Tuve la oportunidad ayer de charlar con dos profesores de enseñanza secundaria de Holanda, país con el que mi centro está realizando un intercambio estos días. Me preguntaron qué opinaba acerca de la efectividad de la huelga del día 24 convocado por los sindicatos de estudiantes y profesores, asociaciones de padres y demás miembros de la comunidad educativa, y lo cierto es que no supe bien qué responder. Me encantaría haberles podido responder que en este país los políticos escuchan a los ciudadanos, ya sean tres millones o trescientos (según organizadores o Comunidad de Madrid, ya me entienden), y que las protestas ciudadanas tienen su eco en la mejora de ciertas leyes o normativas para el mejor funcionamiento social. Me encantaría haberles dicho que la huelga del pasado jueves fue un éxito rotundo, una bofetada en la cara de todos esos poderosos que quieren cercenar las aspiraciones de crecimiento de toda una nación, pero no creo que sea cierto. No al menos aquí y ahora.
Ellos me contaron que en Holanda se ven sometidos a un abandono casi absoluto por parte de su gobierno, que se gasta millonadas en la educación primaria pero tiene bastante abandonados los estudios secundarios. Allí, no sé si por suerte o por desgracia, la educación pública es la vía principal de estudio para los holandeses, al no existir prácticamente centros privados. Por todo ello, que la comunidad de profesores esté con las aulas a 32 alumnos, con 28 horas lectivas (la pública aquí está a 20 horas de clase y 10 en otro tipo de funciones en el centro), también debería ser motivo suficiente como para que allí salieran día sí y día también para pedir unas mejores condiciones en la calidad de la enseñanza.
Luego pasaron a preguntarme por la nueva ley de nuestro excelso ministro de educación, cuestión peliaguda donde las haya. Me resulta muy complicado no hablar de esta ley sin hacer referencia a muchos de esos cambios que, por más que me lo repita el señor Wert, no veo que vayan en dirección a mejorar la calidad de nada: antes al contrario, veo que es una ley servil con ciertos poderes fácticos de este país que tienen más presencia y resonancia de lo que muchos quieren reconocer. El peso específico que se otorga a ciertas asignaturas y sus contraprestaciones, como ocurre con la religión, es algo tan sangrante que quien no lo vea me temo que tiene demasiada buena intención o menos dedos de frente de los que debería (incluso puede que ambas cosas a la vez). Veo que esta ley toca, trastoca y desbarajusta tanto como las anteriores, pero con unos tintes ideológicos que el señor Wert se empeña en negar una y otra vez, argumentando además que las de anteriores gobiernos, en especial los socialistas, claro, también hubo tintes ideológicos sobre los que nadie protestó en su momento.
El problema no es ese, me temo. El problema es que cada nuevo gobierno lleva consigo una nueva reforma educativa. Cada nuevo impulso electoral trae supuestos aires renovadores que lo único que hacen es entrar aquí como un elefante en una cacharrería, dejándolo todo a los pies de los caballos hasta que lleguen las siguientes elecciones y haya que remover el barro de nuevo. En el fondo aquí a muy poca gente le preocupa la calidad de la enseñanza, y en especial de un sistema público que desde ciertos sectores del poder se está convirtiendo, a golpe de decreto ley, en un gueto para los más desfavorecidos, dejando las aulas nobles de la enseñanza privada y concertada para todos aquellos que tengan posibilidades económicas mayores. Y esto no tiene nada que ver con la calidad de la enseñanza, sino con un filtro social y económico tan lamentable como sonrojante para un país que se precia tanto de su calidad de vida.
No sé bien qué futuro tiene todo esto. La oposición ya ha anunciado, por si hacía falta la aclaración, que en cuanto vuelva a tener el control del gobierno le faltará tiempo para meterse manos a la obra con una derogación de la actual ley para reemplazarla por otra nueva. Ojalá llegue el día en que se produzca un acuerdo entre todos los partidos (o al menos una mayoría significativa, por lo menos) que, como en otros países de Europa, deje la educación al margen de todas esas batallas políticas de corte nacionalista, ideológico o manipulador que con tanto interés se manejan dentro de estas confusas fronteras ibéricas en que vivimos. Ojalá, ya que estamos, que dejen participar a los miembros de la comunidad educativa en la redacción de ese proyecto amparado por ley de los propios partidos políticos y sus intereses de a cuatro años vista. Mientras tanto podemos protestar, claro que sí, y debemos protestar, pero mucho me temo que no vamos a hacer otra cosa que ser marionetas en ese teatro donde partidos, sindicatos y medios de comunicación gustan tanto de tirarse las cifras a las cabezas de los otros. Mientras el sistema educativo y en especial la enseñanza pública sigan siendo una caverna oscura, un trastero o un mero almacén al que tiramos todo lo que no nos gusta, no nos renta o no nos interesa, no vamos a ir ninguna parte.
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