martes, 7 de enero de 2014

El reino de los hielos


Acaba de publicarse, a raíz de la ola de frío que se está extendiendo estos días por Estados Unidos, y en especial por su costa Este, una colección de escalofriantes imágenes procedentes de la ciudad de Chicago. En ellas puede verse el lago helado a las puertas de la ciudad, así como una serie de instantáneas que reflejan la dureza de una vida muy por debajo de lo humanamente soportable. Quizá por ello, y en un alarde de ingenio sin límites ni precedentes, las redes sociales ya han rebautizado la ciudad como "Chiberia", ante la evidencia de que se están sufriendo las mismas temperaturas que en las zonas más frías de todo el planeta. 

En realidad, el asunto no es ni mucho menos tema de risa. El gobernador de Illinois ha declarado el  estado de alerta ante las bajísimas temperaturas que está recogiendo la ciudad del viento, que sobrepasan con creces los 30ºC bajo cero. Escuelas y aeropuertos han cerrado, ante la imposibilidad de poder dar un servicio en condiciones a los ciudadanos, mientras proliferan los mensajes por parte de las autoridades con los consejos básicos para sobrevivir a esta ola de frío polar que asola toda la región.

Los artículos publicados sobre el tema no aclaran, en cualquier caso, los motivos por los que las temperaturas de este año están batiendo todos los récords, aunque imagino que será por un problema del tiempo que está durando la ola de frío. Para alguien que, como el que esto escribe, pasó un año entero en dicha ciudad soportando los rigores de su clima, la noticia de los 30 bajo cero no es que sea precisamente una novedad, ya que durante el invierno que pasé allí alcanzamos dicha cifra en numerosas ocasiones. El problema es que dicha temperatura límite se mantenga, inalterable, durante mucho más de las dos semanas que duró en mi caso (el resto del invierno se mantenía entre los 10/15 bajo cero, casi nada), y que condicionó por completo mi vida allí, como imagino que estará ocurriendo ahora con los que lo estén sufriendo en sus propias carnes.

Por si acaso hace falta la aclaración, Chicago es una ciudad que se encuentra en la frontera con Canadá, situada en la orilla sur del lago Michigan. Este inmenso lago, que ya en tiempos de Al Capone se empleaba para trasladar el alcohol desde el país vecino durante la vigencia de la "ley seca" (en camiones que iban sobre el hielo formado en el lago, ojo), es la puerta de entrada para todos los vientos procedentes del polo norte, que previamente dejan su huella en Alaska y Canadá. Esto, así como las amplias avenidas de una ciudad hecha a lo grande, provocan que transitar por sus calles en las épocas más frías resulte sencillamente imposible. Y da igual lo bien preparada que esté la ciudad, que lo está, tanto a nivel de infraestructuras como de vehículos para despejar carreteras o cubrir con sal sus aceras, el hecho cierto es que la vida de sus ciudadanos está completamente sometida a la voluntad de los hielos, que asoman en noviembre y, al menos en mi experiencia, se alargan mucho más allá de la primavera de muchos países.

Tanto es así que compañeros míos de la universidad en la que trabajaba llegaron a desarrollar el llamado "síndrome afectivo estacional", una especie de enfermedad de ánimo que induce a un estado semi depresivo, motivado por las constantes bajas temperaturas que en su etapa más cruda llevaron a las autoridades a enviarnos mensajes donde se recomendaba no pasar más de treinta minutos seguidos en la calle. Puede sonar a exageración, pero para todo aquel que haya tenido la desgracia de tener que ir a hacer la compra o ir a trabajar en semejantes condiciones, y especialmente de ver cómo día tras día la imagen de la nieve perpetua se mantiene inalterable, es muy posible que termine desarrollando cierta inquina al símbolo navideño.

Uno de los aspectos que más me llamó la atención de Chicago, al margen de que la universidad contara con laberintos subterráneos para no tener que ver la luz del sol, era que la gente de allí no notaba que hubiera nada raro. Que el día 3 de mayo una nevada hubiera congelado las ruedas del avión que nos tenía que llevar al Gran Cañón les debía parecer de lo más normal, así como salir literalmente forrados de abrigos, gorros, bufandas y guantes durante casi ocho meses consecutivos. Yo solo recuerdo pensar constantemente, como hacía Obélix a propósito de los romanos, que aquellos chicagoanos estaban como regaderas, y no veía la hora de volver a ver el sol de mi tierra. Si alguna vez he sentido esta España mía, esta España nuestra, como algo propio e íntimo de mi ser, fue sin duda en pleno síndrome afectivo estacional, algo que se curó nada más salir del avión en Barajas a comienzos de aquel verano y sentir cómo un sol de justicia me abrasaba la vista. Creo que muy pocas veces me sentí tan feliz como entonces.

Por todo ello, no puedo sino desear a todos mis amigos que allí siguen, y al resto de habitantes de ese desdichado reino de los hielos, que se armen de paciencia y piensen que dentro de solo seis o siete meses llegará el bochorno veraniego propio, irónicamente, de la misma ciudad que ahora mismo los congela bajo un manto inacabable de nieve. Y que pase pronto.


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