Con el excelente sabor de boca que acaba de dejarnos el final de su tercera temporada, es de justicia dedicar unas líneas a la que es, con diferencia, una de las series de más calidad que ha dado la televisión británica en los últimos años. No se trata únicamente de destacar los ya agotadores calificativos para sus actores principales, unos inmensos y pletóricos Benedict Cumberbatch y Martin Freeman (que gracias al éxito de la serie ahora parece que están en todas partes), así como de sus excelentes personajes secundarios, sino de poner de relieve el resultado tan equilibrado, profundo y completo que arranca de unos poderosos guiones y se ve rematado por un montaje y una posproducción tan inteligente como hipnótica. Decididamente, y por mucho que a Guy Ritchie y su intrascendente Holmes encarnado por Robert Downey Jr. les duela, Sherlock solo hay uno.
La serie arrancó con notable éxito de crítica en 2010, con un curioso formato de temporadas de tres episodios cada una, a razón de 90 minutos por episodio. Esto, que en realidad convierte cada capítulo en una especie de película en sí misma, a un tiempo autoconclusiva y a un tiempo hilvanada hábilmente con la trama central de cada temporada, hace que la serie mantenga frescura, que no pierda el tiempo en capítulos anecdóticos y, muy especialmente, le da a cada trama el tiempo necesario para crecer sin absurdas interrupciones o dilataciones de la acción. Se trata de episodios fuertes, constituidos por los grandes guiones que mano a mano elabora Steven Moffat con Mark Gattis, quien a su vez se reserva el jugoso papel de Mycroft, el pedante y entrañable hermano mayor de Sherlock.
Evidentemente, la clave del éxito de la serie está en la química de sus dos extraordinarios actores principales. El papel de Cumberbatch como Sherlock es de antología, dándole a su personaje toda la excentricidad, clase y carisma que necesita, y al que secunda perfectamente Freeman con una interpretación llena de calor, humanidad y talento con el que tanto necesita identificarse el espectador. Los diálogos entre ambos son, con diferencia, lo mejor de una serie que temporada a temporada fue creciendo al tiempo que incorporaba una versión moderna, actual y coherente de los elementos clásicos de las obras de Conan Doyle, donde siempre destaca la inteligencia de Holmes y su extraordinaria habilidad intelectual para salir del aprieto más irresoluble.
Cada capítulo toma una novela de Conan Doyle y propone su particular versión, algunas veces con más acierto que en otras. A mí, por ejemplo, me dejó algo frío la versión de El perro de los Baskerville, mi novela favorita de Holmes, pero debo reconocer que me encanta la versión que se hace de otras obras, así como de muchos personajes claves de la historia, como esa impagable Irene Adler que interpreta Lara Pulver. Y en cualquier caso, la serie sabe siempre mantener una tensión efectiva incluso para quienes conocemos el desarrollo general de la historia, que siempre se mantiene fiel al espíritu de las obras originales por mucho que ciertos trucos efectivos, como el de los teléfonos móviles, parezcan alejar las historias en direcciones postmodernas menos adecuadas. Como tantas otras cosas, se trata solo de una ilusión en la que conviene no caer.
Curiosamente, el propio éxito de las dos primeras temporadas, que culminaban con esa caída de Reichenbach y el desenlace del particularísimo y genial Moriarty, fue casi el causante de la desaparición de la serie. Una mezcla de bloqueo por parte de Moffat y el descomunal éxito de sus dos actores principales fueron la fórmula de la tormenta perfecta que a punto estuvo de trastocarlo todo, llevando a las estrellas a protagonizar grandes proyectos de Hollywood, como El Hobbit o Star Trek, mientras Moffat sentía toda la presión de una audiencia que ha tenido que esperar más de dos años para poder contemplar las excelencias de una, nuevamente, soberbia temporada. Los tres capítulos de esta última hornada son absolutamente apasionantes, con un nivel actoral delirante y una forma de enganchar en cada uno de ellos que se ve aderezado, además, por un sentido del humor fabuloso. La entrada en escena de Holmes en el primer capítulo, haciéndose pasar por un maitre francés, es únicamente comparable a la secuencia del discurso nupcial del segundo capítulo o a la búsqueda de respuestas desesperadas del palacio mental de una tercera entrega que, en el colmo de los colmos, anuncia una línea temática apasionante para la cuarta temporada con el retorno de cierto personaje. Sencillamente, no se puede pedir nada más.
Aun a pesar de que en ocasiones puede pecar de cierta pretenciosidad en el tono, no puedo sino recomendar encarecidamente a cualquier escéptico que le dé una oportunidad de las buenas. El talento y carisma de todo el mundo involucrado en esta producción harán el resto.
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