Sam Mendes es un director reconocido y premiado, a quien no hace falta descubrir ni alabar ahora que le han llovido tantos elogios como, sin duda, merece. Ahí están algunos momentos históricos del cine reciente, como esa cama de rosas invertida con la que soñaba el genial Kevin Spacey, en American Beauty, para atestiguarlo.
De todos modos, y aunque las preferencias tienden a inclinarse por esta, su primera obra como director, para mí no hay nada comparable a esa clase magistral de cinematografía que es Road to Perdition, su segundo largometraje.
Dejando a un lado el impresionante elenco de actores (Tom Hanks, Paul Newman, Jude Law, Daniel Craig…), lo que más me llamó la atención fue el excelente trabajo visual del filme, una traslación maravillosa del cómic de Max Allan Collins. Es verdad que la ciudad de Chicago aún conserva gran parte del sabor añejo de los años 30 en buena parte de su arquitectura y alrededores, pero el trabajo de Conrad L. Hall en fotografía es sencillamente prodigioso. El modo en que el equipo de la película ha logrado recrear la inmensidad y belleza de aquella América de la depresión es tan fiel que uno cree realmente encontrarse en el medio oeste.
El realismo de la película es una virtud sólo equiparable a un guión sobrio y depurado hasta el límite. En los últimos veinte minutos de película apenas hay seis líneas de diálogo, y sin embargo transmite prácticamente todos los grandes temas del cine de todos los tiempos de una forma tan sencilla como efectiva: la soledad del individuo, la imposibilidad de la inocencia, la violencia como elemento vertebrador de la sociedad, la sacralidad en la relación entre padres e hijos…
Repleta de personajes turbios y profundos, Road to perdition es una rara avis del cine contemporáneo, una película que a pesar de tener la violencia como trasfondo no abusa de ella, no la convierte en un circo gratuito y morboso, sino que la emplea de forma necesaria, casi poética, como en la escena sublime en que el personaje que interpreta Tom Hanks acribilla a un capo mafioso y a su séquito. Uno parece poder tocar las gotas de lluvia, casi detenidas, mientras se deleita en la soberbia partitura de Thomas Newman y se pregunta por qué no podrá haber más películas como ésta.
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