Ayer murió en su casa de San Francisco Robin Williams, un actor y cómico estadounidense que a lo largo de más de treinta años desarrolló una carrera muy irregular donde alternó grandes éxitos (Good Morning, Vietnam, El club de los poetas muertos, El indomable Will Hunting, etc.), con grandes y sonoros fracasos (Popeye, El hombre bicentenario).
Lo que más me llamó la atención de la noticia fue la sensación, bastante extraña, de que en cierto modo perdía a alguien de la familia. Williams ha estado presente en prácticamente todas las etapas de mi infancia y juventud con películas cuyo impacto me resulta mayor, ahora que se siente más notoria la ausencia del intérprete. No sé la de veces que habré visto de pequeño Hook (1991), Señora Doubtfire (1993) o Jumanji (1994), siempre con ese rostro afable y simpático con el que conquistaba a toda audiencia infantil que se ponía ante él. Más discutible me parece, a tenor de lo que oigo y leo en los medios a raíz de su fallecimiento, el peso de su interpretación como el genio de la lámpara en Aladín (1992), ya que en este caso a España llegó principalmente la versión doblada al castellano, con el fenomenal Josema Yuste como genio.
Ya en una segunda etapa, y mientras Williams hacía engendros tipo Flubber y cosas así, me dediqué a explorar una filmografía muy interesante donde encontré rarezas como El Rey Pescador (1991) y sobre todo grandes películas donde el actor contenía un poco su vena histriónica para entregarse a papeles más dramáticos. En concreto, su interpretación del profesor Keating en El club de los poetas muertos (1989) ha sido siempre para mí una inspiración en mi carrera docente, aun siendo muy consciente de toda la carga de idealización que la maquinaria del cine suele aportar a este tipo de historias de superación y de lucha contra los convencionalismos educativos. Williams daba a aquel papel toda la dignidad, hondura y carisma que requería un personaje que era capaz de hacer superar cualquier crisis de fe vocacional con un solo visionado, y se convertía sin problemas en el centro gravitacional de una historia inolvidable.
Evidentemente que me seguí riendo con papeles cómicos como el que realizaba en Jaula de grillos (1996) o Desmontando a Harry (1996) donde daba vida a un actor desenfocado, pero sin duda me atrajeron más otras elecciones mucho más acertadas, como las de sus papeles en Más allá de los sueños (1998), Retratos de una obsesión (2002) e Insomnia (2002). En la primera, daba vida a un esposo que protagonizaba una odisea para rescatar a su mujer ni más ni menos que de un particular infierno, toda una experiencia visual donde Williams se contenía, para bien, y daba rienda suelta a una veta romántica que yo le creía imposible. En las dos últimas sacaba a la luz un lado oscuro aún más impensable, dando vida a sendos psicópatas que me pusieron la carne de gallina y me hicieron replantearme seriamente si aquel señor era el mismo al que había visto tantas veces hacer el ganso en cintas anteriores, pero que en cualquier caso me demostraron, una vez más, la versatilidad de un actor plagado de registros y de talento interpretativo.
Respecto a la única película por la que conoció la gloria del Oscar al mejor actor secundario, El indomable Will Hunting (1997), siempre he tendido a verla como una especie de secuela espiritual de El club de los poetas muertos. Aquí Williams interpreta a un psicólogo y, sin embargo, son sus charlas inspiradoras y catárticas con el personaje que interpreta Matt Damon las que comentan una historia que, sin él, perdería un anclaje principal como guía y educador. Es un papel tierno, cargado de sentimiento y no exento de humor (las confesiones maritales que hace en un momento de la cinta, fruto de la improvisación, hacen que incluso al cámara le tiemble la mano en uno de los chistes de Williams). Un éxito merecido que, junto a tantas otras películas, convierten a este actor en un clásico de la comedia reciente de Hollywood, y uno de esos que con su marcha nos hace sentir a todos un poco más tristes. Descanse en paz, oh, capitán, mi capitán.
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