Para los legos en esto del flamenco como un servidor, asistir a Carmen, de la compañía de Sara Baras, debe ser algo así como acudir a una final de la copa de Europa para alguien que no sabe lo que es un balón. No obstante, pude disfrutar de ese algo indefinido que los sabios en este tema llaman pasión, duende o como se prefiera, ese embrujo que convierte un tablado, unos tacones y una falda bien volteada en puro ritmo en movimiento.
Lógicamente, la que mandaba en el escenario era la Baras, y bien que se notó desde el principio. Gozaba de los mejores momentos, de las más cuidadas escenografías e iluminaciones, pero sobre todo de momentos de particular intimidad entre ella, sus gráciles movimientos y un público totalmente entregado.
A mí, sin embargo, me conmovieron más los momentos en que se dejaron de músicas en diferido y se pasaron a la guitarra, canto y palmas en directo (una duda razonable: ¿era realmente necesario pasarlo todo por megafonía?). Viendo allí reunida a toda la trouppe flamenca, que incluía una decena de bailarines y otra de músicos más los tres bailarines principales, sentía que la obra se elevaba muy por encima del resto de momentos que, con mayor o menor fortuna, se inspiraban en el clásico de Georges Bizet.
Y al margen de toreros, bailaoras y demás topicazos de la España cañí, salí con un buen sabor de boca, aunque quizá por mi falta de costumbre me sobraron cuatro o cinco canciones (especialmente la última, ya en medio de las fatigosas salvas de aplausos), y no terminé de entender del todo a santo de qué esas imágenes impostadas de mujeres desnutridas o con el burka ocultando su mirada femenina. Sara Baras no necesita de esos recursos fáciles para el aplauso, porque éste lo tiene ganado ya con sólo salir a escena.
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