Cuenta la tradición que, antiguamente, la gente del levante sacaba los muebles viejos que les habían servido en el invierno y celebraban la llegada de la primavera con una espectacular hoguera de madera vieja, una forma de purificar lo que ya no servía, de dejar atrás todo lo malo del pasado para poder afrontar el futuro con más esperanza.
Puede que, sabiendo esto, uno pueda llegar a entender un poco mejor el fenómeno de las Fallas, esa fiesta tradicional que cubre buena parte del mes de Marzo en Valencia y alrededores, inundando sus calles con los alegres y coloridos ninots. Cada una de estas impresionantes esculturas tiene como objetivo satirizar una serie de hechos de la realidad que el artista en cuestión juzga como oportuno para "ser purificado" en esas mismas llamas de la esperanza primaveral, por lo que es bastante frecuente encontrar en ellos alusiones, como ocurría con las de este año, a políticos y tijeras, sanidades y educaciones maltrechas y demás parafernalia de la rutina en la que se ha convertido la sistemática destrucción del estado de bienestar.
La omnipresente figura de nuestro gubernamental presidente, dotado en todas sus caracterizaciones del gesto solemne, heroico y grave que la ocasión requiere para hacer lo que hay que hacer porque nadie más lo hizo en su momento planeaba por encima de todas las demás figuras, casi siempre con bastante acierto, ironía y humor sano. Es evidente que hay cansancio en todas partes por este asunto, y que la impopularidad de muchos de nuestros responsables políticos no podía quedar sin referencia. Mariano I el Recortador no era el único, sin embargo: Rita Barberá, por esos lares muy popular (y perdonen el chiste fácil), figuraba como cabeza de cartel en una mitológica y deliciosa parodia de las tres desgracias junto a Andrea Fabra, entre otras ilustres de nuestro panorama político que prefiero no mentar. Ya que estamos, habría agradecido algún que otro aeropuerto de paseantes, pero mucho me temo que la parodia no llega para tanto (o quizá es el poder detrás de la parodia el que sí llega, y tanto).
Al margen de las esculturas, que terminaron por provocarme una cierta sensación de similitud entre ellas bastante preocupante, lo que más me llamó la atención fue el hecho del ruido. Ruido de todas las formas, tamaños y colores. Ruido de petardos, ruido de tracas, ruido de gente, ruido, ruido, ruido. Estas fiestas tienen un componente masoquista que no termino de entender, con ese alud interminable de petardos y bombas fétidas que inundan el ambiente hasta hacerlo auditiva y olfativamente un poquito malsano, por qué no decirlo. Más parece uno estar paseando por una zona de guerra que por una calle, con algunas sorpresas bastante desagradables y en la misma cara por parte de pequeños y de no tan pequeños. Yo personalmente no enseñaría, como sí vi a muchos padres, a mi hijo de cinco años a tirar según qué petardos (es más, no le enseñaría a tirar ninguno, pero especialmente cuando el petardo en cuestión es del tamaño del brazo del niño). Luego habrá accidentes, lamentos y llantos, pero prudencia, lo que es prudencia de la que evita desgracias, vi bastante poca, la verdad. Y puede que la célebre mascletá les parezca a los allí nacidos y a algún que otro foráneo el colmo del jolgorio y la festividad, pero a mí aquella traca bombardera únicamente me dio dolor de cabeza y poco más.
Más alegría me dio ver el orgullo con el que desfilaban las falleras y los falleros con sus trajes rituales (hasta que me enteré de que la broma del vestido, peinado y bordados de oro les salía a ellas por una media de 6.000 euros y a ellos por otra de 3.000: ahí se acabó el chiste). Me contaron mis amigos de allí que muchas personas hacen verdaderos sacrificios personales y económicos para poder estar de punta en blanco para tan señalada ocasión, algo que, sinceramente, y por mucha tradición cultural que se quiera, no puedo llegar a entender. Por otro lado, me parece una insensatez como la copa de un pino que la segunda comunidad autónoma en volumen de deuda en todo el país se permita el lujo de pasarse de fiestas mayores días y días, a lo que luego se une la Semana Santa y la Semana de San Vicente; es algo que, al menos en estos tiempos, me parece que alguien debería replantearse, aunque solo fuera en términos del coste global. Es evidente que Valencia estaba estos días a rebosar, lo que imagino que habrá tenido su impacto en el turismo a todos los niveles, pero no ayuda saber que cada ninot se alce de media por encima de los 200.000 euros o que el presupuesto en pirotecnia supere con creces dicha cifra.
Es posible que las gentes de allí no estén ahora mismo para pensar en crisis, por mucho que la sombra de Chipre y su corralito deberían ponernos a todos a remojar las barbas sin falta, y que piensen que precisamente en estos tiempos de zozobra lo mejor es ir a uno de esos casales a perder el conocimiento entre aguas de Valencia y mojitos nada valencianos, y ya de paso tirar petardos hasta reventarse los oídos. No lo sé. En cualquier caso, y por mucho que disfruté de varios aspectos de esta fiesta, las aglomeraciones en calles y medios de transporte y el ruido atronador y constante me convencieron lo suficiente como para no repetir. A fin de cuentas, y que me perdonen las tradiciones levantinas, pero yo ya venía purificado de casa.
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