martes, 26 de agosto de 2014

El rostro del dolor



Vencido por la angustia, durante un tiempo llegué a pensar que el sufrimiento había sido creado para que yo lo experimentara, que únicamente yo conocía los entresijos de la pena, de la agonía, de la horrible sensación de que bajo este cuerpo habitaba una tristeza tan profunda como el pozo más insondable de la última fosa abisal del océano. Me sentí propietario de la patente del dolor, y me convencí hasta tal punto de que todo lo demás dejó de importarme.

Fue entonces cuando los conocí. A los otros. A otros que, como yo pero en muy diferentes circunstancias, también sabían de los entresijos de la pena, la agonía y la angustia. No éramos idénticos, por supuesto. Cada uno tenía sus particulares motivos, sus profundas causas personales, pero a todos nos unía esa misma mirada de melancolía que no parecía terminar nunca.

Y fue ahí, junto a ellos, escuchando sus historias, sus versiones de los hechos y los sentimientos que traslucían sus palabras, cuando me di cuenta de que yo experimentaba un cambio mucho mayor de lo que jamás hubiera imaginado. Y es que al calor de aquellos relatos tan reales, mi perspectiva sobre el dolor se ampliaba, se magnificaba, adoptaba nuevos enfoques sobre lo que hasta entonces consideraba inamovible: familias destrozadas, enfermedades, tragedia, ruina, pérdidas y ausencias... todo ello no hizo sino acrecentar la terrible certeza de que en realidad mis problemas parecían minúsculos en comparación con aquellos. No era ya solo que hubiera perdido la patente del dolor, es que estaba contemplando el rostro mismo del dolor desde una perspectiva externa, ajena, extraña, algo a lo que jamás habría pensado que llegaría. Por primera vez en mi vida, tanto yo como mis circunstancias se quedaron al margen, a un lado, en el lugar secundario que realmente debían haber ocupado desde hacía tiempo.

Descubrí que mi dolor era lo que me permitía verlos tal y como eran, empatizar con aquellas situaciones en las que podía contribuir a aliviar el pesar. Logré arrancar sonrisas donde únicamente había yermas expresiones de gravedad, escuché al soliviantado, apacenté al furibundo, consolé al solitario: todas y cada una de aquellas personas, al margen de su edad, su género o raza, encontraron en mí alguien en quien confiar, alguien que a pesar de lo mucho que hubieran sufrido jamás los vería con esa estúpida compasión que de nada sirve si no va acompañada de la acción. Encontraron en mí un cómplice en aquel doloroso tramo de sus vidas, del mismo modo que yo encontré en ellos la tabla de salvación que me permitió no hundirme en mi propio ciclón autodestructivo.

No he salvado ninguna vida. A pesar de mis muchos esfuerzos y de la mejor de mis intenciones, únicamente he logrado hacer algo más llevadero algún tramo del camino para unos pocos. Sin embargo, he llegado a la profunda convicción de que ese papel es mucho más importante que cualquier otra labor que hubiera podido desempeñar, de que pase lo que pase, y me pase lo que me pase, mi nombre y mi rostro serán recordados por todas aquellas personas no como el de un mesías, ni mucho menos, sino como el de un amigo que estuvo ahí cuando todos los demás corrieron a esconderse del rostro del dolor, ese en el que a casi nadie le gusta verse reflejado pero que, por desgracia, todos llevamos puesto, como una pesada máscara, en algún momento de nuestras vidas.




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