Martin Scorsese es uno de esos directores que han trascendido la categoría estándar para alzarse a un Olimpo que comparte con ciertos autores del calibre de Ford, Huston, Coppola, Allen o Spielberg, a los que se recordará siempre por sus muchos aciertos, perdonando algún que otro desliz, que a fin de cuentas todos los han tenido a lo largo de sus muy dilatadas carreras.
En el caso de Scorsese, su éxito inicial fue tan atronador que parece difícil pensar cómo fue capaz de superar el ciclón que fue Taxi Driver (1976). Aquella película, que convirtió a Robert de Niro en una megaestrella, fue la carta de presentación (no me olvido de Alicia ya no vive aquí (1974), pero sin duda su impacto fue menor). Después llegarían New York, New York (1977), Toro Salvaje (1980), una década de los 80 algo complicada, con estrenos de encargo como El color del dinero y aquel extraño experimento llamado La última tentación de Cristo (1988) y, al fin, sus grandes éxitos sobre la mafia en los 90, con Uno de los nuestros (1990) y Casino (1995). Esta película, que marca el final de su larga y fructífera relación con De Niro, supone un punto y aparte en su carrera. Tras dirigir la exótica Kundun (1997), el director decidió emprender una nueva senda con un actor fetiche más joven y enérgico que el anterior, el siempre polémico Leonardo DiCaprio.
Dejando a un lado la maravillosa Hugo (2011), son cuatro ya las colaboraciones entre Scorsese y DiCaprio, con resultados más que decentes en todas y cada una de ellas (Gangs of New York (2002), El aviador (2004), Infiltrados (2006) y The Wolf of Wall Street (2013)). Y si bien las tres primeras tenían sus más y sus menos, oscars a mejor director y película para Infiltrados aparte, lo cierto es que esta última ha conseguido dar de lleno en la diana, y raro será que no se vaya con algún que otro premio importante de aquí a final de primavera.
La historia narra la biografía de Jordan Belfort, un especulador sin ningún tipo de escrúpulos que se hizo literalmente de oro en los años 90 a partir de una serie de inversiones fraudulentas a las que incitaba a pequeños y medianos compradores desde su posición como agente de bolsa. La cinta retrata las andanzas de Belfort y su equipo de ladrones con una mirada que los disecciona de arriba abajo, dejando al desnudo todas y cada una de sus muchas miserias humanas y absoluta desmedida en todo lo relacionado con una vida dedicada a amasar dinero, acostarse con prostitutas y darse al alcohol y a las drogas como si no hubiera un mañana.
Lejos, no obstante, de incurrir en moralismos a los que en principio la historia parecía prestarse, el ojo clínico de Scorsese se ejercita más bien en un montaje ejemplar que va superponiendo desfase tras desfase, con un orden narrativo asombroso al que únicamente le podría achacar una duración excesiva, algo que se hace más evidente en un tercer acto que acusa el peso, densidad y ritmo vertiginoso de los anteriores (la película dura tres horas, pero creo que media hora menos no le hubiera venido mal para el tipo de historia que cuenta).
Aun así, y especialmente cuando semejante guión lo interpreta semejante elenco, esto puede hacerse un problema menor. Todos y cada uno de los secundarios están estupendos, desde ese Mathew McConaughey que desbarra hasta con la mirada y que tiene una escena impagable, pasando por Rob Reiner (sí, el director de La princesa prometida) como el excéntrico padre de Jordan, sin olvidarnos de Jonah Hill, ese actor que parece destinado a convertirse en el eterno secundario de Hollywood y que, como ya hizo en Moneyball (2011), deslumbra con una interpretación llena de humor, sentido de la parodia e ironía. La escena en la que tanto su personaje como el que da vida DiCaprio se colocan con una droga dura y entran en fase de parálisis es una de las más divertidas y demoledoras que he visto en mucho tiempo, y pone de relieve la excelente química que este actor es capaz de entablar con cualquiera que se le ponga por delante. Es hora de los premios también para Hill.
Pero si alguien se come la pantalla con sus discursos, sus intervenciones rompiendo la cuarta pared o todas y cada una de las escenas que llena con su presencia, voz y memorable talento, es sin lugar a dudas Leonardo DiCaprio. Temo repetir lo que ya dije en su momento a propósito de El Gran Gatsby y esa trayectoria ascendente que le ha llevado, icebergs titánicos al margen, a establecerse como el valor más seguro en taquilla desde los tiempos épicos de Brad Pitt y Tom Cruise, allá por los 90, y a consolidarse como el actor más solvente, de recursos y talento que hay ahora mismo con alguna que otra excepción. Su recreación de Jordan Belfort es magistral, con todos y cada uno de los histrionismos de un personaje deleznable, manipulador y capaz de acciones tan inteligentes como estúpidas en una misma noche, por lo que cobra cada vez más fuerza la teoría de que si no le dan el Oscar esta vez, quizá no lo vaya a ver nunca: es tal el derroche de talento en cada escena, tal su despliegue de medios y lenguajes físicos, gestuales y verbales, que no encontramos rival alguno para la gran ceremonia; otra cosa es que, como le ha ocurrido también a su director hasta hace no mucho, la academia les dé la callada por respuesta una vez más. De momento, eso sí, el globo de Oro ya lo tiene en sus manos por la interpretación de este canalla en traje de Armani.
La discusión que ha generado The Wolf of Wall Street tanto dentro como fuera de Estados Unidos ha sido bastante curiosa, por entender muchos críticos que la vida y obra de Belfort se ha erigido como un monumento a la inmoralidad y el exceso, cuando en mi opinión es precisamente ahí donde Scorsese está poniendo su crítica más ácida. El retrato de la clase económica americana sirve como un ejemplo perfecto de por qué el mundo en el que hoy vivimos se desmorona, plagado de ratas como las que se retratan en esta película a la perfección: esos ladrones de guante blanco que dicen actuar en beneficio de los ciudadanos y empresas, y que llenan sus bolsillos a manos llenas con el dinero de todos mientras el mundo se va, literalmente, al carajo, es precisamente la mayor virtud de esta película, por lo que condenarla implica, a mi juicio, que quizá haya más de uno y más de dos, como sostiene el propio Scorsese, que le están esperando siempre detrás de cada esquina al margen de cuál sea la obra que presenta.
La cinta tiene, no obstante, los suficientes incentivos como para que cualquier tipo de público pueda disfrutar con una historia realmente entretenida que cuenta con algunas escenas que recuperan al mejor Scorsese, ese que no duda en montajes arriesgados, escenas duras o diálogos de absoluta crudeza donde combina de forma magistral el humor y el drama. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto en el cine con una película, por lo que polémicas morales al margen, no puedo sino recomendarla encarecidamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario