miércoles, 4 de abril de 2012

La cultura del esfuerzo



Hace un par de semanas, uno de los pocos empresarios de éxito que debe haber en este país tuvo la feliz ocurrencia de establecer un paralelismo entre la marcha de la economías china y española. Vino a decir algo así como que la primera de ellas está en la cresta de la ola porque está impulsada por una legión de infatigables trabajadores, mientras que la segunda se hunde sin remedio porque está formada por un atajo de vagos y perezosos. El comentario habría quedado en poco más que eso, un simple comentario, de no haber coincidido con una serie de artículos en la prensa (a mi juicio nada casuales) acerca de la cultura del esfuerzo del gigante asiático, por todos esgrimido como el motivo principal del ascenso imparable de este país como superpotencia mundial en los últimos años.


De los trabajadores chinos los empresarios alaban prácticamente todo: una ética laboral intachable, un sentido del deber que raya en lo obsesivo, una constancia a prueba de bombas, una cultura del aprecio por la diligencia y de desprecio por la pereza, etc. Hablan, con los ojos empañados en lágrimas, de que esta gente no coge bajas ni aunque tenga que venir a trabajar con fiebre o coja perdida, que no necesita vacaciones porque lo considera una pérdida de tiempo y dinero y alarga gustosamente sus horarios laborales más allá de cualquier convenio conocido hasta la fecha. Vamos, que si hubiera más trabajadores como ellos en este país, no sería descabellado pensar que seríamos nosotros, y no Merkozy, quien regiría los destinos de la vieja Europa con mano firme y decidida.


Por el contacto que he podido tener con ciudadanos de nacionalidad china, de todos ellos he obtenido una imagen de su propia cultura entre resignada y orgullosa: orgullosa porque se sienten cada vez más fuertes, con más peso internacional, pero resignada por una mentalidad férrea e inflexible que va en contra de una serie de principios que, me temo, tanto ellos como yo consideramos básicos.


Partiendo de la base del respeto más absoluto a la mentalidad del trabajo y el esfuerzo, contra la que no tengo absolutamente nada, tengo la impresión de que detrás de eso hay también otros aspectos que pocos, o muy pocos, dicen. Las jornadas de trabajo de 8:30 de la mañana a 0:30 de la noche a mí no me parecen normales, se mire por donde se mire. No me parece razonable, tampoco, que muchos hijos de estos trabajadores deban, por ley implícita, atender una serie de labores que van mucho más allá de echar una mano en la tienda, y que lindan peligrosamente con la explotación de menores de edad. Y esto es un asunto muy serio, especialmente cuando obstaculiza, por no decir que impide, su progresión académica, algo que he podido comprobar de primera mano en mi trabajo.


Puedo entender las razones por las que los empresarios se froten las manos pensando en los beneficios que dan las fábricas chinas, con una mano de obra barata y eficaz, que no molesta con ruidosas huelgas ni pancartas que valgan. Ahí están Apple y tantas otras empresas para dar fe de ello, fabricando buena parte de sus productos a precios ridículos que luego recuperan con creces mientras lidian con desgana con las polémicas en torno a las lamentables condiciones laborales de sus empleados, con decenas de suicidios incluidos para sazonar aún más semejante ensalada.


Ahora bien, antes de trasladar alegremente éticas laborales a un país que, en eso tengo que darle la razón al empresario, no se ha caracterizado nunca por su decidido ánimo emprendededor y su denodado esfuerzo, habría que pararse a considerar por qué eso es así. Si de España algo se alaba a nivel internacional es precisamente una concepción de la vida donde el trabajo es una parte de ella, no la única ni, en ocasiones, la más importante. Por lo general, este país goza de buen clima, de buena gastronomía y de una serie de costumbres que invitan a la reunión informal (y con ello no me refiero solo, aunque también, a nuestros miles de fiestas locales, regionales o nacionales). En buena parte de este país la dedicación al trabajo no está reñida ni con el tiempo que se dedica a la familia ni a la realización personal, a ese ocio cada vez más denostado en estos tiempos de crisis. Ahora bien, de ahí a considerar que aquí todo el mundo se dedica a tumbarse tranquilamente a ver la vida pasar, hay una gran diferencia. En España hay millones de personas que trabajan duramente cada día para sacar adelante a sus familias, y si hay más de cinco millones de parados no es precisamente por propia voluntad. Generalizar en este asunto es tan desafortunado como injusto con demasiadas personas, por lo que yo recomendaría más respeto y reflexión antes de hacer semejantes comentarios.


Yo desde luego tengo claro el lugar que quiero que el trabajo ocupe en mi vida, y a cuál de los dos elementos doy prioridad. El trabajo para mí no es aquello a lo que todo lo demás se supedita, sino que es la llave que abre una serie de puertas, tanto de realización personal como de obtención de recursos para llevar una vida digna. Y eso no significa que no me esfuerce en hacer mi trabajo de la mejor forma posible, que no cumpla mis horarios escrupulosamente o que no atienda a todas las obligaciones derivadas de mi profesión. Ahora, de ahí a convertir el trabajo en la razón última de la existencia, donde no se contempla la noción del tiempo libre, de la lectura o de un simple paseo, hay una diferencia tan abismal como enfermiza. Creo que entre el extremo del trabajador chino con ganas de suicidarse y el del trabajador español que hace lo posible por trabajar poco, y a ser posible mal, ha de haber un término medio. No dudo que lo primero impulse económicamente a un país, pero si eso se hace a costa de la felicidad de sus individuos entonces no sé hasta qué punto se crea un problema incluso mayor.


Es indudable que España tiene que modificar una mentalidad demasiado acomodaticia y, sobre todo, tiene que desterrar los comportamientos tan bochornosos de corrupción, fraude y latrocinio que protagonizan desde el más miserable de los rateros hasta el más insigne de nuestros “políticos”. Tampoco nos vendría mal aumentar varios puntos nuestra cultura del esfuerzo, porque de todos estos factores y algunos más que me dejo en el tintero se deriva nuestra actual situación económica. No obstante, y esto es un ruego directo a todos los voceros de las maravillas asiáticas, déjenme a China en paz, que ni sus trabajadores son una masa felizmente realizada ni toda su cultura un gigantesco ejemplo que España tenga que seguir porque un buen señor, ebrio sin duda de tanto superávit, nos diga que tenga que ser así.

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