martes, 21 de agosto de 2012

Cinefórum (21): El legado de Bourne



Cuentan que un buen día el guionista Tony Gilroy se plantó delante de los productores de la saga de James Bond, los Broccoli, y trató de convencerlos de que tenía una idea que podía renovar una franquicia que, por aquel entonces, estaba a punto de mandar al pobre Pierce Brosnan a hacer parapente  en un glaciar y a perseguir coches invisibles por palacios de cristal (Muere otro día, 2002). Gilroy trató de persuadirlos, sin éxito alguno, de que a pesar de todas las barbaridades de las últimas y bochornosas cintas, aquella franquicia tenía el potencial de reinventarse en el siglo XXI siempre y cuando se produjeran los cambios necesarios en pos de un mayor realismo, pero la negativa que recibió fue tan sonora como arrogante: "Nosotros ya tenemos una fórmula que funciona sin necesidad de cambio alguno, señor Gilroy. Y nos va muy bien".

Aquel intento cayó en el olvido, pero no así el empeño de Gilroy que, tras devorar una saga literaria que Robert Ludlum escribió al calor del éxito del propio Bond, decidió que las novelas de Jason Bourne bien merecían el intento que los Broccoli no le habían querido dar. Aquella historia sobre el asesino amnésico que debía descubrir la verdad sobre su pasado tenían tanto o más potencial que las historias del avejentado 007, de modo que encontró productor (Frank Marshall, un habitual de Spielberg), director (Doug Liman) y luz verde para el proyecto. Y a pesar de que solo pudieron contratar al emergente Matt Damon para el papel principal y de que todo hacía pensar en un sonoro fracaso de taquilla, El caso Bourne fue uno de los mayores éxitos de 2002 y toda una bocanada de aire fresco para el género.

Aquella cinta lanzó al estrellato a Damon y, sobre todo, demostró que Gilroy tenía razón: era posible hacer una película de espías y acción con un guión sin tópicos manoseados ni villanos de pelajes estrafalarios, con un protagonista creíble a pesar de las proezas físicas que exigía un guión hábil, inteligente y dinámico. La solvencia de actores como Brian Cox, Chris Cooper, Owen Wilson y Franka Potente, más la estupenda banda sonora de John Powell hicieron el resto. Con su final abierto y sus muchas posibilidades, El caso Bourne estaba pidiendo a gritos que se le diera más profundidad a la trama y a los personajes, y su éxito convenció a todos para repetir papel salvo al director, Liman, que prefirió permanecer en labores de producción. Había, pues, que buscar un recambio de garantías.

Paul Greengrass, que se había hecho famoso por su interpretación del conflicto irlandés en Sunday Bloody Sunday y, sobre todo, por su escalofriante visión de los atentados del 11-S en United 93, fue el elegido para dirigir las secuelas (El mito de Bourne (2004) y El ultimátum de Bourne (2007)), con unos resultados aún mejores. Poco importó la escasísima fidelidad a las novelas de Ludlum: la trilogía de Bourne fue la confirmación definitiva de que la combinación de intriga policial de altos vuelos y acción solvente sí convencían al público, y tanto fue así que la propia saga Bond no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia y plagiar descaradamente esa fórmula (Casino Royale (2006) y Quantum of Solace (2008)), con desiguales resultados.

El éxito de la franquicia invitó a sus productores a pensar en más secuelas, a pesar de que la trilogía parecía haber quedado bien cerrada con la tercera parte. Sin embargo, quizá por el miedo a caer en la redundancia o a que un menor nivel de calidad desmereciera los logros obtenidos anteriormente, tanto Greengrass como Damon se apearon del proyecto de la cuarta entrega, aunque mantuvieron su estrecha colaboración (Distrito Protegido (2010)). Solo Gilroy permaneció en todo momento, como siempre, convencido de que aquella franquicia podría sobrevivir incluso sin su actor principal.

No debió resultar sencillo sobreponerse a tanta fuga de talento. Sin embargo, Marshall y Gilroy mantuvieron el tipo y optaron por un plan B: Gilroy sería el director y guionista encargado de narrar una historia que ampliara la trama de los programas de creación de espías, una trama que ahora estaría menos centrada en fantasmas personales y más en las intrigas de la CIA, donde también había bastante tela que cortar. Además de mantener a los secundarios de lujo de la saga para mantener la coherencia de la historia (Joan Allen, David Strathairn, Albert Finney), se hicieron con un reparto de campanillas capitaneado por Jeremy Renner, que desde que despuntó en la excelente En tierra hostil no deja de sumarse a sagas de éxito (Los Vengadores, Misión: Imposible, etc.) Además de eso, ni más ni menos que Rachel Weisz se subió a bordo como una científica del programa de creación de súper espías, así como Edward Norton, en un oscuro papel de controlador de programas de la CIA.

La película cuenta la historia de Aaron Cross, un agente del programa Outcome que se encuentra en pleno proceso de entrenamiento en Alaska, y que se ve sorprendido por las consecuencias derivadas de las acciones de Jason Bourne en la tercera película (las tramas corren paralelas y están estrechamente conectadas). Los responsables del programa deciden cancelarlo ante la amenaza de que Bourne y su proyección mediática dejen al descubierto sus planes, de modo que la vida de los agentes implicados y de todo el personal científico responsable se ve de pronto en jaque. Únicamente Cross y la doctora que interpreta Weisz logran sobrevivir, y deberán iniciar una frenética huida en equipo que los lleva a cruzar medio mundo.

Tras una ardua producción y un estreno plagado de cejas escépticas,  la cinta ha sido recibida con frialdad por un público y una crítica que no entienden que la franquicia pueda seguir sin Damon, y que han cuestionado abiertamente las supuestas aportaciones de este episodio a la saga. Por mi parte, creo sinceramente que las apariencias engañan con El legado de Bourne. La historia contiene los elementos que hicieron grande a la saga (una trama enrevesada pero no imposible de seguir, escenas espectaculares y creíbles de acción, química entre los protagonistas, localizaciones variadas y exóticas, una buena persecución y, sobre todo, un actor principal a la altura del reto). Así es: por mucho que admire la labor de Damon en la trilogía precedente, creo sinceramente que Renner es más que solvente para el papel que realiza aquí, y que su personaje no ha hecho más que apuntar lo mucho y bien que puede crecer en capítulos siguientes que espero y deseo se sigan realizando.

Para todos aquellos que creen que esta historia no aporta nada, y sin ánimo de revelar secretos de la trama, creo que no hay más que escuchar atentamente los muchos y buenos diálogos entre Renner y Weisz para darse cuenta de que aún quedan muchos enigmas por resolver, además de que aquí se dan pistas muy bien traídas de cómo es posible que estos agentes sean capaces de proezas como las que hacen cada dos por tres. Y si todavía hay quien dude de la capacidad de Gilroy como director, que le eche un vistazo a la excelente Michael Clayton, que también es suya, y luego hablamos. Yo, desde luego, agradezco la mayor pausa de Gilroy en la elaboración de los planos, porque Greengrass y su mareante cámara terminaron por volverme loco en las anteriores secuelas. Eso de que cada plano dure de media tres segundos puede volver esquizofrénico a cualquiera, y eso aquí por suerte solo amenaza en la secuencia de la persecución en moto. El resto, por suerte, está exento de turbulencias. Lo que sí echo en falta es al compositor anterior, John Powell, por mucho que James Newton Howard haga lo posible por mantener el tipo y no necesite, a estas alturas de su carrera, tener que demostrar que está capacitado para el reto. No obstante, temo que le falta la garra de Powell para las escenas de acción y que los mejores acordes son los tomados del anterior score.

En cualquier caso, El legado de Bourne deja un buen sabor de boca en el aficionado a la saga porque la historia es fiel a los principios de la franquicia y, sobre todo, porque es realmente entretenida y variada. Desde los paisajes nevados de Alaska (ojo a la escena del lobo) hasta la persecución en Manila, Gilroy se ha tomado muy en serio que ahora sí o sí es el principal responsable y no ha querido dejar más cabos sueltos que los de ese final que pide a gritos una continuación. Y, además, hay dos detalles que para mí sitúan esta cuarta entrega al mismo nivel que las anteriores, como poco: en la trilogía suele haber siempre un momento en que la verosimilitud se tambalea un poco, como la caída de Bourne de varios pisos sobre el cuerpo de un rival en la primera entrega, o aquella escena de El ultimátum de Bourne en Tánger en la que Matt Damon atraviesa de un salto una calle, rompe un cristal y va a dar contra el malvado asesino. Eso en El legado de Bourne no ocurre. Por ejemplo, aquí hay una escena en la que Renner trepa, sin trampa ni cartón, por la parte de atrás de una casa para entrar por una ventana y, sin apenas tiempo para calcular nada, dar a su objetivo de un disparo en la frente, todo ello en la misma toma. Tan impresionante como, al mismo tiempo, creíble dentro de los parámetros de la historia.

Otra diferencia importante que veo entre esta entrega y las anteriores es que, por fin, el papel de la pareja del protagonista va más allá de la princesita en apuros. Entiendo que en una película de espías toda trama romántica corre el riesgo de ser un problema para el desarrollo de la historia principal. Así, por ejemplo, al personaje de Franka Potente se lo tuvieron que quitar literalmente de encima en la secuela porque era un lastre para la trama, y otro tanto le ocurrió a la pobre Julia Stiles, que en la tercera parte estaba metida con un calzador de los buenos y su salida de escena era imperdonable. Aquí, sin embargo, el personaje de Weisz está inmensamente más justificado en la trama y, además de que es una actriz de primera categoría y crea un personaje muy intenso, revela al final un carácter luchador que al mismo tiempo da una nueva dimensión al protagonista. Renner, que no es un lobo solitario como sí lo era Damon, forma con Weisz un estupendo equipo donde cada parte resulta necesaria para el buen devenir de la trama. A diferencia de Bourne, que a ratos parece inmortal e invencible, Cross es un personaje que sangra, sufre y se desmaya, y que necesita la ayuda de los demás para sobrevivir. Esto no solo humaniza al personaje, lo cual es de agradecer, sino que permite a los de su alrededor tener un mayor protagonismo.

Pero al margen de todo esto, hay un motivo que para mí justifica la ausencia de Damon y no la hace en ningún momento dolorosa: el personaje de Bourne ya había sido explotado al máximo, y realmente no tenía mucho sentido que siguiera envuelto en estos asuntos. Para mí la necesidad de encontrar un reemplazo ha dado la oportunidad a la franquicia de respirar con el buen hacer de Aaron Cross, que además no tiene problemas con su memoria ni falta que le hace: es un agente en pleno uso de sus facultades, y bien que lo demuestra cada vez que tiene ocasión. Si alguien tiene dudas de si Renner reparte estopa igual que Damon, que se pase por taquilla y saque sus conclusiones, pero mucho me temo que escenas como la del tejado en Manila, el laboratorio de la fábrica o la citada de la casa del campo son capaces de convencer a cualquiera. Y que conste que si Renner tiene que demostrar ahora su valía como referente principal de la franquicia, no olvidemos que otro tanto tuvo que hacer Damon en su momento, hace ahora diez años, cuando no era la estrella que es ahora gracias, principalmente, a Bourne.

Digo todo esto porque aunque soy un gran defensor de la trilogía de Bourne, también me parece que no estaba exenta de errores, y creo que El legado de Bourne está siendo masacrada por una crítica que en el fondo no va más allá de si Matt Damon es más guapo o carismático que Renner, o que si Greengrass es mejor director que Gilroy. Seguramente sea así, pero el verdadero artífice de la saga no es Damon, se ponga como se ponga el personal, y mucho menos Greengrass: se llama Tony Gilroy, y sus guiones han puesto en tela de juicio al antes todopoderoso Bond, James Bond. Qué inmenso error cometen los que ven esta película como una competidora de Bourne, cuando en realidad no es más que una ampliación de la saga, hecha por y para los fans que pedían a gritos dicha continuación. Qué injusto, pues, que se comparen los méritos de una sola película con los de toda una trilogía y que, en el colmo de los colmos, no se comprenda que aquí el único competidor es el que dentro de nada estrena nueva película de espías (¿han visto el trailer de Skyfall? Por favor, no se pierdan el pelo de Bardem, que es para denunciarlo ante el Santo Oficio). 

En resumen a todo lo dicho, Aaron Cross no es Jason Bourne, ni falta que le hace. Y que siga así por muchos años, siempre y cuando haya un buen escritor detrás de los guiones y unos productores interesados en dar un producto de calidad a un público que, mucho me temo, ya no sabe ni lo que quiere.

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