lunes, 8 de octubre de 2012

Un paraje en ruinas




Por una serie de motivos que ahora no vienen al caso, este curso imparto clases de latín en mi instituto. Se trata de un grupo de cuarto de ESO al que trato durante tres horas a la semana de inculcar el aprecio por una lengua y una cultura que recibí, a su vez, de unos profesores de los que guardo un inmejorable recuerdo. Al igual que ocurría en mi época de estudiante, los grupos que escogen este tipo de asignaturas son poco numerosos, y están básicamente constituidos por dos tipos de alumnos: aquellos que eligen el latín por interés o vocación y aquellos otros que, huyendo de otras opciones que generalmente incluyen itinerarios científicos, terminan por recalar en la ribera clásica sin demasiado convencimiento.

A unos y a otros intento demostrar que su elección ha sido correcta (como lo habría sido cualquier otra, dicho sea de paso), porque del latín procede el idioma que les ha visto nacer y, en buena medida, los pilares básicos de su concepción del mundo. Cualquier palabra, por pequeña o insignificante que pueda parecer, proporciona en realidad una gran cantidad de información sobre nuestro modo de percibir la realidad, y es aún más satisfactorio comprobar que ese interés no se despierta solo en mí como profesor, sino también en ellos como alumnos. Así, por ejemplo, el otro día aprendimos que nuestra palabra "examen" y "enjambre" proceden del mismo vocablo latino, originalmente destinado a designar muchedumbre de algo y, al mismo tiempo, fiel de una balanza con que se mide algo, o que del griego procede, por filtro latino, esa "cátedra" o asiento de la que deriva tanto la "cadera" como la "iglesia catedral", donde tiene su asiento el obispo. Y qué decir de sus acentos, largos y breves, del que deriva prácticamente nuestro mismo sistema acentual, o una sintaxis que explica un porcentaje elevadísimo de construcciones actuales del español. Conocer el latín es, más que un ejercicio filológico, una práctica sobre la memoria misma de nuestro lenguaje, un viaje fascinante a las raíces de nuestra identidad cultural y lingüística.

Tanto es así que, conforme avanzan las semanas, las clases de latín se están convirtiendo en mi particular pausa diaria, tanto por el contenido de las mismas como por el ambiente de trabajo tranquilo y agradable que se ha conseguido entre todos sus participantes. Cada clase nos deja siempre cuatro o cinco palabras nuevas sobre las que reflexionar, ya sea "nauta" o navegante y sus actuales derivaciones digitales o algún que otro insulto que me solicitan mis alumnos para poder decirlos sin temor a represalias, como ese "stultus" del que proceden la estulticia o estupidez actuales. Y todo ello viene aderezado por nociones básicas acerca del proceso de romanización en España, de todas las infraestructuras y avances que trajo una cultura tradicionalmente conocida, por desgracia, más por la corrupción de su clase política y sus afanes imperialistas que por la ingente cantidad de transformaciones sociales y culturales que promovió a lo largo de sus muchos años de esplendor. Leemos textos de Catulo, de Séneca, de Ovidio o de Virgilio, rememoramos las trifulcas entre Cicerón y Catilina y, por si fuera poco, damos todo un repaso al panteón olímpico y al anecdotario divino que llevó a Zeus y compañía de una punta a otra del globo en busca de amores o de guerras, que para ellos todo terminaba siendo lo mismo.

Por todo ello, ahora quizá más que nunca siento una inmensa lástima por el hecho de que todo este universo grecolatino esté en un proceso de degradación tan alarmante en nuestro sistema educativo como lo están las ruinas de Pompeya. Acabo de conocer que de cara al curso próximo grupos como el que tengo el privilegio de enseñar este año ya no se van a dar salvo una autorización milagrosa y poco probable del ministerio, dado que no se permitirán grupos menores de quince alumnos por motivos única y exclusivamente económicos. A partir del año que viene, alumnos como los que tengo este año deberán buscar en optativas de mayor pujanza un hueco que, en mi opinión, no se puede compensar ni mucho menos maquillar con estúpidos discursos de la modernidad de nuestro señor ministro de educación, que en su momento prometió hacer obligatorio el latín en 4º de ESO y ahora hace mutis por el foro de la manera más vergonzosa.

El Latín, el Griego y la Cultura Clásica llevan demasiados años sometidos a una reducción constante y progresiva de su espacio como para poder ser mínimamente optimistas de cara a su supervivencia. En el fondo, y tal como le ocurre a la Literatura, a la Filosofía o a la Historia del Arte, lo clásico pierde presencia en un currículo cada vez más plagado de asignaturas que, en mi opinión, tienen una importancia injustificada desde un punto de vista de la formación académica que en otro tiempo sentó las bases del antiguo sistema de enseñanza secundaria y bachillerato. Se deja de lado así una visión del mundo, la de las Humanidades, en la que ya pocos o muy pocos podrán formarse salvo por un empeño personal decidido y encomiable, porque los itinerarios y las vías de formación van orientándose únicamente hacia el ámbito de las ciencias, ese que nunca debió verse como el lado útil y práctico del conocimiento. Nada tengo en contra de ellas porque jamás las vi como un enemigo, sino como parte de esa moneda que luce por uno de sus lados y por el otro, sin embargo, ofrece un desolado paraje en ruinas del que parece que ya nadie, ni siquiera Zeus, nos puede salvar.


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