lunes, 10 de septiembre de 2012

El cuento de la lechera y el casino



Para todos aquellos que pensaban que este país solo sabía preocuparse de cifras económicas, primas de riesgo y subidas y bajadas de la bolsa, y que no había un plan de renovación por parte de nuestros gobernantes que nos llevara a los altares de la modernidad, quédense tranquilos. Después del pinchazo de la burbuja inmobiliaria, y con la ayuda de un par de empresarios nacionales e internacionales de más que dudoso pasado, ya tenemos una solución para convertir este país en lo que, en el fondo, siempre ha sido a ojos extranjeros: un gigantesco parque temático.

Así es. Tanto Eurovegas, la gigantesca ciudad-casino proyectada para plantar sus cimientos en la capital del país, como Barcelona World en la ciudad condal, están hoy en día en boca de autoridades de diferente signo político con una idéntica retórica populista que viene a decir, más o menos, que con un poquito de dinero público (sic), una barbaridad inyectada por estos empresarios (que más que eso son filántropos, me atrevería a decir) y una pizca de ilusión, llegará el becerro de oro y nos cegará con sus lingotes: cientos de miles de puestos de trabajos directos e indirectos, renombre y resonancia internacional y, sobre todo, miles de millones de euros en concepto de beneficios ante la avalancha de turistas adinerados que vendrán por estos lares, deslumbrados igual que nosotros ante tanta maravilla, pero con más posibles en sus bolsillos.

Para alguien que ha tenido la oportunidad de ver a pleno rendimiento Las Vegas, la repugnancia moral que me inspiran estos proyectos patrios no conoce límites. Tras haber comprobado de primera mano los mecanismos de la fuente de inspiración de todas estas majaderías, esa suerte de agujero negro que todo lo devora y especialmente a las personas, (con esa gente que primero es cliente de casinos y después camarero de los mismos, a los que con su sueldo paga sus deudas de juego), toda esta sarta de memeces acerca de la grandeza de las inversiones en áreas temáticas, campos de golf, hoteles, zonas de juego y, digámoslo claramente, burdeles, es algo que logra sorprender, y para mal, en estos tiempos donde ya apenas creíamos que había margen para la sorpresa.

Camareros, bailarinas, crupieres, prostitutas... ¿Es este el tipo de empleos que queremos construir para la gente de este país,  para impedir la fuga de talentos o para combatir ese espantoso 50% de paro juvenil? ¿Es este el país en el que queremos vivir, tras evolucionar hacia el casino y lupanar europeo como ya somos su playa de botellón estival? Nuestras autoridades ya han dejado claro que cambiarán "lo que haya que cambiar" de leyes tan necesarias como las del tabaco, así que poco podemos esperar de otras relativas al alcohol y las drogas. Es cuestión de tiempo y de dinero, obviamente.

En cualquier caso, el hecho de que esas mismas personas que nos sermonean día tras día en aras de la austeridad y el ahorro nos salgan ahora con esta megalomanía lúdico festiva, con las pupilas decoloradas con el símbolo del dólar, no solo me parece una contradicción estratosférica sino una aberración de primera categoría, por la que deberían ser inmediatamente desautorizados en sus cargos.

No obstante, lo peor y más lamentable de todo es que este país, que de circo y pandereta sabe un rato, no solo aceptará estas propuestas con los brazos abiertos y verá con indiferencia cómo sus bancos invierten alegremente lo poco que queda de sus ahorros en semejante despropósito, sino que encima hará juego como el que más, apostándolo todo y perdiendo hasta la poca dignidad que le queda, cegado como estará, si es que no lo está ya, por este vergonzante cuento de la lechera y el casino que hace aún más dolorosa la bancarrota moral, política y económica de este país.

La última noche que estuve en Las Vegas, la persona que conocía de allí me comentó que entre mucha gente circula un dicho según el cual, por muchas luces de neón y muchas bombillas que haya, por mucho que de noche resulte un espectáculo sencillamente asombroso y que incluso se pueda ver la ciudad desde el espacio dado su esplendor, no cambia para nada el hecho de que el horizonte, tanto de esa ciudad como de las que están por venir, siga siendo igual de negro que esa noche que pretende maquillar con su estéril brillo. 

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