miércoles, 20 de mayo de 2009

Bochornos académicos varios (Parte I)



Bajo el título de “la figura de la mujer en algunos escritores contemporáneos”, la mesa redonda del X congreso CILEC, celebrado en la hermosa ciudad de Bérgamo, reunió a Víctor Andresco, Ángela Vallvey y Jesús Sánchez Adalid, junto a las italianas Carmen Covito y Paola Mastrocola. El público, formado por los miembros del congreso que habíamos intervenido durante los días precedentes, escuchábamos con atención. Debo reconocer que no conocía a uno solo de los allí presentes, (me refiero a sus obras), y a tenor de lo que allí se dijo, temo que en lo que respecta a los españoles seguiré en ese estado de feliz ignorancia. Pero vayamos a los hechos.

Y los hechos son que, una vez dichas las respectivas palabras de agradecimiento, los ponentes comenzaron a desgranar su supuesta trastienda artístico-intelectual, demostrando una vacuidad de ideas enorme y una tendencia a la justificación autoexculpativa alarmante, ya fuera acusando a las editoriales, la censura implícita de lo políticamente correcto o a la alineación de los planetas el que sus obras no llegasen a un público mayoritario. Ella (lo digo por el producto nacional, las italianas estuvieron perfectas), además, se quejó amargamente de que ser mujer la perjudicaba una barbaridad, que nadie la respetaba o tenía en cuenta, y que si a ella se le hubiera ocurrido escribir una novela titulada “Las travesuras de la niña mala” (obra de Mario Vargas Llosa), público y crítica la habrían crucificado en la plaza Mayor sin contemplaciones. Por supuesto, no faltaron las alusiones al maltrato de la academia y los críticos, a los que tacharon de voraces e insaciables carroñeros literarios.

Tal delirio llevó al profesor Paulino Matas, de la universidad de Salamanca, a intervenir para preguntar qué es lo que se planteaban ellos ante el desafío de la página en blanco. No había veneno de ninguna clase en su cuestión, sino la simple intención de reconducir un debate que, recordemos, tenía que ver con cómo esos autores reflejaban el papel de la mujer en sus novelas. Pues bien, la señora Ángela Vallvey, haciendo gala de una estulticia suprema, se sintió atacada por una pregunta que consideró "cargada de prejuicios”, pues estaba cansada de que los académicos se burlasen de la mediocre producción literaria presente, que nada tiene que hacer frente a los grandes clásicos de la Historia literaria. ("En este país hay que morirse para que lo valoren a uno, como les pasó a Góngora, Clarín o a tantos otros", dijo otro de los ponentes, atrevido hasta con las comparaciones).

A partir de ahí se inició una conversación absurda, llena de reproches y acusaciones por parte de unos y otros. Los escritores nos tacharon de inquisidores, cansados de que los etiquetemos como autores de literatura menor (¿nos pueden explicar en qué se diferencia la literatura de consumo de lo que ustedes llaman gran o alta literatura?, se preguntaban, indignados). Y por más que intentamos explicarles, no nos dejaron, interpelándonos constantemente en un estilo soez, burdo y por completo fuera de lugar en un evento de semejantes características (“A mí lo que digan ustedes me la repampinfla”, llegó a decir la Vallvey, exquisita como pocas).

Miren ustedes, señores escritores, el que está aquí cansado de leer novelas horrorosamente escritas, sin ningún tipo de pensamiento detrás de su más que discutible forma, es un servidor. Basta ya de inundar las librerías con mediocridades que se caen por su propio peso, de adularse entre ustedes hasta el infinito y más allá y de patalear como niños pequeños cuando les decimos claramente lo que pensamos, como académicos, sí, pero también como lectores apasionados que aman profundamente la literatura, y que lo que desearían realmente es hablar solo de eso.

Y tengan claro, porque parece mentira que haya aún que explicarlo, que la literatura de consumo no es un desprecio para nadie, sino la simple constatación de que existen escritores cuyo interés no es alcanzar altas cotas de lenguaje poético o elaborar artefactos literarios de gran envergadura, sino vender libros empleando fórmulas preestablecidas, ya sean detectives, romances delirantes o misteriosos templarios. Y esa opción es tan respetable como cualquier otra, siempre y cuando sus autores no nos intenten dar gato por liebre y hacernos creer que estas obras han de ser consideradas la culminación del canon literario de todos los tiempos. Hasta ahí podíamos llegar.

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