Ciertamente estos son malos tiempos, pero no debemos desesperar. Para quienes creen que no hay posibilidad de alcanzar el bienestar y llevar una existencia feliz, sin duda, la vida será dura en todas sus etapas. Pero a quienes consiguen todos los bienes en sí mismos, no les puede parecer malo lo que la exigencia de la naturaleza traiga. Así lo aprendí en mis primeras lecturas, en aquella lejana infancia en la hermosa Arpino, la de las muchas colinas. Así lo he observado ya, desde mi inmortal retiro, tantos siglos después de mi muerte.
No hay nada hecho por la mano del hombre que tarde o temprano el tiempo no destruya. Y aunque el tiempo se haya llevado aquellos imperios y haya traído estos otros, nunca dejará de asombrarme el modo en que mis palabras, y las de tantos otros que hablaron antes que yo o poco después, resuenan como el eco de la eternidad en las mismas formas en que antaño las escribimos, en el mismo lenguaje que, aún hoy, pervive en algunos libros y en algunas mentes.
Entre todas las personas que han transmitido su amor por aquella perdida cultura, hay una que hoy cede en su labor al paso del tiempo implacable, para mi desgracia y la de mis contemporáneos. Si en verdad el hombre es como los vinos, que el tiempo agria a los malos y mejora a los buenos, esta persona ha alcanzado una bondad extrema y merecería ser alabada por todos. Es cierto, nuestra conciencia ha de tener más peso para nosotros que la opinión de todo el mundo, pero hoy es un día especial: hoy es el día en que yo seré su abogado defensor, como ella lo fue de mí en incontables ocasiones.
Una cosa es saber y otra saber enseñar. Para lo primero es necesaria la curiosidad; para lo segundo, el talento. Ella era una niña curiosa, como yo en Arpino, cuando descubrió que el latín y el griego eran el vehículo de una verdad olvidada, y a ambos decidió entregar su talento. Estudió con interés y con entusiasmo, y frente a aquella multitud que la acusaba de desvaríos y locuras ella se mantuvo firme y soportó estoicamente, con su vocación como único escudo. ¿Hasta cuándo, Mari Cruz, abusaron de tu paciencia? Sólo ella lo sabe, como sólo ella es consciente de su tenacidad, de esos esfuerzos que poco a poco tuvieron recompensa primero en la Universidad y luego al fin, tras unas duras oposiciones, en sus primeras clases.
Las raíces del estudio son amargas; los frutos, dulces. Así lo aprendieron sus alumnos en Colmenar o en la Elipa, a los que esta profesora trató por todos los medios de inculcar su pasión por el latín y el griego, por una cultura clásica en franca retirada ante los desmanes de unos jueces ciegos que antepusieron la moneda al conocimiento. Y ella, como en el pasado, se mantuvo firme y soportó estoicamente. También defendía, como yo, que el que enseña el camino al que va errado, luz en su luz le enciende y a él le alumbra habiéndola comunicado.
Así pasaron los años, al calor de esa lucerna clásica, y en verdad fueron años dichosos, como lo fueron los viajes al portal del tiempo de Segóbriga, donde revivía el espíritu vengador de Medea o la sonrisa de Lisístrata, o aquel otro viaje a mi patria, donde en aquel mismo foro de mi infortunio tuvo nuevamente un recuerdo para mí, unas palabras de respeto y cariño que aún hoy resuenan en mis oídos.
Sus alumnos y compañeros de profesión extrañarán igualmente su paciencia y su magisterio. En todos ellos dejó su impronta, pues a todos ellos contagió su ilusión y su alegría; a todos ellos obsequió con su amistad durante largos años y durante largos años, por tanto, permanecerá en su recuerdo. Así me ocurrió a mí, así veo que le sucede a ella: la edad es llevadera si se defiende a sí misma, si conserva su derecho, si no está sometida a nadie, si hasta su último momento el hombre es respetado entre los suyos. Como en el adolescente hay algo de senil, también en el hombre mayor hay algo de adolescente, lo reconozco. Quien siga esta norma podrá ser anciano de cuerpo pero no de espíritu.
Tiempo es ya de dar fin a este discurso y de celebrar una despedida llena de gratitud a una labor siempre atenta y rigurosa que, con el paso del tiempo, no hizo sino ganar experiencia y valor. La vida va transcurriendo sin darse uno cuenta, sin duda, pero no se quiebra de repente: la lámpara de la vida se va extinguiendo poco a poco, día y noche. Siempre ha sido necesario un final, y como sucede en los brotes de los árboles y en los frutos de la tierra, tras su madurez oportuna, el sabio debe aceptar también con serenidad su propio final. Así me ocurrió a mí, así veo que le sucede a ella. O tempora, o mores.
M.T.C.
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