Hace unos años, las películas, y en especial las producciones de carácter más comercial, poseían una predominancia abrumadora sobre otras formas de ocio. Los videojuegos eran poco menos que un juguete para niños, mientras que la televisión era caldo de cultivo de, con muy honrosas excepciones, productos de mala calidad interpretados por actores de tercera, cuarta o quinta fila.
2004 marcó un momento clave en la historia de estos tres gigantes de fabricar dinero por dos motivos: el primero de ellos es el pistoletazo de salida de la séptima generación de consolas de videojuegos, una industria que ha llegado a barrer al cine como rey de los beneficios económicos del ocio (de todas las edades y sexos). El segundo, y no menos importante, es la aparición de una serie que iba a modificar totalmente el panorama televisivo-cinematográfico: LOST.
Hace sólo unos días que la serie ha puesto punto y final a su andadura, tras seis años en los que su repercusión ha ido en aumento exponencialmente. Después de un comienzo algo titubeante que pronto adquirió categoría de culto gracias a las infinitas posibilidades de Internet y a numerosas reposiciones por televisión. No obstante, fue en los foros de la red, en los chats y en las miles de páginas de aficionados donde Perdidos cobró una dimensión que ni el más optimista de sus creadores había soñado. La serie era seguida en más de 60 países de todo el mundo con una expectación sin precedentes, con millones de descargas semanales, audiencias televisivas que rondaban los quince millones de espectadores (sólo en EEUU) y una auténtica fiebre que tuvo su clímax el pasado 23/24 de mayo, momento en que se emitió en todo el mundo y a la misma hora para evitar filtraciones el último capítulo, titulado, para desgracia de muchos fans, The End.
Como siempre, ante un final tan esperado hubo reacciones de todos los tipos: algunos se dejaron llevar por la decepción, incluso el enfado, sintiéndose defraudados ante lo que consideraban un desenlace demasiado abierto, incluso beato. Una minoría se quedó más bien fría, como si no supieran bien cómo interpretar aquello. Y unos pocos, muy pocos, que nos sentimos satisfechos y pusimos fin, con una sonrisa en la boca, a una experiencia (de ocio: no se vayan a pensar que hablo de nada trascendental) simplemente inolvidable.
Hay muchas razones para sentirse así, y creo que incluso los fans más acérrimos de la serie (en general, los más defraudados) podrán entenderlo. Perdidos tiene una repercusión que excede con creces a los de su propia condición de serie. Es la serie de las series de la época moderna, un verdadero fenómeno al amparo del cual muchos guionistas han visto luz verde para proyectos de lo más dispar. El crecimiento del sector televisivo de los últimos cinco-seis años es algo que no tiene precedentes, y que ha dado frutos de toda clase y condición, algunos soberbios (Breaking Bad, Dexter o En terapia) y otros no tanto, especialmente en sus infumables segundas, terceras o cuartas temporadas (Prison Break, 24, Fringe o House, por citar sólo algunos ejemplos ilustres). Perdidos abrió la veda de ese conejo televisivo que ahora campa a sus anchas con aire triunfal, y ese mérito es tan innegable como, paradójicamente, peligroso (la pregunta que muchos se hacen ahora es: ¿Y ahora, qué?)
Es cierto que la televisión siempre ha gozado de buena salud general, y que hay series que han tenido un reconocimiento generalizado de crítica y público (pienso en Twin Peaks, Expediente X o Los Soprano, tirando de archivo reciente), pero aquello eran excepciones frente a un panorama actual donde la televisión es, claramente, un caballo ganador. Los mejores actores se rifan por tener su serie (Glenn Close, Gabriel Byrne, Tim Roth, Lawrence Fishburne y un larguísimo etcétera), las productoras invierten mucho dinero en medios, decorados, actores y hasta efectos visuales, por no mencionar la cantidad de remakes de series antiguas de los 80 y los 90 (casi todas ellas innecesarias, por cierto. Vean si no la lista: El coche fantástico, 90210, V…)
Toda esa eclosión es mérito de Perdidos, de ese genio llamado J. J. Abrams y de unos guionistas que han manejado con una habilidad soberbia la tensión narrativa necesaria para mantener a millones de seguidores enganchados a las seis temporadas de la serie. Es cierto que hubo altibajos, e incluso serias dudas de que supieran hacia dónde iba todo aquello (la serie es complicada hasta decir basta, e imposible de resumir en unas pocas líneas). Sin embargo, parece que al final todo encaja, o al menos la mayor parte y lo fundamental, que podríamos resumir en tres preguntas básicas (hay muchas más, lo sé): ¿Qué misterio se esconde en la no menos misteriosa isla que sirve de escenario a la serie? ¿Por qué los pasajeros del Oceanic 815 se estrellan ahí? Y, sobre todo, ¿por qué precisamente ellos, que parecen tan unidos por una serie de caprichos del destino, y no otros?
A todo ello se da su debida respuesta (debida a mi juicio, entiéndase), que no es una respuesta necesariamente científica. Ahí está, creo yo, la clave de la decepción de muchos losties (término que designa al fan-talibán de Perdidos): esta serie no se puede explicar racionalmente, por mucho electromagnetismo que se nos quiera meter en alguna que otra temporada. Esta serie, lejos de teorías científicas, ancla sus raíces más profundas en las mitologías cristiana, griega, egipcia, budista… la lista es interminable, como lo es la multitud de interrelaciones entre unas y otras. ¿Ejemplos? A granel: unos hermanos fundacionales que se pelean por un territorio, un ángel caído convertido en el aterrador demonio de la isla, un navegante que naufraga en su vuelta a casa para desposarse con Penélope (nombre literal de personaje), un protagonista con dotes de líder cuyo apellido es Shepherd (pastor), resurrecciones, viajes al más allá… Podría seguir todo el día.
Y a eso une unos personajes complejos y llenos de matices, que evolucionan como pocas veces se ha visto en una serie, acompañados siempre por la acertada partitura de Michael Giaccino y el ojo clínico de Abrams en los momentos más complicados, que los hubo (ay, esos viajes en el tiempo…). En realidad, la clave de la serie no está tanto en saber qué va a pasar como qué les va a pasar, ya que es imposible no entablar vínculos con la mayoría de personajes inolvidables (Locke, Benjamín, Hugo…) y otros algo más tópicos, pero en cualquier caso muy bien interpretados por un elenco acoplado y comprometido con su propósito de hacer un producto de ocio de primer nivel.
Con la marcha de Perdidos se pierde el referente principal del surgimiento televisivo de los últimos años. Ahora mismo se abre un vacío marcado por el clamoroso fracaso de sus supuestos sucesores (como la horripilante Flash-forward y demás memeces pretenciosas). La gran ironía de esta serie no es habernos mantenido en vilo todos estos años en busca de respuestas (o de entretenimiento, que es lo mismo), sino que, precisamente ahora que termina, es cuando más perdidos nos sentimos.
Qué bueno, en cualquier caso, haber sido partícipe de un acontecimiento global, quizás el primero a esta escala, que con toda certeza cambiará los modos y maneras de una industria que, necesariamente, evolucionará para mejor. Y eso, como tantas otras cosas, también es mérito de los locos de la isla del tesoro.
1 comentario:
Hola Nacho, desde hoy ya me tienes aquí enganchado con tus posts. Veo que no compartimos opinión respecto al final de Perdidos, pero también estaba claro que no iban a poder resolver todos los misterios que han ido proponiendo los guionistas y que de cierta manera no tenían forma lógica de resolver.
Alber
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