Cuenta una leyenda oriental que un aprendiz de samurái acudió con su maestro a una prueba final en su formación, en la que debía demostrar todo aquello que había ejercitado en los años anteriores. Algunos de los miembros más sabios y experimentados de la orden dedicarían parte de su valioso tiempo a juzgar las habilidades del candidato a caballero, con diversas pruebas de habilidad, fuerza e inteligencia.
Durante el tiempo previo a la prueba, el maestro se había distinguido por poseer un carácter cruel, caprichoso y voluble, que el aprendiz juzgó como parte de su entrenamiento, para fortalecerlo en la paciencia y el autocontrol. No hubo orden que no acatase, por absurda que le pareciera, ni consejo que no siguiera con el mayor de los empeños, convencido como estaba en que de allí habría de salir por fuerza convertido en el más digno de los samuráis.
Llegado el día de la gran prueba, los grandes sabios anunciaron al joven los tres ejercicios. El primero de ellos consistía en permanecer durante diez horas bajo una enorme cascada, sin ropa alguna que lo protegiera. El segundo lo obligaría a vencer en una carrera a un veloz caballo, por un terreno pedregoso y sin más protección que las palmas de sus pies. El tercer y último ejercicio consistía en empujar una enorme roca que obstaculizaba el paso de un puente.
Los sabios se retiraron a meditar mientras el joven realizaba las pruebas, esperando su regreso para poco después del amanecer del día siguiente. El día llegó, y a la pregunta de si había realizado las tareas que le habían sido encomendadas, el joven negó con la cabeza.
Allí, en presencia de su maestro, afirmó haber hecho todo lo posible por resistir bajo el agua, pero el frío le resultó insoportable. El caballo se perdió de vista al poco de iniciar la carrera, y por último la roca no se había movido un solo milímetro, por mucho esfuerzo que hiciera. Por ello se sentó de rodillas, en señal de fracaso, y agachó la cabeza a la espera del reproche de los sabios.
Tras un breve silencio, el maestro dijo que nada de lo ocurrido era responsabilidad suya, que los errores o incompetencia de su alumno eran únicamente culpa del joven, de su inexperiencia e incapacidad. Aseguró que aquel era un joven indigno de su magisterio, y le dio la espalda, sintiéndose deshonrado.
El joven, que apenas podía dar crédito a las palabras de su maestro, prosiguió con el ritual y preguntó a los ancianos si, a pesar de su fracaso, era digno del título de caballero. El sabio más joven dijo que sí, por haber tenido entereza para afrontar tareas titánicas. El segundo afirmó que sí, pues a esa determinación había sumado el saber asumir sus propias limitaciones. El último aseveró que aquel joven era digno por haber demostrado el valor y la humildad de reconocer su fracaso ante sus mayores.
Los tres sabios se volvieron entonces al maestro, y le dijeron lo siguiente:
- Jamás, en nuestra dilatada experiencia, habíamos asistido a un acto tan deshonesto como el tuyo. Un maestro debe estar orgulloso del éxito del pupilo, sí, pero donde muestra su verdadera valía es asumiendo como suyo el fracaso de su alumno. Al haber abandonado a este joven a su suerte únicamente has delatado tu propia infamia, tu mezquindad y villanía. No sólo no eres digno de tu condición de maestro, sino tan siquiera de la de caballero, por lo que de ahora en adelante ya nunca portarás espada ni tendrás honor alguno que defender.
Y dicho esto, los sabios fueron con el joven y le entregaron una espada, dándole las bendiciones para iniciar su travesía vital, mientras el maestro, deshonrado, abandonaba el templo maldiciendo su suerte y a aquel joven que tan valiosa lección le había forzado a aprender.
1 comentario:
¿Una espada cum laude?
Paco Pager
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