No sé si a ustedes les habrá pasado alguna vez al llegar estos últimos coletazos del verano que se sienten como en un domingo por la tarde, pero a escala suprema. Del mismo modo que de pequeños abrazábamos la llegada de los calores veraniegos con el júbilo por la tan ansiada libertad, esa misma celebración se convertía en funeral al darnos cuenta de que las hojas del calendario habían caído hasta llegar a ese infausto 31 de agosto, ese apenas suspiro antes del fin del encantamiento.
La tan temida vuelta al cole, como llevan pregonando desde todos los puntos de venta posibles las diferentes superficies comerciales para horror y desesperación de los bolsillos de no pocos padres, marca en efecto para muchos de nosotros un auténtico comienzo. Tan es así que cuando llegan las fechas navideñas y empiezan a hacerse repasos del año y toda clase de hitos, a cual más superfluo y poco duradero, muchos nos llegamos a preguntar si realmente el año ha terminado o, antes al contrario, está solo en su primer trimestre.
No piensen que me tira la deformación profesional, que no solo me refiero a docentes y alumnos: incluso aquellos ajenos al sistema escolar todavía siguen considerando el verano como el parón oficial, a la vuelta del cual todo vuelve a esa normalidad laboral y de obligaciones que con tanto entusiasmo solemos acoger por estas latitudes. Siguiendo con la metáfora del principio, agosto es al domingo lo que septiembre al lunes, y de ahí las ganas arrolladoras con las que uno veía hoy al personal regresar, maletas en mano y pensamiento volador en esa hora fatídica del despertador a primera hora del día siguiente.
Cuando éramos más jóvenes, el verano siempre se ofrecía como una época de márgenes ilimitados para explorar hasta las más recónditas facetas del ocio y desenfreno. Aunque luego se nos pasara volando, por lo general teníamos tiempo hasta de aburrirnos, hasta de esperar con ciertas ganas que volviera el colegio o el instituto para el tan esperado reencuentro con todos nuestros amigos. Sin embargo, ahora que ya muchos peinamos canas (y eso con algo de suerte), los días de verano se valoran como si fueran de oro puro, y el retorno a las tareas cotidianas es un auténtico fastidio, entre otras cosas porque en la mayor parte de los casos los compañeros de trabajo tienen bastante que envidiar a aquella panda de amigos que hacía nuestras horas más felices.
Para mí el verano ha representado en estos últimos años por encima de todo una necesidad casi cercana al metabolismo: la regeneración. El final de curso suele conllevar siempre más cansancio del que muchos queremos reconocer y el parón estival no sirve únicamente para reponer el sueño perdido o las fuerzas, sino para vaciarse del estrés, de las tensiones, o por lo menos para tomar distancia de todas aquellas situaciones que se han ido acumulando a lo largo de los meses y para muchas de las cuales no hay una solución. Si se consigue ese objetivo tan ambicioso de desconectar de verdad, de perder de vista todo aquello que nos generaba la menor alteración, la regeneración no solo es posible: está asegurada. Da igual que sea disfrutando de la playa más concurrida o de la cumbre más aislada, todos tenemos un lugar en el que perdernos y al que nos gusta acudir en caso de necesidad, un espacio donde podemos vaciarnos para dar cabida a lo que el nuevo curso nos depara.
En definitiva, la vuelta al cole no es únicamente para los locos de menos de metro y medio: lo es también para el curso político, para el laboral en buena parte de las empresas públicas y privadas del país y, en definitiva, para toda una sociedad que, mucho más que en enero, es ahora cuando se despereza y retorna a sus tareas habituales. Que lo haga regenerada debidamente o no ya es otra cuestión, claro, así que esperemos que la mayoría formen parte del primer grupo, por la cuenta que nos trae a todos.
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