martes, 8 de diciembre de 2009

Top 1: The legend of Zelda: Ocarina of Time



Finalmente, y tras cinco largos años de programación, en 1998 vio la luz para la consola Nintendo 64 el que es considerado como mejor juego de la historia para la mayoría de críticos de los videojuegos (y para un servidor, dicho sea de paso): The legend of Zelda: Ocarina of Time.


Tal y como habian hecho sus predecesoras en anteriores plataformas, esta entrega de Zelda nos ponía en la piel de un guerrero que debía rescatar a la princesa de turno en apuros, una excusa perfecta para recorrer y explorar un universo de una variedad tan sorprendente como hermosa, que incluía bosques, praderas, lagos, desiertos, cavernas, volcanes, aldeas, ciudades y castillos, amén de las ya clásicas mazmorras que en esta ocasión tenían estructuras tan variadas como templos, árboles o incluso el interior de un gigantesco pez.


Esta aventura se alejaba de las plataformas, territorio exclusivo de Super Mario y sus champiñones, para envolver al jugador en un universo de puzzles, exploración y combates sabiamente dosificados, con una física realista y unos gráficos que demostraron por qué N64 fue la mejor consola de los años 90: kilómetros de paisaje en movimiento, efectos de agua, lava, lluvia o nieve de un realismo asombroso, esquirlas de espadas saltando por los aires en pleno combate, monumentales entornos interactivos plagados de texturas, una música soberbia que acompañaba perfectamente el desarrollo del juego y unos personajes carismáticos que protagonizaban una historia narrada de un modo ejemplar.


A pesar de mantener algunos elementos comunes a la saga, la diferencia de Ocarina of Time respecto de las anteriores entregas fue un salto a las 3-D tan natural que parecía que en realidad el universo de Link siempre había debido ser visto de ese modo, y pulverizó cualquier recuerdo previo para establecer unos sólidos cimientos en los que se asentaría toda una industria durante décadas siguientes.

Las razones para considerar a Ocarina of Time la cumbre de los videojuegos no se basan únicamente en aspectos técnicos, aunque de entrada resultaron los más llamativos para captar la atención del gran público de entonces. En todos los sentidos, y poniendo el asunto en perspectiva histórica, la nueva entrega de la saga del elfo creado por Miyamoto era sencillamente colosal. Por aquel entonces jamás se había visto nada parecido en cuanto a gráficos, música, sonido, profundidad y jugabilidad, apartados en los que el juego recibió las máximas puntuaciones en todas las revistas del sector. Pero OT iba mucho más allá de sus propios logros tecnológicos, y del mismo modo que su historia trascendía las barreras del tiempo y del espacio, este videojuego lograba atrapar al jugador en una vorágine épica, dramática e incluso cómica por momentos, donde por encima de todo destacaban los instantes en que uno tenía que dejar el mando y frotarse los ojos para comprobar que lo que tenía ante él era, en efecto, nada más y nada menos que un juego.


Ocarina of Time era capaz de hacer sentir al jugador como parte integrante de un fantástico mundo cambiante donde las noches sucedían a los días, la influencia del mal impregnaba el paisaje y cuya única esperanza residía en nuestras heroicas acciones. Y a los ocho templos y al gigantesco reino central que conformaba el núcleo central del juego, unía decenas de misiones secundarias que no hacían sino ampliar la vida de un cartucho que en aquel lejano 1998 parecía tan infinito como absorbente. Por su parte, la aventura era capaz de lidiar con temas tan espinosos como los saltos en el tiempo mientras mostraba a un protagonista en evolución, que maduraba conforme avanzaba la aventura y pasaba de niño a adulto, ampliando además una gama de recursos y armas inagotable: espadas, escudos, arcos, bombas, boomerangs, objetos mágicos, hechizos, máscaras… Y lo mejor es que su control resultaba tan intuitivo como sencillo, incluso para aquellos menos expertos en estas lides.

Ocarina of Time era tan inmenso porque inicialmente no fue concebido para un cartucho de 96 megabytes, que era el soporte de la N64. El fracaso del 64DD, un adaptador de expansión que podría proporcionar a los usuarios vídeos generados por ordenador como los de la competidora Sony, motivó la cancelación del proyecto de Zelda para esta plataforma, y obligó a los programadores a eliminar cuatro gigantescos templos del desarrollo original para que el juego cupiera en un cartucho estándar. Todo este material sobrante, así como una subtrama centrada en máscaras capaces de convertir a Link en las diferentes criaturas del mundo de Hyrule (los acuáticos Zora, los cavernosos Goron y los Kokiri, duendes del bosque), dieron como resultado una fantástica secuela titulada Majora’s Mask (2000). Sólo de pensar que las más de 30 horas de ese juego iban a formar parte de su colosal predecesor, a uno le entran ganas de echarse a llorar.

No obstante, la alargada sombra de Ocarina of Time no termina aquí, o en las grandes secuelas de la saga que, literalmente, la han copiado sin éxito (The wind waker y Twhilight Princess (Gamecube, Wii). La herencia de este lanzamiento en los juegos posteriores es incalculable, desde el sistema Z-targeting, que permitía al jugador fijar un objetivo y pivotar en torno a él sin perderlo de vista, pasando por el salto automático, la asignación de diferentes objetos a los botones secundarios para un más rápido acceso, el control del juego a caballo o el cambio a vista subjetiva en las misiones con arco, han sido centenares de juegos los que han copiado de una forma descarada todos estos recursos (el genial Shadow of The Colossus de PS2 es sólo un ejemplo, quizá de los más ilustres y evidentes, fuera de la propia saga de Link, pero también están Kingdom Hearts (1-5), Assasin's Creed (1 y 2), Metroid Prime (1, 2 y 3) y prácticamente todos los action RPG de 1998 hasta hoy).

Para los jugones más selectos, OT es una fuente inagotable de momentos épicos, pero también de secuencias de entrañable ternura o belleza visual. La experiencia de montar a caballo por las inmensas praderas del reino de Hyrule resulta difícil de describir, así como la furiosa explosión de las rayos durante la tormenta o los enfrentamientos con unos enemigos finales apabullantes (el furioso dragón de las entrañas del volcán, el jinete fantasma de los cuadros dimensionales, el Link oscuro en la sala de las ilusiones, el tamborilero espectral o el monumental Ganondorf, por poner sólo unos ejemplos). Por otro lado, detenerse a contemplar el ocaso en la cumbre de una montaña, admirarse del vuelo de los insectos entre los haces de luz del bosque o contener la respiración mientras una cascada detiene su curso ante la música de nuestra ocarina eran sólo comparables a la curiosidad por explorar un mundo plagado de razas y personajes de una expresividad inédita hasta la fecha. Este juego no sólo rompía moldes técnicos o jugables, sino que insertaba al jugador en una experiencia audiovisual como nunca antes se había visto.

La madurez mostrada en un proyecto que, no lo olvidemos, suponía una primera incursión en el reino de las 3-D es uno de los hechos más inexplicables de la historia del sector. Todo en este juego encaja a la perfección, todo resulta apropiado, divertido, interesante, desafiante para un jugador que cuando alcanza el clímax final, con el triple enfrentamiento de Ganon y un castillo que, literalmente, se viene abajo, es y será recordado siempre como uno de los momentos cumbres de la historia los videojuegos. Jamás finalizar un juego inspiró tanta satisfacción como pesar, porque jamás se ha visto antes o después una explosión de calidad tan apabullante en todos los sentidos.


Zelda: Ocarina of Time supone, junto con Mario 64, un punto y aparte en la evolución del entretenimiento digital. Todo lo que viene después es herencia, más o menos directa, de los avances de ambos títulos, auténticas piedras fundacionales que han pasado por derecho propio a figurar entre los favoritos del público y que son reeditados hasta la saciedad en nuevas plataformas o diferentes versiones por parte de unos creadores incapaces de superarse a sí mismos. Ellos son el Quijote y el Hamlet del arte digital, las joyas de la corona, dos obras maestras indiscutibles del brillante Sigheru Miyamoto que merecen ser recordadas y jugadas hasta que no quede un solo jugón que ignore que existen semejantes maravillas.







P.D: http://www.youtube.com/watch?v=w2hDWBXK6JQ&feature=related




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