lunes, 14 de julio de 2014

Cinefórum (40): El Reino de los Cielos


En 2005, Ridley Scott estrenó El Reino de los Cielos, un relato de corte épico ambientado en la época de las cruzadas. Subido por aquel entonces todavía en aquella fenomenal cresta de la ola provocada por el éxito incontestable de Gladiator (2000), Scott pensaba que el género de la espada y el honor  de corte realista aún tenía muchos coletazos que dar en el cine, y por ello apostó buena parte de su patrimonio y el de su propia productora, Scott Free, para darle nada menos que 130 millones de dólares (récord de su carrera) al presupuesto de la cinta.

La historia trata de las aventuras de un personaje histórico, Balian de Ibelin, un noble que sirvió a las órdenes del rey Balduino en la Jerusalén de finales del siglo XII. El guión de William Monahan se toma bastantes licencias, como la de situar al propio Balian (Orlando Bloom) como un humilde herrero en la Francia medieval, lugar al que acude su acaudalado padre (Liam Neeson) para hacerle saber su condición de único heredero (y de bastardo, al mismo tiempo). Las desgracias acumuladas hasta entonces hacen que Balian acepte el pasaje a Jerusalén como un viaje de expiación, una peregrinación espiritual con visita guiada al Gólgota donde poder enterrar el recuerdo de su malograda esposa.


A partir de ahí, el papel de Balian se torna decisivo en las luchas de poder en la corte del rey Balduino (un irreconocible Edward Norton), aquejado de una lepra muy avanzada. Las conspiraciones de los templarios, liderados por los malvados Guy de Lusignan y Raynald de Chatillon (genial Brendan Gleeson), pondrán en jaque la débil tregua con Saladino y harán temblar todos los cimientos de la cristiandad, asentada desde hacía décadas en la ciudad santa y a la que la invasión musulmana hace cuestionarse a todos su particular rol en ese mal llamado Reino de los Cielos.

Ridley Scott, que venía de tres sonoros éxitos de taquilla consecutivos (Gladiator, Hannibal y Black Hawk Down), sabía de la importancia de un reparto de garantías para dar vida a tantos y tan ambiciosos personajes. Mientras Monahan se dedicaba a las labores de escritura y su productora se encargaba del diseño de producción, vestuario y localizaciones (Marruecos y España, principalmente), él se dedicó a los fichajes. Los primeros en firmar fueron Liam Neeson y Jeremy Irons, que hace las veces de mentor de Balian durante su etapa en Jerusalén. Después se fueron uniendo más y más rostros conocidos, desde la siempre fascinante Eva Green como la hermana de Balduino al propio Edward Norton. Gleeson y Bloom fueron casi los últimos en llegar, entre otros motivos por las dificultades para encontrar a un protagonista que reuniera la juventud y, al mismo tiempo, solvencia necesarias para sostener una producción de semejante enjundia.

Mientras que sobre el excepcional reparto de secundarios no hay duda alguna, hay quien todavía se plantea (yo entre ellos) si la elección de Bloom se debió a su por entonces fenomenal estado de fama global (venía de rodar las trilogías de El Señor de los Anillos y estaba inmerso en la de los Piratas del Caribe), o al carisma que irradia como actor. Es evidente que otras opciones, como la de Russell Crowe o Hugh Jackman, parecían poco apropiadas por una simple cuestión de edad, pero qué duda cabe que tanto ellos como la larga decena de candidatos alternativos habría aportado más densidad a un personaje que, seamos francos, se pasa con cara de pasmarote buena parte de la cinta. Solo en las escenas con Sybilla (Green) y Balduino alcanza una cierta química, que se desvanece en cuanto toma la palabra para armar de ánimos a sus soldados o ha de llevar las riendas de una narración que, a mi juicio, le pesaba demasiado para su por entonces escaso bagaje (recordemos que en las sagas antes citadas él siempre era un perfecto secundario, mientras que el peso lo llevaban actorazos como Viggo Mortensen o Jonnhy Deep, entre otros). Si El Reino de los Cielos tiene una tacha de entrada, y de no poca importancia, es un actor principal al que aún le faltaban unos añitos para calzar adecuadamente el traje de caballero.

Lo cierto es que, salvando este detalle, la película mostraba unas virtudes de producción envidiables. El presupuesto se gastó sabiamente en extras y en efectos visuales puestos al servicio de la narración, como a la hora de recrear ciudades, paisajes y grandes secuencias de batalla. La espectacularidad iba de la mano, no obstante, de una enorme sensibilidad y cuidado a la hora de retratar a un imperio musulmán siempre en el ojo del huracán cuando de producciones americanas se trata. La idea clara de la cinta de lanzar un mensaje conciliador, de difuminar las barreras arquetípicas entre cristianos y musulmanes es muy de agradecer, por más que resulte completamente anacrónica y algo sangrante en el ya citado discurso de Balian a las gentes de Jerusalén (eso de que la ciudad es de todos y de ninguno al mismo tiempo le hubiera costado al buen señor algo más que una soterrada queja por parte del obispo, pero bueno...).

Uno de los aspectos que más me llamó la atención de la cinta cuando tuve ocasión de verla en el cine, al margen de su soberbio apartado audiovisual (la fotografía de John Mathieson es fabulosa, y la banda sonora de Harry Gregson Williams tiene temas magistrales), fue la sensación de que aquella historia estaba, de algún modo, esquilmada. Varias de sus secuencias me parecían incompletas, muchos de sus diálogos anunciaban más de lo que decían realmente, y solo a raíz de su publicación en Blu Ray (mi primera adquisición en dicho formato, si no recuerdo mal) puso una explicación racional a tanto desbarajuste. La crítica y el público habían visto una versión de la cinta, de más o menos dos horas y cuarto de duración, que poco tenía que ver con una versión del director que se va a las tres horas pero, a cambio, ofrece una historia mucho más compleja, con varias tramas eliminadas que aportan una mayor profundidad, interés y dramatismo a buena parte de una película que nos llegó demasiado recortada.

La edición especial de esta cinta, seguramente una de las pocas que voy a recomendar jamás en este cuaderno de bitácora, es todo un ejemplo de cómo editar una película para formato doméstico. Al margen de todo el cuidado que se ha puesto en los contenidos adicionales, la edición de la película supera, con creces, lo visto en las salas de cine. Ya no es solo que haya tramas enteras que antes no aparecían, como la que tiene que ver con el hijo de Sybila y que da sentido al personaje de Eva Green o al de Guy de Lusignac, sino que prácticamente en casi todas las escenas hay diálogos ampliados, secuencias añadidas y un sentido mayor de la coherencia y la cohesión. Así, podemos apreciar mucho mejor el drama en el que vive inmerso Balian en su particular infierno en Francia, o el modo en que ayuda a reconstruir Ibelin para dotarla del esplendor perdido; apreciamos más diálogos con Tiberias (Irons) o los hombres de Godfred, el padre de Balian, así como más duración en algunas secuencias determinantes, como la que tiene que ver con el desenlace de la trama del  rey Balduino.

El Reino de los Cielos, en esta versión, es una película netamente superior, si bien incurre en algunos defectos de forma y de fondo, como el detonante de la guerra definitiva contra los musulmanes, que pueden parecer demasiado forzados para engrandecer a los protagonistas y hacer descender a los infiernos (y nunca mejor dicho) a determinados responsables de la cristiandad. Lo que sí se mantiene, en cualquier caso, es la belleza de todas y cada una de las localizaciones, desde los imponentes castillos medievales (que toman el referente del castillo de Loarre, entre otros) a unas panorámicas que son dignas de admiración, y que junto al excelente apartado de vestuario logran recrear como nunca antes se había visto una época demasiado dada a la idealización fácil.


Evidentemente, esta cinta no oculta su origen comercial, lleno de concesiones que harán retorcerse en la butaca al historiador menos exigente, pero no creo que Scott tuviera en mente rodar un documental, sino una cinta que retomara el antiguo sabor de aquellas películas medievales del cine clásico con un toque más contemporáneo, realista en el tratamiento visual y con mayores valores de producción para hacerlo todo más creíble. En este sentido, no creo que ningún espectador aficionado al género quede decepcionado, tanto por la calidad del producto como de todos y cada uno de los integrantes del elenco. Con el tiempo, hasta el bueno de Orlando Bloom se crece en el papel y termina la película bastante mejor de lo que la empieza, algo que vistas las primeras escenas parecía difícil de creer.

Lejos, por otro lado, de las cotas alcanzadas por aquellas obras maestras llamadas Alien y Blade Runner, Scott pone siempre el foco en el corazón de sus personajes, si bien en ocasiones anda más acertado que en otras. Es evidente que en comparación con aquellos clásicos de la ciencia ficción y, en menor medida, de las cotas de Gladiator, El Reino de los Cielos podría parecer hasta cine menor. Nada más lejos de la realidad: esta cinta reúne las suficientes virtudes, en especial en su versión extendida, como para hacer palidecer a todas y cada una de las producciones de corte medieval hechas en las dos últimas décadas. Es una película espectacular e íntima cuando la ocasión lo requiere, que trata desde grandes conflictos internacionales con espectaculares batallas a pequeñas miserias personales con igual acierto; su excelente fotografía nos retrotrae a las Cruzadas como pocas han conseguido hasta la fecha, y cuenta con una trama con el suficiente interés como para querer saber siempre qué va a suceder a continuación.

Casi diez años después de su estreno, El Reino de los Cielos sigue conservando un encanto especial, con unos personajes que se debaten entre el poder y el querer desde los fríos bosques europeos hasta las desérticas llanuras de Tierra Santa; una odisea rodada en tres países, cuatro idiomas diferentes y el único objetivo de plantear un tema para la reflexión, la posibilidad del entendimiento y la paz en medio de una barbarie donde quien más quien menos resolvía las dudas a golpe de espada y después preguntaba al decapitado. La escena final (atención, spoiler), en la que un agotado Balian se identifica como un simple herrero ante el arrogante Ricardo Corazón de León, dispuesto de nuevo a retomar Jerusalén como si nada, es toda una declaración de intenciones de un director que, por desgracia, desde aquella aventura épica no nos ha dejado demasiadas muestras para la esperanza en los últimos años.


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