que tampoco soy el único que imaginó que aquello desencadenaría una tormenta de acontecimientos frenética, pero lo cierto es que no fue así. No al menos tan deprisa como pensaba. Hubo que esperar dos años para que finalmente, en marzo de 2003, el presidente Bush lanzara su injustificada y falaz operación militar contra Irak, con apoyos incondicionales como los de Reino Unido o España.


Es de sobra conocido el resultado de todo aquello, de aquellos juramentos y palabras personales en los congresos de las tres naciones por parte de sus respectivos presidentes (los de las Azores, recuerden), que luego quedaron en agua de borrajas cuando, al cabo de los años, se ha comprobado que allí no había las armas de destrucción masiva ni los vínculos con las células terroristas de Al-Qaeda que, en verdad, fueron los únicos argumentos que justificaban el ataque de las fuerzas lideradas por Estados Unidos. Y aún hoy sigue habiendo tropas por Afganistán, sin que yo tenga del todo claro por qué o hasta cuándo.


Debo reconocer que mi pérdida de fe en la política a partir de aquellos días de 2003 fue devastadora. La manera en la que España entró en la guerra, con más del 90% de la población en contra y clamando por un referéndum, y el modo tan chabacano en que se desoyeron a los que, en teoría, gobiernan con sus votos este país, me hicieron bajarme de ese fabuloso carro de la bendita democracia española y olé que nos vendieron en el colegio. Quizá por eso ya no me sorprenden las reformas exprés de la constitución ni todo lo que está pasando en otros tantos campos políticos, sociales y económicos de los últimos años.


Luego llegarían los atentados del 11-M, y aquella conferencia, otro jueves, en la que Aznar salió a afirmar ante todos que el único responsable de la matanza era ETA. Recuerdo su contundencia, su firmeza, que también repetiría en la comisión que investigó sus controvertidas declaraciones, que él seguía reafirmando contra viento y marea. Y también llegó, poco después de que Aznar tratase de convencernos a todos, aquel fatídico fin de semana electoral, del que Zapatero seguramente seguirá acordándose todavía porque ahí fue donde dijo que no nos fallaría, ese mismo fin de semana donde Telemadrid comenzó a granjearse su bien merecida fama de televisión corrompida hasta las cejas.


Políticas nacionales derivadas de las internacionales, órdenes de arriba que cumplimos los de abajo, tanto da que sea Bush o Merkel, y que determinan el rumbo de un país que pasó de televidente a recoger sus propios cadáveres sólo tres años después de aquellas nubes de humo que nos cegaron a todos. Aún viendo el otro día las imágenes podía sentir de nuevo esa sensación apocalíptica, aunque esta vez con una perspectiva algo mejor de todo lo ocurrido, con ese horripilante colofón que fue la muerte de Bin Laden, imagen del mal absoluto durante esta última década. Y sí, podemos consolarnos pensando que Bush ya no está, ni Aznar ni Blair, ni por supuesto Saddam Hussein o el propio Bin Laden. Pero en el fondo, ¿qué ha cambiado?



jueves, 1 de septiembre de 2011

La destrucción del sistema educativo



Me había prometido no escribir sobre este asunto para no enrabietarme aún más con todo lo que está sucediendo en los prolegómenos del curso escolar 2011-2012, pero ya no lo soporto. Después de varios días de cartas perversas, declaraciones falsas y una calculadísima y orquestada campaña de desprestigio a la profesión que vengo desarrollando desde hace unos años, la docencia, no soporto más un silencio que hace más fuertes a los denostadores.

El procedimiento en realidad no es nuevo, ni es exclusivo del Partido Popular. Ocurrió hace un tiempo con los médicos y, no hace mucho, con los controladores aéreos, y se reduce básicamente a que en lugar de entrar en el debate de ideas y llegar a acuerdos, aparece el político de turno y suelta lo siguiente:

1) El colectivo X (póngase aquí el que esté de moda) posee unos privilegios indecentes (sueldo desorbitado, vacaciones monárquicas, trabajo de por vida, etc…), acompañado de la siempre hiriente coletilla de “más aún en tiempos en que cinco millones de españoles están en el paro”. Sus quejas, por tanto, no proceden.

2) Por lo tanto, este nuestro gobierno (nacional, autonómico, qué más da), en profunda solidaridad con el pueblo español, que al igual que los políticos se deja el sudor de su frente día a día en su trabajo (en el Congreso o los parlamentos autonómicos, qué más da), y que al igual que la clase política goza de su mismo sistema de pensiones y de retribuciones mensuales, va a tomar profundas medidas de cambio.

3) Estas medidas son para el bien cósmico y universal, y sólo perjudican a esas clases privilegiadas que ya era hora de que recibieran su merecido, porque esto era un clamor popular. No se me preocupen las familias, que en ellas, y solo en ellas y sus bolsillos, estamos pensando.


Apliquémoslo ahora al caso de la educación. Los medios de comunicación conservadores han desatado una ola de titulares entre los que destaca ese prodigio que ha llevado a cabo hoy El Mundo: “Amenazan con la huelga por tener que trabajar 20 horas”.


La perversidad de este argumento es sencillamente deliciosa. Viene a decir algo así como que es de público conocimiento que los profesores son unos vagos redomados, que apenas llegaban a 18 horas de trabajo semanales (y eso los que llegaban, con suerte, a las 18), y que en cuanto toca el timbre salen corriendo antes que los alumnos para llegar a sus casas a rascarse los respetables. Los profesores, siguiendo con esta fabulosa línea de “pensamiento”, son los culpables directos de todos los males del mundo (con perdón y permiso del actual presidente del gobierno): por culpa de ellos nuestros alumnos no tienen ni idea de nada y estamos en las antípodas del conocimiento general; por culpa de los profesores hay un 30% de abandono escolar (o más, según las áreas), por culpa de ellos, en definitiva, las promociones de estudiantes van llegando cada vez peor preparadas a un mercado laboral que luego tiene que hacer encaje de bolillos para sacar algo de petróleo de semejante solar de sabiduría. Todo esto, en un país, recordemos, de más de cinco millones de parados y donde el resto trabaja de sol a sol, (con la clase política a la cabeza, no faltaba más), es sangrante y hay que cortarlo de raíz lo antes posible, porque ahorramos la friolera de 80 millones de euros, ahí es nada.

Lucía Figar, paladín de semejante retórica, remata casi todas sus intervenciones, a cual más delirante, con otras dos coletillas magníficas: la primera es que los profesores tienen el puesto de trabajo asegurado y están, (ojo al dato), al margen de crisis y quiebras nacionales o internacionales; la segunda es que, por si todo esto fuera poco, llegan de disfrutar de dos meses de tranquilas y relajantes vacaciones a costa del sufrimiento del resto de la población. Ahí queda eso.

Es posible, leyendo todo esto, que yo haya soñado mi curso pasado. Es posible que haya soñado que, además de mis 18 horas semanales lectivas yo sumaba otras 12 en forma de guardias, horas de atención a padres, tutorías, reuniones de departamento, reuniones de tutores por niveles y claustros. Es posible que haya soñado que cuando llegaba a casa, con la cabeza bien despejada tras tratar con las hormonas revueltas en sus pupitres, las clases que yo daba las preparaba previamente, lo cual incluye material de trabajo, lecturas y una extensa documentación sobre los asuntos que trato y en los que procuro, quizá soñando también, mantenerme actualizado y profundizar en aquello que aún desconozco y deseo que otros conozcan. Es posible que fuera fruto de mi imaginación las incontables horas que he pasado corrigiendo, todas y cada una de las semanas del curso, los comentarios de texto de mis alumnos, sus trabajos de evaluación y sus exámenes. Es posible que aquellos cientos y cientos de correcciones hayan llegado a mi memoria por ciencia infusa, y que alguna que otra noche de no pegar ojo para llegar a tiempo de meter todas las notas a su hora también la haya imaginado, como implícitamente señala Figar. También habré soñado los cursos de formación y los de la fase de prácticas, que me tuvieron embelesado semana tras semana para poder completar los créditos que me permiten mejorar mi retribución, y lo que es indudable es que he soñado esos días que necesité para reponerme, más mental que físicamente, de unos finales de curso sencillamente extenuantes.

Puede, sin embargo, que tenga la conciencia clara y limpia de que todo esto fue, es y será verdad en este y los cursos que vengan por delante. Puede que además de todo esto, haya un problema aún mayor que el que, en efecto, supone que dé dos clases más por semana. Porque puede que el colectivo de profesores esté protestando por un sistema de recortes que afecta, principalmente, a los alumnos, algo que (oh, casualidades de la vida) sólo algún que otro medio de comunicación se ha atrevido a mencionar.

Porque el curso que empieza ahora contará con aulas masificadas, de treinta y tantos alumnos para arriba (el tope es 40, cuidado) donde antes había cursos de entre 18 y 20 alumnos, en el mejor de los casos. El curso que viene empezará sin desdobles en asignaturas tan esenciales como matemáticas y los idiomas (español, francés, inglés…), y desde luego lo hará sin horario para clases de refuerzo, sin aulas de atención individual y, en el colmo de los colmos, lo habría hecho también sin horario de tutorías de no haber rectificado Figar a última hora, y de un modo bastante retorcido, todo hay que decirlo. Es decir, el recorte de plantilla supone un recorte en los recursos y estrategias educativos, y eso nadie lo dice.

Y aquí no pierdo yo por trabajar dos horas más, señoras Aguirre y Figar, aquí perdemos todos. Perdemos los profesionales que aún creemos que este sistema merece la pena el esfuerzo, sí, pero sobre todo pierden todos y cada uno de los españoles, y no sólo me refiero a los alumnos, familias y empresas, sino a todos los ciudadanos de un país que año tras año verán desfilar promoción tras promoción de estudiantes almacenados, literalmente, en aulas donde a lo último que se va es a aprender nada porque va a ser imposible que ahí se pueda realizar labor educativa alguna. Pero eso sí, las lideresas educativas nos conceden la gracia de dos pizarras digitales por curso, porque la tijera la metemos no en los detalles, que es lo que luce mejor, sino en lo esencial, en donde más nos duele a todos y parece que sólo unos cuantos son capaces de ver.

Si el ahorro supone dinamitar los cimientos del sistema educativo, pilar fundamental de toda sociedad que se precie de serlo, dejando en la calle a miles de profesores interinos gracias a los cuales este barco a la deriva aún flotaba y al resto de los que allí seguimos contando las horas para su total degradación, entonces reciban mi más sincera enhorabuena: lo han conseguido y encima están recibiendo por todo ello un aplauso unánime y, faltaba más, bien merecido.