La memoria es uno de los recursos más clásicos de la literatura para tratar cualquier tema que se precie, no solo por el juego que permite al presentar a un personaje que va rememorando su historia, sino porque sus evidentes lagunas, errores, olvidos e incluso malinterpretaciones dan lugar a amplios espacios que, en especial la novela, han sido explorados desde hace ya bastante tiempo con resultados más que satisfactorios.
John Banville, muy consciente de esta realidad, se lanzó a escribir su penúltima novela con la idea de proponer un viaje doble para su protagonista de El mar, por la que ha recibido todo tipo de elogios y galardones. Tras la muerte de su esposa, un historiador de arte llamado Max Morden se retira a un lugar perdido en la costa, un espacio que es al mismo tiempo refugio del dolor ante la pérdida y una ventana a una infancia que creía perdida. Con el paso de los días, la narración de Morden irá rememorando hechos de ambas líneas temporales, que concluyen con un final trágico en ambas que parece indicar un signo fatal en el destino del personaje.
Reconozco que la novela me cautivó en un primer momento por su atípica forma de narrar los sucesos, mezclando tonos solemnes, casí míticos, con otros más prosaicos que lindaban incluso con el humor. Poco a poco, sin embargo, y conforme el plano de la infancia cobraba cada vez un protagonismo descaradamente superior al de la vejez, mi interés fue perdiéndose paulatinamente, hasta el punto que tuve que hacer un esfuerzo por terminar la novela. Y si bien es cierto que su final es satisfactorio y cierra adecuadamente las tramas, el proceso que lleva desde el inicio al desenlace me pareció que fallaba, por paradójico que parezca, allí donde reside su recurso narrativo principal: los mecanismos de funcionamiento de la memoria del narrador.
Es evidente que la novela del siglo XXI tiene, por fuerza, que superar los esquemas narrativos del orden cronológico y de la intensificación de la trama para atrapar al lector. Esto ya no es el siglo XIX y no somos aficionados al folletín, lógicamente. Por otro lado, la memoria y sus resortes escapan a procesos lógicos, y por ello es de esperar que el narrador se deje llevar, casi como mecido por el oleaje, por los vaivenes de una colección de recuerdos aparentemente desordenada. Ahora bien, aunque todo eso sea justificable, no lo es el hecho de que Banville no maneja bien los tiempos de un relato donde el desequilibrio pone en serio peligro el interés del lector en momentos clave del texto. Aunque esto es solo una opinión personal, la trama del fallecimiento de la mujer plantea un dramatismo y una tensión, en los pocos momentos que se dedica el texto a ella, que la historia de los juegos infantiles no alcanza ni de lejos. Puede que al narrador le resulte muy terapéutico refugiarse en su despertar al amor y a la vida (más bien yo diría que la sensualidad femenina, y poco más), pero lo cierto es que el texto se desarrolla de manera anodina en pasajes demasiado extensos. La división en partes no termino de verla del todo clara, aunque seguramente tendrá sus motivos, y cuando al final descubrimos el elemento de enlace entre ambas tramas la sensación de tomadura de pelo es importante.
Qué lástima que esa secuencia final, donde la mujer fallece, se vea eclipsada por tanta divagación y tanta alusión al trágico desenlace de la historia infantil, que no se entiende bien y tampoco permite vislumbrar ecos mayores en la psicología del personaje principal, algo que sí ocurre, y de qué manera, con esa secuencia del hospital que pone los pelos de punta. Me parece una verdadera lástima que con el enorme potencial de la trama y el innegable talento de Banville, el autor haya orientado más la balanza hacia la más pobre de las historias, enredándose él mismo en una prosa que tiende más a la divagación gratuita que a la concreción de unos recuerdos dolorosos como puñales. Puede que la memoria sea un recurso fiable para la construcción de la novela, pero textos como El mar demuestran que no es infalible.
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