martes, 28 de agosto de 2012

La última frontera


Puede que hoy en día la juventud tenga como ideal de máximo logro en la vida aparecer en un bochornoso programa de televisión a destripar al personal y ser destripado en justa correspondencia, pero hace varias generaciones el sueño de todo infante al que se le preguntara por sus intenciones laborales miraba de manera inevitable hacia el cielo y señalaba un punto indefinido para después proclamar, ufano, que quería ser astronauta.

Eran otros tiempos, qué duda cabe. Eran tiempos donde las maniobras espaciales de los dos colosos de entonces, Estados Unidos y la URSS, servían como cortina de humo a unas políticas de dudoso corte imperialista que a punto estuvieron de provocar una tercera, y quién sabe si definitiva, Guerra Mundial. Pero también eran los tiempos en que los escritores y cineastas se daban la mano para crear maravillas como 2001: una odisea del espacio y hacer soñar, así, a todos aquellos que en 1969 asistieron aún más atónitos al aterrizaje en la luna de Neil Armstrong y la tripulación del Apolo 11

Dicen todos aquellos que vivieron aquel momento, narrado en España por televisión Jesús Hermida y su interminable verborrea, que hubo un antes y un después de aquello. Sí, se sabía que la carrera espacial tenía como uno de sus muchos objetivos alcanzar la superficie lunar, pero en el fondo a todos les parecía tan hiperbólico como que el hombre pudiera volar o viajar en el tiempo. Desde los principios de la humanidad llegar a la luna ha sido sinónimo de lo imposible. Desde los hombres de las cavernas, pasando por filósofos, artistas y científicos, todos han querido siempre conocer cómo se percibe la realidad desde otra perspectiva, desde ahí arriba. Está en nuestra naturaleza marcarnos metas inalcanzables con la excepción de que, en el caso de la luna, ella siempre ha estado presente, al alcance de la vista, como si de algún modo nos recordara nuestra condición humana a cada paso de nuestro camino vital, a veces triste o risueña según sus propios ciclos.

Por todo ello, aquel aterrizaje modificó esa cosmovisión milenaria de una manera irremediable. Una cosa bien distinta era proyectar en la realidad los sueños de Julio Verne con los submarinos, que en el momento de su escritura eran igualmente impensables, y otra muy distinta hacerlo con los viajes espaciales con la luna como punto de destino. Si lo imposible de pronto se tornaba improbable, o simple y llanamente una cuestión de tiempo hasta que la tecnología lo hiciera posible, entonces aquel hecho abría las puertas a lo desconocido, a la fantasía, a lo fascinante. Posiblemente no se haya producido otro hecho semejante en toda la historia del hombre, quizá con la excepción del descubrimiento de América, que haya removido los cimientos de la conciencia colectiva como hicieron aquellas imágenes desde el espacio exterior, presenciadas en vivo y en directo desde todos los puntos del planeta.

Con el paso del tiempo, y en medio de muy lamentables teorías conspiratorias acerca de la veracidad de las imágenes tomadas por Armstrong y Aldrin en su viaje, el horizonte de la luna se nos fue quedando pequeño, y una vez comprobado que allí no había nada más que roca y silencio, se fijaron nuevas metas que fueron aún más allá, a Marte e incluso a límites aún más recónditos fuera de nuestra propia galaxia. El desarrollo de la tecnología propició telescopios de cada vez mayor potencia y calidad, de modo que las imágenes que se iban emitiendo desde la NASA y otros centros que trataban de seguir su estela seguían dejando sorprendidos a propios y extraños.

Sin embargo, desde hace ya demasiado, esto de los viajes espaciales ha perdido mucha de la fuerza que un día tuvo. Ahora mismo el hecho de que haya naves, satélites e incluso estaciones espaciales orbitando a nuestro alrededor nos resulta tan familiar como los tendidos eléctricos. Ver imágenes de los despegues espaciales desde Cabo Cañaveral ya produce más sopor que nerviosismo, por mucho que en su momento hubiera quien contenía la respiración. Tanto es así que hay quien incluso frivoliza con la idea del turismo espacial o quien, como Tom Cruise, se permite el lujo de comprarse un par de fincas en la luna por si acaso algún día la Tierra se queda sin recursos.

Leyendo estos días acerca de la muerte de Armtrong, que ha coincidido en un 2012 en el que el transbordador Discovery ha realizado su última misión oficial y, más importante aún, con un exitoso aterrizaje en Marte que nos está proporcionando imágenes de incalculable valor y belleza, me llamaron la atención unas declaraciones del llamado "mayor héroe americano" (al que hasta hace dos días ya muy pocos recordaban, me temo), donde afirmaba que, lejos de lo que se piensa, lo que más le llamó la atención nada más poner el pie sobre la luna no fue la ausencia de gravedad o el terreno que pisaba, y ni siquiera el paisaje vacío y yermo que se extendía ante él: fue la Tierra. Tantos años de desarrollo e investigación, tantos kilómetros recorridos y tanto empeño solo habían servido para que el genial astronauta se quedara absorto, embobado, con aquella esfera que contenía miles de millones de formas de vida bajo aquella capa de agua y nubes. Armstrong la fotografió desde todos los ángulos posibles, incapaz de apartar su mirada de ella, y aún en el despegue que le llevaría de nuevo a su hogar, con las pulsaciones por encima de 150 y un 50% de posibilidades de quedarse allí abandonados a su suerte, el hombre que dio aquel salto por la humanidad no pudo dejar de contemplar aquella frontera rebosante de vida que, hasta que nuevos descubrimientos confirmen lo contrario, sigue siendo la primera y la última para todos los que vivimos en ella.


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