lunes, 12 de marzo de 2012

La mujer invisible (parte I)




Mucho se está hablando estos días de la mujer y su papel en la sociedad actual, con motivo de la celebración de su día internacional. Y en este país de caverna y pandereta, no pocos de los comentarios vertidos arrojan una desoladora imagen que nos coloca en las antípodas de un país que se precia de civilizado y modélico. Pero vayamos por partes.

Todo comenzó con la polémica del lenguaje sexista y la visibilidad de la mujer, a propósito de un excelente y detallado informe de Ignacio Bosque sobre las recomendaciones de unas guías elaboradas por algunos sindicatos, universidades y organizaciones con afanes igualitarios. No creo que el informe se pueda discutir con argumentos lingüísticos porque se atiene en todo momento a la corrección gramatical, al sentido común y a la destrucción de ese prejuicio tan inquietante acerca de que se puede obligar al hablante a modificar su habla antes que su mentalidad. Y aun lamentando mucho los usos sexistas que determinados hablantes puedan hacer del lenguaje, mucho me temo que el problema no está tanto en el espejo que nos devuelve una imagen degradante como en la realidad que proyectamos nosotros sobre el espejo.

Ante este asunto, hay quien se rasga las vestiduras por lo que considera una afrenta del lenguaje, y otros que hacen lo propio por considerar que la afrenta se le hace a la lógica del propio lenguaje. Para los primeros, debemos forzar la máquina de nuestra expresión, y no decir “los problemas del hombre”, sino “los problemas de la humanidad”. Hay quienes defienden que la mujer se haga notar en los discursos oficiales, en todos y cada uno de ellos, lo que lleva a personas que conocen poco o nada de la gramática a decir barbaridades aquellas del tipo “miembros y miembras”. Bosque señala, con no poca malicia, que no ha encontrado en ninguna parte referencia alguna a “los empresarios y las empresarias”, en los documentos de C.C.O.O., lo que supone una notable contradicción, de sesgo ideológico, además, sobre su propia teoría de la igualdad.

Entiéndanme, no digo que muchas de esas propuestas, hechas con la mejor de las intenciones por las guías de uso citadas, no tengan cierto fundamento, y estoy seguro de que los académicos se han sentido molestos por el hecho de que otras instituciones hagan el trabajo que, se supone, les corresponde a ellos. Seguro que algo de eso hay, pero para mí lo esencial en este debate es separar bien ciertas ideas que parecen mezclarse con demasiada ligereza.

La primera de ellas es la confusión, que a este paso va camino de convertirse en leyenda, entre el sexo biológico y el género gramatical de las palabras. Cualquiera que conozca un poco del lenguaje sabe que las realidades de las que tiene que dar cuenta van mucho más allá de esa simplista división del macho y la hembra y que, en el ámbito relativo a los oficios que pueden desempeñar mujeres y hombres, no siempre esas palabras tienen por qué tener necesariamente un género gramatical definido. Las palabras comunes en cuanto al género se cargan así de sospechas y controversia en función de criterios extralingüísticos, como juez, jefe o gerente, que ahora deben tener su preceptiva variante femenina jueza, jefa y gerenta porque así lo dicen quienes, sin embargo, no se preocupan en darle una variante masculina a violonista, artista o futbolista por ser igual de absurdo, en el fondo, que lo anterior.

Por otro lado, la forma de expresarse de cada hablante corresponde a su forma de ser. Si una persona es racista, empleará términos y expresiones que la delatarán en cuanto trate el tema. Si alguien considera que la mujer es un ser inferior, su lenguaje se adaptará necesariamente a esa mentalidad y lo delatará en cuanto abra su boca. Y si, por el contrario, una persona es respetuosa y tolerante, del mismo modo su lenguaje no hará sino reflejar esas ideas de respeto y tolerancia. Pretender que un racista, un machista o una persona respetuosa hablen de la misma manera es absurdo porque para que eso se produjera los dos primeros deberían modificar primero su visión del mundo. Solo así su lenguaje reflejaría cambios significativos.

Estoy totalmente a favor de la igualdad social entre el hombre y la mujer, pero me parece que centrar el debate en lo que el lenguaje debe o no decir sobre este asunto es muy poco fértil. Más me preocupa, por ejemplo, lo que dijo hace muy poco cierto ministro acerca de la ley del aborto porque de su mentalidad, más que de sus palabras, nace mi sospecha de que estamos realmente lejos del país de la igualdad que muchos queremos.

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