Cuentan, los que tuvieron ocasión de presenciarlo, que el ataque de los adversarios fue tan feroz como inesperado. El ejército dormía en su campamento tras varias semanas de viaje, y aún se encontraban lo suficientemente lejos de las fronteras como para haber tomado mayores precauciones. La lluvia de flechas de fuego fue la primera señal, seguida de los cascos de caballo y de los cortes de la espada en el viento. Al cabo de media hora el campamento entero estaba en llamas, con el ejército invasor cobrándose vidas y el defensor tratando de mantenerse en pie.
Yard despertó sobresaltado y, nada más hacerlo, se dio cuenta de que su hermano no estaba allí con él. Presa de la desesperación, tomó su espada y su escudo y salió corriendo de la tienda, para meterse nada más hacerlo en el fragor de la batalla: por todas partes escuchaba los gritos de sus compañeros caídos, los cascos de los caballos pisando el corazón de los hombres y el estertor que seguía al alzamiento y caída de la maza sobre el enemigo. Procurando dominar sus nervios, recordó su entrenamiento y comenzó a abrirse paso junto a varios de sus compañeros. Sin embargo, un temor creciente anidaba en su pecho, la extraña certeza de que, por primera vez en su vida, le faltaba lo más importante. Dio lo mejor de sí mismo en aquella pelea, lo mejor que su corta juventud le permitía al lado de hombres mucho más fuertes y experimentados en combate que él, pero en ningún momento, ni siquiera al terminar de vencer al último de ellos, sintió asomo de triunfo alguno en su pecho.
El panorama resultante tras la batalla era demoledor. El número de bajas se contaba por centenas, y aunque se había logrado poner en fuga al ejército invasor, las posibilidades de que volvieran con fuerzas renovadas era demasiado grande como para no tomar mayores precauciones esta vez. El general recorría el campo yermo, con aquella mirada de jinete solitario vencido de la carrera de la edad, pues allí donde ponía los ojos veía rastro de la muerte en rostros aún imberbes. De todos ellos, el que más llamó su atención fue el de un muchacho al que otro idéntico sostenía en brazos, consumido y desgarrado por un dolor como jamás antes había visto.
"¿Quién caminará ahora a mi lado?", pensaba Yard, desolado. "¿Quién sostendrá mi mano cuando caiga, reirá conmigo cuando lo necesite o pondrá su hombro en el momento justo para que no caiga? ¿A quién acudiré ahora cuando necesite consejo o desahogo, cuando la pena me consuma y la alegría me desborde? ¿En quién encontraré un alma gemela que evite que me sienta como ahora, vencido por la soledad más horrible que el mundo ha conocido?"
El general bajó de su caballo y caminó lentamente hacia la terrible escena. Yard apretaba contra su pecho el rostro inerte de su hermano, fallecido mientras trataba de proteger la tienda donde descansaba el otro, y al que varias flechas habían atravesado el corazón. El general se postró ante los hermanos, y aguardó unos instantes, toda vez que el llano del que había sobrevivido se apagaba, por la propia inercia del esfuerzo, y quedó poco a poco reducido a un murmullo de dolor infinito. Luego descolgó las cenizas del fénix sin alas y las colocó alrededor del cuello de Yard, que apenas se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor.
Las lágrimas que cayeron en el colgante permanecían aún húmedas cuando, horas más tarde, se realizó una gran pira funeraria para honrar e incinerar a los fallecidos. El general dedicó unas palabras breves de homenaje, y posteriormente fueron acercándose el resto de soldados a presentar sus respetos. Para entonces la llama de la pira alcanzaba ya una altura considerable, de modo que Yard tuvo que taparse los ojos mientras sentía el calor y el crepitar de las llamas cerca.
Fue entonces cuando se dio cuenta del colgante. Se lo quitó y lo contempló en silencio durante unos segundos, mientras nuevas lágrimas acudían a su rostro con los mil y un recuerdos acumulados con su hermano Rudy a lo largo de toda una vida juntos. Entonces sostuvo el colgante con fuerza y lo arrojó a la pira, al mismo centro donde descansaban los restos de tantos valientes soldados.
Y entonces sucedió. El general y sus hombres de confianza se volvieron, asombrados por los gritos de los demás soldados, y lo que vieron los dejó sin aliento: de la gran pira, y como por arte de una extraña y milenaria magia, los cuerpos de los cientos de soldados muertos en combate abandonaban las llamas por su propio pie, milagrosamente intactos y sin rastro alguno de quemaduras o de las letales heridas que les habían llevado hasta la pira.
Cuando Yard vio que su hermano se dirigía a él, radiante como el sol del mediodía, sintió que las fuerzas le fallaban y todo comenzó a darle vueltas. Solo cuando sintió el abrazo, lleno de energía y vitalidad, que su hermano le dio para evitar la caída, supo que ya no tenía nada más que temer.
* * *
El ejército del Fénix sin Alas puso fin a la tercera gran guerra, la última de aquella etapa oscura de la que hoy nadie quiere acordarse. Compuesto por cientos de soldados inmortales, invulnerables a espadas, lanzas o mazas, fue venciendo uno a uno a todos sus enemigos hasta dejar el reino libre de cualquier amenaza.
En apenas dos años, la vida volvió a brotar en aquellas tierras y el mundo recobró un brillo especial, que hacía relucir el cielo y las nubes, que hacía despuntar las montañas con más fuerza y alzarse más alto el sol antes de iniciar su inevitable caída. Fueron nuevos días de vino y rosas, donde la sonrisa se regalaba y se podía ver, sentir y tocar con el esplendor de la juventud. Fueron tiempos hermosos.
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