martes, 17 de agosto de 2010

Tauromaquia y Cultura



- Me resulta extraño, profesor. Espero que no le moleste, pero a veces parece como si se sintiera avergonzado de ser español.


Es posible que no fueran las palabras exactas de aquel alumno, pero la idea que representan es fiel a lo que quiso decir hace ahora aproximadamente dos años un estudiante americano cuando se debatía, en aquellas intensas mañanas de viernes dedicadas a la cultura española, el delicado tema de la tauromaquia.


Para un extranjero debía resultar extraño, hay que reconocerlo, que un español no estuviera orgulloso de su fiesta nacional, que no fuera fanático del cine de Almodóvar o que no se le revolvieran las entrañas de puro placer al escuchar flamenco. No he sentido jamás atracción alguna por esas señas de identidad tan castizas, qué le vamos a hacer, pero tampoco considero que ello me defina necesariamente como anti-español o enemigo de la cultura española, un concepto que no se reduce, me temo, a una fiesta, unas películas o un estilo musical por muy milenarios, tradicionales o representativos que se pretendan.


Aquella mañana la chispa había saltado cuando, ya al término de la exposición y el debate sobre los orígenes de la tauromaquia, se me había preguntado mi opinión al respecto. No era mi costumbre, pero me molestó el nivel de exaltación y alegría con que se trataron ciertos temas relacionados con un espectáculo que era evidente que ninguno de los asistentes a aquel debate había presenciado jamás.


No creo que llegase a los diez años cuando mis padres me llevaron a una corrida de toros, en un pueblo al oeste de Madrid. Yo por aquel entonces vivía la realidad con los ojos de la fascinación de quien la va descubriendo a cada paso, y por ello el boato y la pompa taurina me parecieron, en principio, una maravilla. Fue aparecer el primer picador y yo comencé a gritar que allí estaba nada menos que don Quijote, tal era mi ignorancia e ingenuidad.


Pero aquel buen señor, que nada de hidalgo tenía por sus venas, pronto comenzó a clavarle una pica descomunal al toro que allí había, al que después siguieron ensartando con todo tipo de objetos punzantes. Recuerdo la mezcla de frustración, rabia, impotencia y compasión que sentía hacia aquel animal cuya única bravura consistía en un instinto tan básico como el de la supervivencia. Y a cada nuevo corte que recibía, a cada nuevo envite que intentaba en vano, confuso y desorientado, perdía poco a poco sus energías hasta quedar a merced de aquel ejército de navajeros sin escrúpulos.


No olvidaré jamás los ojos brillantes del toro sobre la arena, tras horas de desangrarse sobre el ruedo por sus numerosos adversarios, cuando el matador remató la faena y lo dejó tendido para recibir un aplauso que jamás llegué a comprender. Acababa de presenciar un espectáculo horripilante, sangriento, cruel y despiadado contra un animal cuyo cadáver fue posteriormente mutilado, y cada nueva atrocidad era recibida con más y más aplausos, mientras yo me iba de allí, tan confuso y desorientado como el toro cuando salió al ruedo.


Es complicado describir la repugnancia que experimenté aquel día, desde el que guardo un profundo resentimiento hacia todo lo que representa esa salvajada que hoy está en boca de todos por su prohibición en Cataluña, y a la que se acusa de estar manipulada por el nacionalismo catalán no por razones de derechos animales, sino porque al prohibirla se da un paso más hacia la “desespañolización” de los países catalanes.


Recuerdo la cara de mis estudiantes cuando les conté la anécdota de mi infancia. Recuerdo sus expresiones, nada fanáticas ni exaltadas, cuando describí el horror que me produjo todo aquello. Recuerdo las cabezas gachas de los ponentes cuando rebatí, de manera casi inconsciente, argumentos como el de que la salvación del toro de lidia está precisamente en su exterminio controlado (valiente majadería), o cuando me atreví a cuestionar al incuestionable Ortega y Gasset, que en uno de sus muchos momentos de lucidez llegó a decir que el espectáculo taurino y la esencia de lo español estaban indisolublemente unidos, como bien demuestra nuestra historia. Con tales aberraciones intelectuales encalladas en el imaginario colectivo así nos va, no hay más que verlo.


Mi opinión, y así se lo dije a aquellos estudiantes, es que para mí Las Ventas, La Monumental y demás recintos sagrados del trapío deberían seguir el ejemplo del Coliseo romano. Nadie discute su valor arquitectónico, histórico y cultural, todo un símbolo no ya de la ciudad de Roma, sino del poder de un glorioso imperio. Hoy puede que el cine o la televisión se regodeen en aquella época, en su violencia desatada y en el salvajismo de un tiempo que nada simboliza mejor que la cabeza decapitada de Cicerón paseando por el foro sobre una lanza, pero no creo que nadie, en su sano juicio, pretenda que se celebre en la actualidad una batalla de gladiadores, ya sea entre ellos o con animales.


Desensáñense los engañados: nada hay de épico, y mucho menos de cultural, en la muerte de un ser vivo, y el que no lo comprenda o quiera comprender debería plantearse mucho sus principios, su moral y su ética, si es que luego pretende ir por ahí dando lecciones al personal.


La muerte es un hecho de la naturaleza, cierto, pero ahí deberíamos dejarlo, sin acelerar su ritmo ni adelantar su llegada con picas, banderillas, bombas, rifles o espadas. Son demasiados años donde muchas voces se han alzado en contra de la violencia como forma de vida, muchas guerras donde se ha derramado demasiada sangre y unas pocas batallas ganadas contra la locura y el ansia de destrucción del hombre como para que a estas alturas tengamos que seguir soportando que se ampare algo tan irracional como la tortura de un animal bajo la etiqueta de cultura, de patrimonio nacional, de la humanidad o de toda la galaxia, como prefieran.


Cuanto antes se asuma que lo ocurrido en Cataluña es un éxito social, mejor, pero en cualquier caso da lo mismo: la retórica de la espada y la jerga del toreo son al lenguaje lo que las mentiras de los políticos a la realidad: ya nadie con dos dedos de frente se las cree. Aunque de frentes y creencias, si les parece bien, hablamos otro día.

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