viernes, 29 de mayo de 2015

El sueño de Fidias


Cuentan que un escultor muy joven pensó una vez en esculpir la figura más hermosa que cupiera imaginar en mente humana. Pasó semanas enteras documentándose, examinando los trabajos de todos los grandes escultores que en el mundo habían sido, en todas y cada una de las culturas imaginables, y por sus ojos desfilaron las obras de los mejores talladores en cualquier superficie, desde los ojos de mármol de los clásicos griegos a las estatuas de barro de la antigüedad, pasando por la magia de los renacentistas europeos o el enigma de los egipcios milenarios. No hubo escultura que no anidara en aquellos ojos verdes, no hubo una sola que no estuviera en perfecta sintonía con la mirada de la esfinge en que se convirtieron antes de tallar por primera vez sobre el duro bloque.

Durante los siguientes meses, aquel primer chasquido de la cuña fue seguido de otras decenas, cientos y miles de golpes, algunos más fuertes y toscos para desprender la materia más dura, otros más finos y detallados en las zonas más críticas de la anatomía de la figura, que poco a poco comenzó a surgir de lo más profundo del bloque para descubrir una figura plena de matices y belleza. Al cabo de varios meses los pies destacaron por encima del pedestal, seguidos de unas níveas piernas cubiertas únicamente por una fina tela de pliegues caprichosos. 

Los años pasaron. Y sobre la cintura, el escultor trazó un abdomen firme y unos senos que atraparían la mirada del hombre más contenido, adornados por el rizo de unos brazos que invitaban a bailar a todo aquel que osara mirarla. Pero por encima de todo, aquel seguidor de Fidias dotó al rostro de aquella criatura de una fragilidad indescriptible, de una belleza como nunca nadie conoció en el arte o en la realidad, con aquella mirada capaz de traspasar el acero forjado, la fina comisura de los labios y los pómulos y el cabello entornado sobre la delgada línea de sus orejas. Para cuando terminó de esculpir, cinco años después de haber comenzado, el escultor ya no era el mismo que había comenzado a trazar su obra maestra. El pelo y la barba le habían crecido, la falta de sueño erosionaba su rostro y, a juzgar por la pérdida de brillo de sus ojos, pocos o muy pocos serían capaces ya de reconocerlo.

Por un momento estuvo tentado de dejar que su ansia de celebridad lo dominara y pensó en exponer la obra al mundo entero. "Deja que la vean y la adoren por toda la eternidad -decía su conciencia de artista-, que viva en los ojos de los hombres como todas y cada una de las grandes obras que en el mundo han existido". Sin embargo, y por fuerte que fuera la tentación de la vida de la fama, el joven no se dejó vencer por la tentación. Era suya, y solo suya, era su creación y solo a él correspondía el derecho, el privilegio y el placer de contemplarla día tras día, desde que el sol despuntaba al alba y la hacía brillar ante sus ojos hasta el mismo momento en que la noche se adueñaba del solitario taller en el que había trabajado sin cesar durante tanto tiempo para dar forma a su sueño.

No fue hasta que la escultura estuvo totalmente terminada cuando el escultor comenzó a tener las más extrañas fantasías. En ocasiones soñaba que volvía al taller y allí no estaba la figura, que había escapado para conocer el mundo exterior que él le negaba día tras día. Otras veces caminaba por una calle repleta de gente desconocida y allí estaba ella, andando en medio de la multitud cubierta únicamente su fina tela de pliegues caprichosos. A veces el sueño adquiría tintes de pesadilla cuando se encontraba recorriendo callejones oscuros en su busca, siempre perdida, siempre ausente, siempre fuera de su alcance. Por ello cada mañana, nada más levantarse, corría como un loco hasta el estudio para comprobar que allí seguía, hermosa y radiante como la primera vez que la contempló terminada. Pasaba horas abrazado a ella, temiendo la llegada de la noche y la segura marcha de aquella fugitiva de los sueños.

Cuentan que un día el escultor se despertó y cuando fue a contemplar a la estatua esta ya no estaba allí. El vacío de pronto se hizo insoportable. Desesperado, el artista creyó que había sido robada y lo denunció a la policía, y llamó a todo el mundo conocido, amigos, profesores y familiares, y a todos ellos les contó la historia de una escultura que nadie había visto jamás, y a todos ellos dijo que era una obra maestra que algún ladrón o rival habría sin duda robado de allí para poder contemplarla en el silencio de algún otro lugar parecido a aquel, vista y adorada por toda la eternidad, viva en los ojos de aquellos malvados hombres como ninguna de las grandes obras que en el mundo habían existido, pues solo existían para ellos y para nadie más.

Lo tomaron por loco. Pasaron los días y quedó solo de nuevo en su estudio. Entonces se arrepintió de no haber tomado fotografías del proceso o del resultado, de no haber dejado nada más que a sus ojos la contemplación de la estatua cuyo rostro, conforme pasaban los meses, se iba volviendo cada vez más y más difuso. Solo acudía a él su recuerdo, vago y cubierto por la niebla de la memoria, en esos sueños, en los mismos en los que él anticipó su marcha.

Fuera como fuese siempre al final de todos ellos, ya fueran sueño o pesadilla, ella alzaba la mirada al cielo y el viento ondeaba sus cabellos. Y él podía sentir cómo el aire entraba a través de sus pulmones y era exhalado, libre y puro como aquella silueta dibujada a contraluz, en perfecta sintonía con la mirada de esfinge de aquellos ojos verdes que, igual que la había visto nacer, la veía ahora caminar en libertad por un mundo nunca antes visto, oído o imaginado, pero que hacía suyo a cada paso, a cada nueva brizna de aire que recorría aquella figura esculpida en el sueño de un dios de mármol.



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