sábado, 21 de julio de 2012

Todos los recuerdos fueron buenos (parte III)





     La noche era exactamente como lo había soñado durante todo aquel año: tranquila, silenciosa, plagada de estrellas. El camino estaba despejado, el agua sonaba cercana bajo el puente y la luz de las velas creaba un sendero que se bifurcaba en dos direcciones. Ellos todavía tardarían unos minutos en llegar hasta aquel claro del bosque. 


   Era como había soñado y, sin embargo, en el fondo no tenía ganas de que ocurriera. No era fácil lo que estaba por venir. De hecho, se iba a convertir en la más difícil de todas aquellas noches que había pasado desde que, hace ya muchos años, me convertí en monitor scout. Y es que aquella noche había llegado al fin el momento de decir adiós.

Ya tenía algo de experiencia en este aspecto, porque el año pasado por estas fechas me fui de mi otro grupo, el Antártida. Pero aquello fue diferente. Con alguna que otra excepción, todos aquellos a los que deseé buena suerte han seguido presentes en mi vida y, lo más importante, mis chavales son ya hombres hechos y derechos que guían a otros. En realidad aquel adiós fue un relevo calculado, triste como toda despedida, pero con una sensación de cierre que, esta vez, no sentía igual.

A fin de cuentas, mis dragones del Boanerjes no son todavía hombres o mujeres. Se encuentran en ese proceso, en torno a los catorce o quince años, en que uno se hace las preguntas realmente importantes, en que quizá más se necesite un referente en el que apoyarse. Pero yo ya no podía serlo, por mucho que me doliera, porque llevaba ya demasiados años con ellos, demasiadas anécdotas y aventuras juntos, y era tiempo ya de que tuvieran otros modelos, otros espejos en los que mirarse. Además, desde hace tiempo mi propio camino tenía anunciadas otras sendas que ya no podía retrasar más. Era la hora de despedirse.

Supongo que decir adiós resulta más sencillo cuando uno lo ha planeado, como fue mi caso, durante mucho tiempo, cuando sabe que cada gran evento es el último gran evento: el último festival de Navidad, el último San Jorge, el último día del deporte, el último campamento de verano... Uno disfruta de cada momento como nunca precisamente porque es consciente de su caducidad, y trata de rentabilizar al máximo cada minuto para irse con la mayor satisfacción posible.

Sin embargo, no fue fácil para mí llevar esa losa y, al mismo tiempo, tratar de disfrutar como los demás y que no lo notasen, que no lo intuyeran, que no lo supieran. Hay algo en la ignorancia que aporta felicidad, o al menos eso dicen, pero en el fondo yo prefiero la satisfacción del conocimiento, porque es más duradera. Y estoy realmente satisfecho de este último año, como lo estoy de los anteriores, porque soy consciente de que se han conseguido grandes cosas, que los chicos han hecho grandes progresos y que están en las condiciones óptimas para seguir su camino, ese mismo hasta el que aquella noche había podido acompañarles.

De pronto, comencé a escuchar ruidos. Aquí llegaban. Después de tantos años juntos, y especialmente en aquel último campamento tan intenso, tan plagado de felices momentos compartidos, pensé que sería capaz de reconocerlos hasta en mitad de una tormenta de granizo. Fueron sentándose en torno a las velas, muy serios, como si fueran conscientes de que les esperaba algo malo. Allí estaban casi todos: Lydia, Richi, Mónica, Álvaro, Paula, Miguel, Belén, Edu, Pablo y Raúl. Solo faltaban Ali, Agus y Pedro, pero los sentía igualmente cerca que al resto. Y por mucho que traté de contarles una última historia, la de aquel dragón de oro que, una vez criados los demás dragones bajo su custodia, elevaba un último vuelo y lloraba una lágrima dorada por cada una de sus crías, no me salieron las palabras como esperaba. Y por mucho que traté de no contagiarme de sus emociones mientras les leía la carta de despedida, que quedará entre ellos y yo, no pude evitarlo y me contagié. Y por mucho que traté de que no me afectaran sus abrazos y su cariño, pensando en que esa senda que se bifurcaba aún les iba a traer miles de risas y alegrías casi más para animarme yo que a ellos, no pude evitarlo y finalmente, me afectó.

Supongo que forma parte de nuestra naturaleza negarnos al cambio, a la evolución o al paso de los ciclos naturales del tiempo o de la edad. Les ocurría a ellos aquella noche y a mí también, por mucho que intenté evitarlo. Quizá por eso una parte de mí desearía rejuvenecer y seguir con ellos compartiendo aventuras hasta que no quedara una sola por vivir, como me ocurrió el año pasado con mis rovers. Y si no se lo dije fue porque, en el fondo, sé que este adiós se produce en el momento y el lugar adecuados. Se produce cuando hemos alcanzado las cumbres que nos habíamos propuesto, cuando hemos llegado hasta donde teníamos que llegar juntos. Ni un paso más, pero tampoco un paso menos. Y se produce en el lugar adecuado, una noche tranquila al calor de las velas y bajo el signo de las estrellas.

La leyenda del dragón de oro no contaba buena parte de la historia que yo viví aquellos días. No contaba, por ejemplo, que esos mismos dragones a los que había visto crecer a su lado le devolverían todos sus cuidados en forma de reconocimiento y cariño, y que tan afortunados se sentirían ellos como él de haber compartido esa experiencia, que tanto los había cambiado a todos. No contaba la leyenda que esas lágrimas, que al caer al suelo se convertían en lingotes de buena suerte, las derramaba tanto él como ellos, y que no eran lágrimas de tristeza, sino de alegría por el tiempo que vivimos juntos. Ese tipo de detalles suelen quedar ocultos entre líneas, de modo que casi nadie los recuerda.

Pensé en todo ello al día siguiente, en el largo viaje de vuelta, y me volvió a asaltar esa emoción cuando en mitad de aquella despedida de familias que no me esperaba, los dragones me llamaron, solemnes, y me entregaron el banderín del dragón con el que habían formado aquel verano. Recuerdo que lo acepté, gustoso y emocionado, y después ya no recuerdo nada más porque los abrazos de unos y otros me desbordaron. 

Lo que siempre recordaré es que todo lo vivido con ellos, así como con los que en su momento me dieron la bienvenida a aquel grupo, mis hermanos, y los que me dijeron adiós tantos años después, y a los que tanto aprecio, es suficiente como para llenar un baúl de los recuerdos; uno en el que, sobra decirlo, todos y cada uno de ellos fueron buenos. Qué viaje tan fascinante.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Dios nacho que lloro otra vez!! (Paula)

Anónimo dijo...

Pff...estoy sin palabras :) SIEMPRE (miki) y gracias!