domingo, 14 de diciembre de 2008

La vorágine del tiempo (I)




Hace unos meses tuve que completar un informe en el que daba cuenta de mis últimos años de beca, concretamente desde mayo de 2005 hasta agosto-septiembre de 2008. En él debían figurar todos mis proyectos, destinos y méritos, con el mayor grado de detalle posible. Y aunque el objetivo del informe era estrictamente académico, no pude evitar dejarme llevar por ese vendaval de recuerdos que he ido acumulando a lo largo de estos tres largos años.

Fue escribiendo aquel informe cuando me di cuenta de que a una larga etapa centrada sólo en estudios, notas y resultados, le siguió a partir de 2005 una nueva, donde a mi doctorado le acompañó siempre un elemento de viajes y emociones que, sin duda, es lo que ha convertido esta etapa en la más fértil de mi vida.

Que viajar a determinadas edades y sin determinados compromisos sea muy recomendable no creo que muchos lo discutan. Que en esos trayectos uno pueda ampliar horizontes culturales y humanos, conocer marcos incomparables y otras formas de concebir la vida, creo que tampoco. Así, el viajar sería sinónimo de crecimiento, y no tanto desplazarse simplemente de un lugar a otro.


Con todo, esos viajes que en mi caso me han llevado a distintas partes de España y el extranjero han ido dejando en mí dos sensaciones similares a las que uno experimenta al bajar de una montaña rusa. De un lado, vértigo; de otro, cansancio.

Entiéndanme bien: lejos de mi intención pontificar sobre los viajes de “mi juventud”, como aquéllos del déja vu generacional que mencioné hace un par de entradas. Todavía tengo recientes estos viajes y me quedan muchos por hacer, soy consciente de ello; pero como decía al principio, ya no se harán en determinadas edades y sin determinados compromisos.

Una vez me comentó un ser muy querido que ser joven es como estrenar una libreta nueva, llena de páginas en blanco que están esperando a que se escriba en ellas. Así es, más o menos, como yo comencé aquel periplo hace algunos años: eufórico, entusiasmado, con el único objetivo de ver y aprender, de experimentar todo aquello que se me antojara allí y entonces.

Rellenando algunos datos tuve, además, la sensación de que de algún modo todo aquello iba confluyendo en el destino más importante de todos, que los veranos en Inglaterra, las conferencias, los cursos de inglés y de doctorado, la tesina e incluso los scout confluían en Chicago. Esa fue la ciudad americana que me albergó el año pasado, la que me puso a prueba con los idiomas adquiridos hasta entonces, con mis –escasos– recursos para manejarme en público y la -aún más escasa- desinhibición que me aportaron los scout, y hasta mi capacidad de trabajo para darle el empujón definitivo a mi tesis.

En realidad, todo había ido cobrando una nueva dimensión conforme pasaba al papel en orden cronológico aquella trayectoria, un sentido de progresión constante donde cada etapa era siempre mejor que la anterior, más completa, compleja y desafiante, pero al mismo tiempo más satisfactoria y enriquecedora al finalizar.

Quizá por ello me detuve cuando llegué a junio de 2008. De pronto, aquel sentido de progresión se vio truncado, y me quedé bloqueado, sin saber cómo seguir.




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