lunes, 12 de diciembre de 2011

Extranjeros a la fuerza



Conozco a alguien desde hace mucho tiempo, lo suficiente como para hablar de su trayectoria con una cierta perspectiva. Tiene ahora mismo 29 años y dos licenciaturas, una en Física y otra en Matemáticas, además de una tesis doctoral y una larga lista de méritos académicos que la sitúan, con facilidad, entre las primeras de su promoción.


En cualquier país del primer mundo, esta persona brillante y trabajadora no solo no tendría dificultades para encontrar un puesto adecuado a su cualificación, sino que prácticamente tendría que elegir entre diferentes ofertas porque las empresas se la estarían rifando.


No es el caso. No vivimos en cualquier país del primer mundo, sino en uno en el que, por desgracia, es cada vez más frecuente que escuchemos a la gente decir que sus hijos están trabajando en otros países porque aquí no encuentran nada. España ha dejado ser para muchos la primera opción no únicamente laboral, sino de proyección de vida.


Porque ahí está el verdadero problema. Trabajar de forma temporal es un fenómeno que no es desconocido para muchos españoles ya con una cierta edad, pero de ahí a plantearse vivir de forma definitiva en otro país supone un cambio al que muchos no están, ni tienen por qué estarlo, dispuestos a asumir.


No se trata de una cuestión de amor a la patria, ni mucho menos. Formar parte de una cultura, compartir rasgos básicos de una determinada mentalidad y cosmovisión y participar de una serie de tradiciones y ritos, por atávicos o modernos que se nos quieran pintar, no tiene nada que ver con la ceguera mental ante una bandera de colores. Esta gente de la que hablo, y en particular esta persona, se siente frustrada ante el hecho de tener que renunciar, de alguna forma, a todo ello en aras de un futuro laboral que ha terminado por determinar también su proyecto de vida, su pareja, su estabilidad, y quién sabe si también los de sus hijos que están por venir.


La experiencia que tengo en este asunto no llega, ni de lejos, a la de esta persona de la que les hablo. No obstante, también a mí se me planteó la opción, trabajando en el extranjero, de prolongar mi trabajo allí con perspectivas, quién sabe, de que el futuro a medio y largo plazo pudiera estar condicionado por esa decisión. Y no dudé. Rechacé aquella opción porque podía, porque tuve la suerte de poder escoger entre un futuro allí y otro aquí, donde están los míos, mis amigos y familia, mis conocidos y los que no lo son tanto pero con los que comparto más de lo que a veces me gustaría.


Es evidente que cualquier persona puede alcanzar una felicidad razonable viva donde viva y trabaje donde trabaje, siempre que tenga los recursos y la voluntad para adaptarse a la situación que se dé, según el caso, pero considero que la situación actual de este país es de una injusticia absoluta. No se reconoce ni se premia en absoluto el talento, no se dan suficientes oportunidades y así no es de extrañar que gente tan capacitada termine refugiándose aquí y allá, mirando en muchas ocasiones lo que ocurre en su país, ese que dejaron lejos y atrás en el tiempo, con tanta nostalgia como tristeza, mientras sus hijos crecen en otra cultura y hablan otro idioma. Sentirse extranjero a la fuerza es una penalidad por la que nadie debería atravesar, al margen de sus estudios o de la sociedad, país o mundo en el que viva.

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