Se ha conocido hace unos días una sanción de la Unión Ciclista Internacional, a instancias del organismo americano más importante del ciclismo (la USADA), que castiga de una manera inédita en la historia del deporte al que, hasta la fecha, era uno de sus máximos exponentes: Lance Armstrong, el hombre que se recuperó de un terrible cáncer para después convertirse en el máximo campeón del tour de Francia, con unos increíbles siete triunfos consecutivos (1999-2005), ha sido despojado de todos sus títulos por haberse demostrado que siguió un complejo y meticuloso plan de dopaje que implicaba a cientos de corredores, médicos y patrocinadores. La UCI, en una rueda de prensa bastante lamentable, llegó a afirmar que Armstrong había sido "borrado de la historia" y que ahora se abría "una nueva era" de limpieza y transparencia en la historia del ciclismo.
Supongo que ahora resulta sencillo subirse al carro de los escépticos y proclamar aquello de "yo ya lo sabía", "era imposible que alguien ganara tanto y tantas veces seguidas", etc. A mí siempre me pareció extraño, e incluso hasta cierto punto ventajoso, que una persona como Armstrong tuviera trato de favor en los controles por los medicamentos derivados de su tratamiento contra el cáncer, y que ganara siete tours seguidos me sonaba excesivamente glorioso para ser verdad. En cualquier caso, digo que la rueda de prensa de la UCI me pareció lamentable porque esa cantinela de la transparencia llevamos ya escuchándola décadas. Lo cierto es que, por desgracia, en el caso del ciclismo a mí me quedaba ya muy poca ilusión tras la sucesión de escándalos que llegó a finales de los noventa, justo cuando (casualmente) surgió la estrella ascendente de Armstrong para eclipsarlo todo.
Yo me aficioné a este deporte viendo con mi padre aquellas etapas del Tour del primer lustro de los 90, aquel en el que Miguel Induráin igualó el récord de cinco victorias en la ronda francesa que hasta entonces ostentaban Hinault, Merckx y Anquetil, añadiendo el plus de que lo hacía de forma consecutiva (1991-1995). Me parecía espectacular ver cómo Induráin ascendía aquellos puertos, sufriendo pero venciendo y convenciendo a todos sus rivales, que lo respetaban como jamás ha vuelto a ocurrir con un gran campeón posterior. Induráin era un ejemplo para todos de discreción, de sinceridad y sencillez que dejaba atónitos a propios y extraños, en un deporte tan dado al ego y a la megalomanía como el ciclismo, y quizá por todo ello no tuvo ninguna dificultad en ganarse el corazón de todos los españoles y parte del extranjero, que admiraban tantísimas virtudes como no podía ser de otra forma. Por todo ello, mi decepción llegó con más dureza justo al año siguiente de su último triunfo en Francia, en 1996, año de la victoria de Bjarne Riis (que luego confesó haberse dopado aquel año), ya que la prensa internacional y nacional se dedicó a machacar a Induráin por ser incapaz de conseguir el sexto triunfo. Siempre recordaré aquello como uno de los tratos más injustos y lamentables, especialmente viniendo de nuestro país, donde le llegaron a reprochar hasta no haberse proclamado vencedor de la nada prestigiosa Vuelta a España, porque gente como Induráin aparece en nuestro deporte en contadísimas ocasiones y denostarlo es únicamente una muestra más de la mala memoria, ingratitud y paletismo de la que hace gala este país en cuanto tiene ocasión.
Poco después de la retirada de Induráin estalló el escándalo de Marco Pantani, "el pirata", el campeón de la edición de 1998 que apareció muerto en la habitación de su hotel con todos los indicios de una sobredosis. Su victoria en el Tour quedó en entredicho, al demostrarse que se había dopado. Y luego vino el caso Festina, y la operación Puerto, en los que decenas de grandísimos corredores, como Alex Zulle o Richard Virenque, fueron hallados culpables de doparse. La muerte del Chava Jiménez, la otra gran esperanza española, involucrado también en temas de dopping, fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia y me llevó a desentenderme por completo de aquel deporte que llegué a ver infectado hasta la médula de una terrible epidemia de mentiras, drogas e ilusiones. Qué lejos me quedó el mito aquel del deportista que ascendía esos impresionantes puertos de montaña basándose únicamente en el esfuerzo de su pedalada.
Tantos años después, las revelaciones de Armstrong y su trama de dopaje no deberían sorprender a nadie, con semejantes antecedentes. A mí desde luego no me sorprenden en absoluto. Es simplemente la confirmación de que el mundo del ciclismo se basa en el engaño permanente, en autotransfusiones de sangre y en buscar a escondidas la estrategia para que no se descubra un pastel que huele, de tan rancio, a podrido. No sé si Contador está también metido en este universo, (espero que no), pero desde luego yo de él me olvidaría de alcanzar glorias como las de Armstrong y me dedicaría a otra cosa. No merece la pena.
Para mí el ciclismo terminó aquel día que Induráin ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atlanta. Verlo ahí, ya con su carrera a punto de terminar, subido en lo más alto del podio y con una inmensa sonrisa de felicidad, fue para mí la más dulce de las venganzas contra todos aquellos que lo cuestionaron solo unas semanas antes y llegaron a tacharlo de inútil (qué vergüenza). Hay quien asegura que la historia de este deporte hace sospechosos a todos sus campeones, sin excepción, y que el dopaje no lo ha inventado Armstrong. Puede que sea verdad, y que como dijo aquel corredor cuyo nombre nunca recuerdo, "a ver si alguien se cree de verdad que nos hacemos el Giro, el Tour y la Vuelta comiendo solo macarrones", pero una parte de mí quiere creer que el mito de Induráin, como el de Anquetil, Merckx o Hinault son intocables. Lo contrario sería una decepción difícilmente explicable, algo que no se puede decir del caso Armstrong, al que más le valdría desaparecer de verdad. Muy posiblemente sus lamentables acciones hayan hundido el escaso prestigio de este deporte hasta límites irrecuperables, y es por eso por lo que, más que por todo lo demás, se le guardará un resentimiento especial.
Ojalá algún día el ciclismo recupere la senda que nunca debió abandonar, aunque para ello deje de batir marcas y récords de velocidad que, sinceramente, no importan nada. Ojalá algún día vuelvan los grandes campeones y podamos olvidar, de verdad, que todo esto no fue más que el crepúsculo de los dioses del dopaje y el engaño.
P.D: (Actualización del 19 de enero de 2013: Armstrong acaba de conceder una entrevista a Oprah Winfrey en la que confiesa que todas las acusaciones sobre su dopaje son ciertas: consumió EPO, se administró autotransfusiones de sangre durante sus carreras y todas y cada una de sus victorias entre el periodo 1999-2005 están condicionadas por el consumo de sustancias prohibidas. Reconoce haber ganado los siete Tours con trampas al más alto nivel de sofisticación y afirma, en el colmo de su arrogancia, que él no inventó el sistema del dopaje y que es injusto que ahora se ceben con él condenándole de por vida a no practicar deporte de competición (pobrecito mío). Por supuesto, y por mucho que dice "I'm sorry", no se le ve arrepentido en absoluto. Hasta ahí podíamos llegar).
Ojalá algún día el ciclismo recupere la senda que nunca debió abandonar, aunque para ello deje de batir marcas y récords de velocidad que, sinceramente, no importan nada. Ojalá algún día vuelvan los grandes campeones y podamos olvidar, de verdad, que todo esto no fue más que el crepúsculo de los dioses del dopaje y el engaño.
P.D: (Actualización del 19 de enero de 2013: Armstrong acaba de conceder una entrevista a Oprah Winfrey en la que confiesa que todas las acusaciones sobre su dopaje son ciertas: consumió EPO, se administró autotransfusiones de sangre durante sus carreras y todas y cada una de sus victorias entre el periodo 1999-2005 están condicionadas por el consumo de sustancias prohibidas. Reconoce haber ganado los siete Tours con trampas al más alto nivel de sofisticación y afirma, en el colmo de su arrogancia, que él no inventó el sistema del dopaje y que es injusto que ahora se ceben con él condenándole de por vida a no practicar deporte de competición (pobrecito mío). Por supuesto, y por mucho que dice "I'm sorry", no se le ve arrepentido en absoluto. Hasta ahí podíamos llegar).
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