viernes, 22 de noviembre de 2013

A vueltas con la literatura y la Literatura


El otro día asistí a un coloquio con la escritora Marta Sanz, una mujer dicharachera, vivaz y elocuente capaz de llevarse de calle al auditorio con un empuje que resulta envidiable y unos juicios de gran sensatez. Uno de los muchos temas que allí se trataron, como no podía ser de otra forma, fue el de las vías que la literatura, la grande, mediana y pequeña, escoge para llegar al público, para seducirlo y llevarlo a su terreno. Evidentemente, se habló de los fenómenos editoriales del momento, de las Sombras de Grey, Ken Follet y sus pilares terráqueos o Dan Brown y sus conspiraciones apocalípticas, etc., así como de todo lo que ello implica en el mercado y en el público lector. 

Cuando llegó el turno de debate se formaron, como es habitual, los clásicos dos bandos antagónicos: uno que defiende que cualquier literatura es Literatura, y otro en el que tratamos de hacer ver que, con todos nuestros respetos a los best-sellers, no es lo mismo una historia pensada única y exclusivamente para enganchar al lector y mantenerlo entretenido una, dos o tres novelas seguidas, que aquellos otros libros que, al margen de su historia, muestran una preocupación estética, formal y consciente sobre el uso del lenguaje, y que la emplean para tratar temas poco o nada comerciales, asuntos que nos hacen reflexionar sobre algo más grave que quién es el asesino o dónde está el tesoro (insisto, con todos mis respetos hacia la novela negra o la de aventuras, géneros que frecuento y disfruto enormemente).

La crítica que más se suele hacer a los defensores de la Literatura (así, con "L" mayúscula) es que somos una panda de elitistas y clasistas que nos basamos en cánones inventados por unos señores a los que nadie ha dado autoridad alguna, salvo de la que ellos mismos se invisten, tipo Harold Bloom, para establecer líneas rojas que diferencien la paja del grano, por decirlo en prosa castellana. Y sí, es muy posible que ese concepto pueda aplicarse a lo que todos entendemos como clásicos, véase el Quijote, La Celestina, el Lazarillo de Tormes, La Regenta o el Romancero Gitano, por poner solo algunos ejemplos. Es cierto que todos estos libros los hemos estudiado en su momento como referentes literarios ineludibles, como cimas de la expresión literaria en nuestra lengua, del mismo modo que estudiábamos Las Meninas de Velázquez o El Guernica de Picasso como referentes artísticos atemporales en la pintura. ¿Qué hay de malo en ello, me pregunto yo? ¿Es que acaso cualquiera de los defensores de los best-sellers es capaz de decir, en su sano juicio, que El buscón de Quevedo o La familia de Pascual Duarte de Cela están en la misma división que Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, de Pablo Tusset?

Los defensores de una literatura menos constreñida por cánones, clasificaciones y grupos tienen mucha razón en que nuestro concepto de lo literario es cerrado. No tengo nada que objetar contra ello. Eso hace que tengamos prejuicios, tanto para bien como para mal, con determinadas épocas y autores, y que cualquier libro de, pongamos por caso, Vargas Llosa o García Márquez nos deban parecer obras maestras. Ahora bien, una cosa es que creamos que existe un canon y otra que seamos tontos de remate: a mí no me parece que Memoria de mis putas tristes esté en el mismo nivel que Cien años de soledad o Crónica de una muerte anunciada, del mismo modo que no creo que El héroe discreto esté a la altura de La fiesta del chivo. El hecho de que un escritor haya escrito una, dos o tres grandes novelas no debe hacerlo inmune a cualquier crítica, en eso no puedo estar más de acuerdo, y yo mismo soy capaz de admirar al Cela creador de obras como La Colmena o la ya citada de Pascual Duarte y aborrecer prácticamente toda su obra posterior. El juicio crítico no debería estar condicionado por la creencia en un canon literario, del mismo modo que un crítico musical no valorará igual, espero, Beggar's Banquet que Bridges to Babylon, por mucho que sus compositores sean los mismos Rolling Stones.

Yo siento parecer un carca reaccionario en este asunto, pero para mí hay divisiones, ligas o como se quiera en cualquiera de las artes, y la Literatura no es una excepción. Evidentemente que todo es cuestión de subjetividad a la hora de establecer los criterios, los grupos y las clasificaciones, pero creo que todo el mundo puede entender que esto obedece a razones de pura lógica, entre las que nunca estará el ránking de ventas o el número de lectores, uno de los grandes argumentos del bando del best-seller. No es el mismo lenguaje el de Carlos Ruiz Zafón que el de Rafael Chirbes, y me da igual si el primero vende sus libros a millones y al segundo hay que defenderlo a capa y espada contra gente que no ha oído hablar de él en su vida: yo siempre preferiré sumergirme en la miseria del alma humana que se retrata en Los disparos del cazador, La larga marcha o En la orilla a tratar de averiguar los juegos de prestidigitador que se dan cita en La sombra del viento o El príncipe de la niebla. La literatura más leída no tiene por qué ser la de mayor calidad; es más, no suele ser así nunca, con honrosísimas excepciones, por lo que desde tiempos inmemoriales esto de dedicarse a componer poesías, dramas o novelas se ha considerado una actividad minoritaria, de nicho. Pero no olvidemos que, al margen de eso, siempre ha habido un consumo de masas, sin importar el momento editorial histórico en cuestión, y si en su momento hubo quien prefería, de lejos, leer a Corín Tellado antes que a Jesús Fernández Santos era porque la primera les parecía mucho más entretenida que el segundo, y en su derecho estaban de leer lo que se les antojara. Ahora bien, a la hora de hablar de la novela del siglo XX, confío en que se tenga más en cuenta la aportación del creador de la novela social con obras como Los bravos que el sinfín de romances de esta, por lo demás, dignísima escritora, contra la que nada tengo en absoluto pero cuya obra, por motivos estrictamente literarios, no me parece que esté a la misma altura.

Al final, como siempre, nada se resolvió en este debate, porque cada uno siguió convencido de sus posturas. Muchos se fueron de allí pensando que apañados estamos con tanto crítico de ceja escéptica, y yo me marché de allí convencido de que de aquí a unos años de Los hombres que no amaban a las mujeres no se va a acordar ni el apuntador, que es en definitiva a lo que remite en último término el sentido etimológico de la palabra "literatura", la letra que permanece en el tiempo.

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