sábado, 28 de febrero de 2015

Las Cenizas del Fénix sin Alas (Parte II)



Cuentan, los que tuvieron ocasión de presenciarlo, que el ataque de los adversarios fue tan feroz como inesperado. El ejército dormía en su campamento tras varias semanas de viaje, y aún se encontraban lo suficientemente lejos de las fronteras como para haber tomado mayores precauciones. La lluvia de flechas de fuego fue la primera señal, seguida de los cascos de caballo y de los cortes de la espada en el viento. Al cabo de media hora el campamento entero estaba en llamas, con el ejército invasor cobrándose vidas y el defensor tratando de mantenerse en pie. 

Yard despertó sobresaltado y, nada más hacerlo, se dio cuenta de que su hermano no estaba allí con él. Presa de la desesperación, tomó su espada y su escudo y salió corriendo de la tienda, para meterse nada más hacerlo en el fragor de la batalla: por todas partes escuchaba los gritos de sus compañeros caídos, los cascos de los caballos pisando el corazón de los hombres y el estertor que seguía al alzamiento y caída de la maza sobre el enemigo. Procurando dominar sus nervios, recordó su entrenamiento y comenzó a abrirse paso junto a varios de sus compañeros. Sin embargo, un temor creciente anidaba en su pecho, la extraña certeza de que, por primera vez en su vida, le faltaba lo más importante. Dio lo mejor de sí mismo en aquella pelea, lo mejor que su corta juventud le permitía al lado de hombres mucho más fuertes y experimentados en combate que él, pero en ningún momento, ni siquiera al terminar de vencer al último de ellos, sintió asomo de triunfo alguno en su pecho.


El panorama resultante tras la batalla era demoledor. El número de bajas se contaba por centenas, y aunque se había logrado poner en fuga al ejército invasor, las posibilidades de que volvieran con fuerzas renovadas era demasiado grande como para no tomar mayores precauciones esta vez. El general recorría el campo yermo, con aquella mirada de jinete solitario vencido de la carrera de la edad, pues allí donde ponía los ojos veía rastro de la muerte en rostros aún imberbes. De todos ellos, el que más llamó su atención fue el de un muchacho al que otro idéntico sostenía en brazos, consumido y desgarrado por un dolor como jamás antes había visto.

"¿Quién caminará ahora a mi lado?", pensaba Yard, desolado. "¿Quién sostendrá mi mano cuando caiga, reirá conmigo cuando lo necesite o pondrá su hombro en el momento justo para que no caiga? ¿A quién acudiré ahora cuando necesite consejo o desahogo, cuando la pena me consuma y la alegría me desborde? ¿En quién encontraré un alma gemela que evite que me sienta como ahora, vencido por la soledad más horrible que el mundo ha conocido?"

El general bajó de su caballo y caminó lentamente hacia la terrible escena. Yard apretaba contra su pecho el rostro inerte de su hermano, fallecido mientras trataba de proteger la tienda donde descansaba el otro, y al que varias flechas habían atravesado el corazón. El general se postró ante los hermanos, y aguardó unos instantes, toda vez que el llano del que había sobrevivido se apagaba, por la propia inercia del esfuerzo, y quedó poco a poco reducido a un murmullo de dolor infinito. Luego descolgó las cenizas del fénix sin alas y las colocó alrededor del cuello de Yard, que apenas se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor.

Las lágrimas que cayeron en el colgante permanecían aún húmedas cuando, horas más tarde, se realizó una gran pira funeraria para honrar e incinerar a los fallecidos. El general dedicó unas palabras breves de homenaje, y posteriormente fueron acercándose el resto de soldados a presentar sus respetos. Para entonces la llama de la pira alcanzaba ya una altura considerable, de modo que Yard tuvo que taparse los ojos mientras sentía el calor y el crepitar de las llamas cerca. 

Fue entonces cuando se dio cuenta del colgante. Se lo quitó y lo contempló en silencio durante unos segundos, mientras nuevas lágrimas acudían a su rostro con los mil y un recuerdos acumulados con su hermano Rudy a lo largo de toda una vida juntos. Entonces sostuvo el colgante con fuerza y lo arrojó a la pira, al mismo centro donde descansaban los restos de tantos valientes soldados.

Y entonces sucedió. El general y sus hombres de confianza se volvieron, asombrados por los gritos de los demás soldados, y lo que vieron los dejó sin aliento: de la gran pira, y como por arte de una extraña y milenaria magia, los cuerpos de los cientos de soldados muertos en combate abandonaban las llamas por su propio pie, milagrosamente intactos y sin rastro alguno de quemaduras o de las letales heridas que les habían llevado hasta la pira.

Cuando Yard vio que su hermano se dirigía a él, radiante como el sol del mediodía, sintió que las fuerzas le fallaban y todo comenzó a darle vueltas. Solo cuando sintió el abrazo, lleno de energía y vitalidad, que su hermano le dio para evitar la caída, supo que ya no tenía nada más que temer.

                                                                         *             *             * 

El ejército del Fénix sin Alas puso fin a la tercera gran guerra, la última de aquella etapa oscura de la que hoy nadie quiere acordarse. Compuesto por cientos de soldados inmortales, invulnerables a espadas, lanzas o mazas, fue venciendo uno a uno a todos sus enemigos hasta dejar el reino libre de cualquier amenaza. 

En apenas dos años, la vida volvió a brotar en aquellas tierras y el mundo recobró un brillo especial, que hacía relucir el cielo y las nubes, que hacía despuntar las montañas con más fuerza y alzarse más alto el sol antes de iniciar su inevitable caída. Fueron nuevos días de vino y rosas, donde la sonrisa se regalaba y se podía ver, sentir y tocar con el esplendor de la juventud. Fueron tiempos hermosos.



Las Cenizas del Fénix sin Alas (parte I)


Eran tiempos desesperados. Los jinetes de la guerra habían asolado aquellas tierras, dejando a su paso un rastro de sal y ceniza que amenazaba con corromper todo lo que una vez fue hermoso. Décadas de sangre y destrucción habían convertido la esperanza de los hombres en un suspiro arrastrado por el eco de los tiempos, sin asomo de consuelo, sin el alivio necesario para conciliar siquiera una noche de sueño en paz. Los niños nacían y crecían en un mundo sin horizonte, sin lágrimas que derramar y convencidos de que a ellos les aguardaba el mismo destino que a sus antecesores, aquellos cuyas almas yacían olvidadas en las fosas del fin del mundo.

Ya nadie recordaba el motivo de la primera gran guerra que precedió a las otras dos. Lo que una vez fue objeto de codicia por parte de los hombres había pasado también a formar parte del olvido, de modo que solo quedaba el regusto amargo de la sangre en el paladar, el eco mellado del acero bruñido al sol con el que combatían día tras día. El relevo era implacable: las hordas de soldados muertos eran reemplazados por sus hijos, que abandonaban cada mañana a sus familias, algunos de los cuales sin levantar el palmo suficiente del suelo como para sostener la espada, la maza o la lanza. Y aquella última mirada al hogar se perdía entre las tinieblas al poco de iniciar la senda de la muerte, el viaje a ninguna parte que todos debían emprender tarde o temprano.

Se dice que en uno de aquellos infaustos relevos, el que trasladaba a la última guarnición de las montañas del norte, había dos hermanos gemelos que caminaban en la retaguardia, tan pesarosos como el resto por verse obligados a combatir en una guerra que no entendían y que no habían elegido. Los que los conocieron en vida aseguran que jamás hubo dos personas más unidas que aquellos dos hermanos, que jamás dos almas estuvieron más cerca la una de la otra ni conocieron mayor complicidad que la que mostraban en cada gesto y en cada palabra Yard y Rudy, que así se llamaban. A pesar de la tristeza circundante, a pesar de la profunda desolación de su solitaria madre y de un entorno marcado por la miseria y la muerte, aquellos muchachos habían logrado lo que parecía impensable, y guardaban en sus corazones una alegría que caminaba en conjunción, que resonaba al unísono como un cántico cada vez que ambos cruzaban sus miradas, como si solo eso bastara para  encender la chispa y traspasar el pensamiento del uno al otro.

Al frente del relevo de la pascua de verano cabalgaba un jinete solitario. Había nacido en el seno del valle más profundo de las montañas del norte, las mismas a las que ahora el ejército daba la espalda en dirección a las fronteras del reino. Aquellas praderas oxidadas por el tiempo le traían a la memoria recuerdos más fértiles, de un tiempo ya perdido que, sin embargo, regresaba a su memoria cada vez que debía saquearlas en busca de nueva carne de cañón. Esos recuerdos, los previos a la guerra, eran el único tesoro que podía conservar. Entonces el mundo aún conservaba un brillo especial, que hacía relucir el cielo y las nubes, que hacía despuntar las montañas con más fuerza y alzarse más alto el sol antes de iniciar su inevitable caída. Eran los días de vino y rosas, donde la sonrisa se regalaba y se podía ver, sentir y tocar con el esplendor de la juventud. 

Un día llegó a su aldea un anciano trovador. Las gentes se arremolinaron en torno a él, prestas a escuchar sus cuentos, sus mitos y leyendas, aquellas canciones que casi nadie ya recordaba y que, en boca del trovador, sonaban a recién compuestas para la ocasión. De todas las historias que contó, de todos los poemas que recitó y de todos los bailes que hizo allí para ellos, hubo una que cautivó especialmente a los más pequeños: las cenizas del fénix sin alas.

Según aquella antigua leyenda, hubo una vez en una lejana región un ave fénix que era diferente a las demás. Mientras las otras blandían sus alas orgullosas, como estandartes que anunciaran la llegada de un conquistador, esta otra tenía unas alas tan pequeñas que no le servían siquiera para mantenerse sobre el suelo un par de centímetros. Conforme la edad de las aves aumentaba la diferencia era cada vez más notable, hasta que el ave comprendió que jamás podría ocupar un lugar entre los suyos, y se marchó en busca de un nuevo horizonte. Al no poder volar, el ave se mantuvo alejada de los caminos de los hombres y viajaba siempre de noche por las sendas de los bosques, atenta a cada movimiento de la espesura, huyendo siempre de la compañía de los demás animales y descansando de día en lo más profundo de las más hondas cavernas. 



Una noche, sin embargo, al entrar en el huerto de una aldea para alimentarse, fue descubierta por unos aldeanos y llevada a la plaza pública. Era conocida la enemistad de las gentes con los fénix, por considerarlos aves endemoniadas que debían ser mutiladas y más tarde purificadas en el fuego, para que así jamás pudieran remontar el vuelo. Al ver que encima la que habían encontrado tenía aquella deformidad, no tardaron en congregar una gran multitud para que presenciara en directo su sacrificio. Llevados por la ira, los aldeanos encendieron una gran pira y arrojaron al animal sin ninguna consideración, produciéndose entonces una gran nube de humo que se elevó más allá de las columnas que sostenían el firmamento. Cuando la hoguera se apagó, los aldeanos se apresuraron a hacerse con cenizas de aquel fénix sin alas y las diseminaron por todas partes, para evitar así la resurrección del ave. 

Y entonces, el trovador extrajo de debajo de su camisa un colgante donde brillaba una pequeña cámara, y anunció triunfante que allí dentro permanecían las últimas cenizas de aquel ave fabulosa, cuya raza se perdió en la noche de los tiempos intentando escapar de la locura de los hombres.

Ese mismo collar brillaba ahora, más de tres décadas después, en el cuello del jinete solitario que marchaba al frente del último relevo de la pascua de verano. El trovador se la había regalado antes de partir en busca de nuevas tierras, a cambio, eso sí, de una más que generosa estancia costeada por su padre, el hombre más poderoso de aquella aldea. Desde entonces lo conservaba como un amuleto de la buena suerte, y lo había acompañado en todas y cada una de sus batallas sin excepción.

Guárdate de los Idus de marzo




Guárdate de los cuervos con cadenas 
que semejan ser palomas al vuelo, 
que no te arrastren contigo a su duelo,
guárdate de sus cantos de sirenas.

Guárdate de los cristales de cuarzo
que habitan su falsa pena de alma,
que no arrastren consigo tu calma,
guárdate de esos Idus de marzo.

Ve el mal donde los demás no ven nada,
siente bajo el marfil brillar el ostro,
oye la furia apenas murmurada

cómo se dibuja clara en el rostro,
en la mandíbula desencajada,
el aullido en la noche del mostro.