No había rastro de Agrib por ningún lado, huellas que delataran su presencia, rastro de su paso en ramas o en las hojas del follaje. Era como si se hubiera desvanecido por completo, como si el bosque lo hubiera devorado en los estertores del día en medio de aquel rumor sordo que lo envolvía todo, donde ningún sonido de ave u otro animal interrumpía el canto del tiempo entonado por los árboles milenarios. El mundo entero parecía haber quedado más allá de los primeros sauces, y ahora únicamente el viento se posaba de una copa a otra, pues toda otra señal de vida que no fuera la de Axel o Áirin parecía por completo inexistente.
Ninguno de los dos hablaba, pero no hacía falta expresar el miedo que ambos sentían por igual o los pensamientos que cruzaban ambas mentes. Agrib era el único hijo de uno de los hombres más ancianos de la villa, a quien la máscara roja había segado ya demasiadas vidas de familiares. Por culpa de una epidemia de peste que asoló la población el invierno pasado murieron dos de sus hijas y su esposa, de modo que ahora únicamente el hijo del molinero sostenía la moral y la entereza de su padre. Perderlo sería un golpe demasiado duro para él y para todos.
- ¡Agrib! -gritó Áirin, desesperada al no dar con el rastro del chico- ¡Agrib, por lo que más quieras, contesta!
Axel y su melliza se detuvieron al llegar a un claro. Algunas hojas tardías de otoño seguían cayendo sobre la alfombra natural, en un escenario iluminado por un gran haz de luz que se colaba por entre las hojas de las hayas. Las raíces de una de ella se fundían con las piedras de aquel peculiar coro, entre las cuales distinguieron la imagen de una anciana que estaba sentada, las manos cruzadas y apoyadas sobre ambas rodillas. Vestía una túnica de color ocre y grana, con bordados y grecas doradas adornando una capucha que cubría buena parte de su rostro. Al verlos alzó la mirada, profunda y penetrante, gris como el pelaje de los lobos, y algo parecido a una mueca se dibujó en aquel rostro erosionado por el tiempo.
- Si buscáis al muchacho, ha pasado por aquí hace poco, en esa dirección -dijo, señalando hacia el norte.
- ¿Qué es lo que hay allí? -pregunto Axel, mientras llegaban ante la anciana.
La otra lo miró atentamente, como si pudiera ver a través de sus ojos, leyendo el alma que habita tras ellos. Luego examinó a Áirin, que de igual modo se sintió desnuda ante aquellos ojos que parecían esconder más sabiduría aún que los de cualquier persona que hubiera conocido con anterioridad. Jamás la habían visto u oído hablar de ella, y sin embargo les inspiraba confianza, como si de alguna manera que no terminaban de comprender del todo se sintieran a salvo en su presencia, y únicamente en ella. Tras unos breves instantes de silencio, oyeron de nuevo la voz quebrada de la anciana:
- Nadie sabe lo que hay allí, porque nadie ha regresado para contarlo. Yo misma lo intenté una vez, y fracasé.
Los mellizos se miraron, desolados, y entonces la anciana extrajo de su túnica una daga y una cinta del mismo color de oro que decoraba sus ropas. Luego suspiró profundamente, y dijo:
- Si vais a adentraros en el corazón de Hayadién, hay algo que debéis saber. Hay un poder oculto en lo más profundo de este bosque, una fuerza dormida que bajo ningún concepto puede despertar. El Señor de estas tierras tratará de engañaros de todas las formas posibles, con todos los recursos a su alcance. Llegado el momento, no podréis fiaros de vuestros propios sentidos, y habréis de elegir. Solo así podréis salir con vida de este lugar. Ahora, tomad esto, y marchaos. La esperanza permanece, pero el tiempo apremia.
Axel y Áirin salieron corriendo en la dirección que les había indicado la anciana, y pronto perdieron de vista el claro, la alfombra de hojas y las raíces de la gran haya. La oscuridad se adueñaba del bosque a gran velocidad, y ya apenas se distinguía bien la silueta de los árboles. Si debían encontrar a Agrib debían hacerlo deprisa, o de lo contrario quedarían atrapados por la oscuridad. Fue justo entonces, cuando más perdidos se encontraban ambos, el momento en que divisaron las primeras luces. Sintieron más frío del que habían sentido jamás, conforme el vapor de su propio aliento los guiaba hacia aquel sendero que ahora se abría ante ellos, como si las hayas se hicieran a un lado para permitirles ver el final de su camino.
La puerta de raíces se alzaba, enorme y majestuosa, ante ellos. Dos inmensas hayas, tan altas como montañas, servían de columnas del tiempo, sus raíces serpenteando hacia el suelo cubierto de hojas. Ocultaban, parcialmente, la silueta rugosa de una enorme puerta de piedra dividida en dos partes simétricas que estaba ricamente decorada. En ella estaban grabados en bajorrelieve soldados combatiendo contra monstruos gigantes, dioses que lanzaban rayos desde el cielo y la clara forma de las montañas que amparaban un bosque impenetrable. Axel y Áirin se acercaron aún más, distinguiendo en el dibujo del bosque los límites del mismo con la verja de su finca, el claro con la anciana sentada y la misma entrada al templo. Y cuando vieron que frente a la entrada se encontraban sus propias figuras, la puerta comenzó a chirriar y a exhalar un crujido profundo y doliente que la llevó a abrirse de par en par al cabo de unos instantes.
Tras una mirada de duda y posterior reafirmación, los mellizos dieron un paso al frente y se adentraron en el corazón del bosque, dispuestos a enfrentarse cara a cara con el Señor de Hayadién.
(continuará...)
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