Eran tiempos desesperados. Los jinetes de la guerra habían asolado aquellas tierras, dejando a su paso un rastro de sal y ceniza que amenazaba con corromper todo lo que una vez fue hermoso. Décadas de sangre y destrucción habían convertido la esperanza de los hombres en un suspiro arrastrado por el eco de los tiempos, sin asomo de consuelo, sin el alivio necesario para conciliar siquiera una noche de sueño en paz. Los niños nacían y crecían en un mundo sin horizonte, sin lágrimas que derramar y convencidos de que a ellos les aguardaba el mismo destino que a sus antecesores, aquellos cuyas almas yacían olvidadas en las fosas del fin del mundo.
Ya nadie recordaba el motivo de la primera gran guerra que precedió a las otras dos. Lo que una vez fue objeto de codicia por parte de los hombres había pasado también a formar parte del olvido, de modo que solo quedaba el regusto amargo de la sangre en el paladar, el eco mellado del acero bruñido al sol con el que combatían día tras día. El relevo era implacable: las hordas de soldados muertos eran reemplazados por sus hijos, que abandonaban cada mañana a sus familias, algunos de los cuales sin levantar el palmo suficiente del suelo como para sostener la espada, la maza o la lanza. Y aquella última mirada al hogar se perdía entre las tinieblas al poco de iniciar la senda de la muerte, el viaje a ninguna parte que todos debían emprender tarde o temprano.
Se dice que en uno de aquellos infaustos relevos, el que trasladaba a la última guarnición de las montañas del norte, había dos hermanos gemelos que caminaban en la retaguardia, tan pesarosos como el resto por verse obligados a combatir en una guerra que no entendían y que no habían elegido. Los que los conocieron en vida aseguran que jamás hubo dos personas más unidas que aquellos dos hermanos, que jamás dos almas estuvieron más cerca la una de la otra ni conocieron mayor complicidad que la que mostraban en cada gesto y en cada palabra Yard y Rudy, que así se llamaban. A pesar de la tristeza circundante, a pesar de la profunda desolación de su solitaria madre y de un entorno marcado por la miseria y la muerte, aquellos muchachos habían logrado lo que parecía impensable, y guardaban en sus corazones una alegría que caminaba en conjunción, que resonaba al unísono como un cántico cada vez que ambos cruzaban sus miradas, como si solo eso bastara para encender la chispa y traspasar el pensamiento del uno al otro.
Al frente del relevo de la pascua de verano cabalgaba un jinete solitario. Había nacido en el seno del valle más profundo de las montañas del norte, las mismas a las que ahora el ejército daba la espalda en dirección a las fronteras del reino. Aquellas praderas oxidadas por el tiempo le traían a la memoria recuerdos más fértiles, de un tiempo ya perdido que, sin embargo, regresaba a su memoria cada vez que debía saquearlas en busca de nueva carne de cañón. Esos recuerdos, los previos a la guerra, eran el único tesoro que podía conservar. Entonces el mundo aún conservaba un brillo especial, que hacía relucir el cielo y las nubes, que hacía despuntar las montañas con más fuerza y alzarse más alto el sol antes de iniciar su inevitable caída. Eran los días de vino y rosas, donde la sonrisa se regalaba y se podía ver, sentir y tocar con el esplendor de la juventud.
Un día llegó a su aldea un anciano trovador. Las gentes se arremolinaron en torno a él, prestas a escuchar sus cuentos, sus mitos y leyendas, aquellas canciones que casi nadie ya recordaba y que, en boca del trovador, sonaban a recién compuestas para la ocasión. De todas las historias que contó, de todos los poemas que recitó y de todos los bailes que hizo allí para ellos, hubo una que cautivó especialmente a los más pequeños: las cenizas del fénix sin alas.
Según aquella antigua leyenda, hubo una vez en una lejana región un ave fénix que era diferente a las demás. Mientras las otras blandían sus alas orgullosas, como estandartes que anunciaran la llegada de un conquistador, esta otra tenía unas alas tan pequeñas que no le servían siquiera para mantenerse sobre el suelo un par de centímetros. Conforme la edad de las aves aumentaba la diferencia era cada vez más notable, hasta que el ave comprendió que jamás podría ocupar un lugar entre los suyos, y se marchó en busca de un nuevo horizonte. Al no poder volar, el ave se mantuvo alejada de los caminos de los hombres y viajaba siempre de noche por las sendas de los bosques, atenta a cada movimiento de la espesura, huyendo siempre de la compañía de los demás animales y descansando de día en lo más profundo de las más hondas cavernas.
Una noche, sin embargo, al entrar en el huerto de una aldea para alimentarse, fue descubierta por unos aldeanos y llevada a la plaza pública. Era conocida la enemistad de las gentes con los fénix, por considerarlos aves endemoniadas que debían ser mutiladas y más tarde purificadas en el fuego, para que así jamás pudieran remontar el vuelo. Al ver que encima la que habían encontrado tenía aquella deformidad, no tardaron en congregar una gran multitud para que presenciara en directo su sacrificio. Llevados por la ira, los aldeanos encendieron una gran pira y arrojaron al animal sin ninguna consideración, produciéndose entonces una gran nube de humo que se elevó más allá de las columnas que sostenían el firmamento. Cuando la hoguera se apagó, los aldeanos se apresuraron a hacerse con cenizas de aquel fénix sin alas y las diseminaron por todas partes, para evitar así la resurrección del ave.
Y entonces, el trovador extrajo de debajo de su camisa un colgante donde brillaba una pequeña cámara, y anunció triunfante que allí dentro permanecían las últimas cenizas de aquel ave fabulosa, cuya raza se perdió en la noche de los tiempos intentando escapar de la locura de los hombres.
Ese mismo collar brillaba ahora, más de tres décadas después, en el cuello del jinete solitario que marchaba al frente del último relevo de la pascua de verano. El trovador se la había regalado antes de partir en busca de nuevas tierras, a cambio, eso sí, de una más que generosa estancia costeada por su padre, el hombre más poderoso de aquella aldea. Desde entonces lo conservaba como un amuleto de la buena suerte, y lo había acompañado en todas y cada una de sus batallas sin excepción.
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