Hay un caso particular en esa desmitificación cinematográfica que mencionaba en la anterior entrada, y que tiene que ver con una saga muy en boga últimamente por el estreno de su última entrega. Me estoy refiriendo, claro, a las máquinas apocalípticas de Terminator (James Cameron, 1984) y sus secuelas.
Por si hay algún marciano en la sala, diremos que la trama gira en torno a un futuro en el que la humanidad se enfrenta a unos robots asesinos e implacables, creados por el propio hombre y que escaparon a su control. Esta trama, ambientada en el 2029, sirve de marco para la verdadera historia de las películas, situadas, respectivamente en 1983, 1990, 2003 y 2018, con un lío de viajes temporales que ahora comentaremos.
Mi primer acercamiento a dicha saga se produjo con su segunda entrega, estrenada en 1991 y también dirigida por Cameron. Quizá por sus fastuosos efectos visuales, su excelente factura técnica o su arrollador ritmo, pronto se convirtió en una de mis favoritas y su protagonista, Arnold Schwarzenegger, en un actor merecedor de todas mis simpatías (sí, ya les dije que esto del cine a tiernas edades luego provoca sus vergüenzas posteriores).
Movido por la curiosidad, me hice inmediatamente con una copia de la primera parte esperando más de lo mismo, y quizá por eso me chocó tanto enfrentarme al relato original. La película cuenta el viaje en el tiempo de un hombre y una máquina asesina para encontrar a Sarah Connor, madre del futuro líder de la resistencia humana, aunque uno con intención de protegerla y el otro, como indica el título, de acabar con su vida.
A diferencia de la luminosidad, a ratos ingenua e infantil, de T2, de sus diálogos bienintencionados y de su afán por suavizar la violencia, Terminator me pareció una película oscura, cruel y agobiante, con una fotografía sobrecogedora y unos actores que luchaban por sobrevivir sin que se les ocurriera una sola de esas frases lapidarias que tanto lastran el segundo largometraje (tipo “Sayonara, baby”, y demás).
En su momento, Terminator me desagradó y defraudó, aunque quedé impactado por determinados momentos (como el sueño futurista del personaje principal, o la escena en que Arnie se quita el ojo y deja ver parte de su esqueleto metálico). No fue hasta muchos años después, que volví a verlas seguidas, cuando advertí que todo lo bueno que hay en T2 está en la anterior, pero muy mejorado. El argumento de T2 es prácticamente idéntico, no aporta nada nuevo a la historia y simplemente se limita a repetir su estructura (viaje, encuentro, persecución, clímax final). Es un epígono en toda regla, por impresionantes que sean el villano de metal o las escenas de acción, y en esa misma senda se inscribe la tercera parte (Jonathan Mostow, 2003), pero con unos resultados mucho peores: el caso es que siempre anda alguien en peligro a quien hay que salvar del robot de turno, lo que termina convirtiendo a la saga en un tostón salpicado de tiros y explosiones.
Lo mejor de Terminator era su falta absoluta de pretensiones y la habilidad de sus creadores para sacar petróleo de un simple diálogo debajo de un puente, una escena romántica o un sueño, el flash-forward del que hablaba antes, por no hablar de la tensión de la escena de la comisaría de policía o el fabuloso desenlace. Sus secuelas intentaron copiar el modelo original, (la segunda con más fortuna que la tercera, sin duda), pero a mi juicio no lograron superarlo, y por ello me parece de justicia reconocérselo, aunque dicho reconocimiento le llegue tan tarde como su última secuela (25 años después, ni más ni menos).
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