Hace una semana, nuestro ministro de justicia hizo una encendida defensa en el Congreso de los Diputados de la necesidad de reformar la actual ley del aborto. Dijo, entre otras cosas, que esa ley amparaba una serie de comportamientos y actitudes intolerables y que, en el fondo, legitimaba una forma de violencia estructural de género que es la que provoca, en opinión de su partido, un escandaloso porcentaje de abortos (9 de cada 10, si no recuerdo mal). Era imperioso, según el ministro, devolver a la mujer su derecho a “elegir ser madre”.
Hay varios puntos que me llaman la atención en este asunto. Por un lado, entiendo que una buena parte de la sociedad conservadora de este país, a la que este señor representa, está frontalmente en contra no solo de esta ley sino de cualquier ley que legisle el aborto, ya que esta parte de la sociedad lo considera un asesinato puro y duro. Reformar la actual ley sería, pues, el primer paso para llegar a su total derogación futura, que es lo que en el fondo se pretende.
Aunque no esté de acuerdo con esta postura vería razonable que un partido político expresara su rechazo al aborto y empleara todos los medios a su alcance (democráticos, entiéndase) para conseguir sus objetivos políticos. El problema es que aquí no se hace así, y se emplean argumentos retorcidos para lograr objetivos que en el fondo son la antesala de los reales, con una estrategia que rechina por todos los lados.
No se sostiene ni se entiende, por ejemplo, esa defensa de la mujer como un individuo incapacitado para tomar decisiones sobre su propio cuerpo que, según el ministro, otros sí toman por ella, coaccionándola y obligándola a “renunciar a su legítimo derecho de madre”. ¿El aborto, es, pues, una consecuencia del machismo, fruto de la presión de hombres sin moral que, incapaces de hacer frente a su condición de padres, obligan a las futuras madres a dejar de serlo? Es algo inaudito. ¿Sabe el señor ministro realmente de qué está hablando? Por las encendidas protestas de todas las asociaciones en defensa de los derechos de la mujer, parece que no. Entonces, ¿a qué se debe este debate tan surrealista?
Los medios conservadores salieron en defensa de su ministro, como no podía ser menos, para dar con la clave del tema. Se dijo, entre otras cosas, que esas mujeres que protestaron ante las barrabasadas de Gallardón lo hacían enarbolando la bandera del “totalitarismo igualitario”, mujeres que no asumen cuál es su verdadero papel en la sociedad.
No me resisto a citarles un fragmento escrito por uno de los insignes prelados de Intereconomía que, lógicamente escandalizado por estas indignas pretensiones igualitarias, proclama en clave irónica: ¡Igualdad de sexos! Los hombres y las mujeres deben ser iguales. La mujer debe fumar, beber, tener numerosas relaciones sexuales y trabajar como un hombre. El odiado burgués capitalista se cambia por el hombre machista. Odiábamos a los empresarios tanto como ahora odiamos a los hombres. Y nos rebelamos de nuevo. El proletario que no se una al movimiento debe ser recriminado, al igual que hoy es repudiada la mujer que quiere vivir su feminidad en todo su esplendor: Cambiar el traje de ejecutiva por el vestido prenatal, el superordenador por el biberón, el comité de empresa por la familia, la comida precocinada por un buen plato preparado y los intercambios sexuales egoístas por una verdadera y bonita relación de amor.
El autor de esta epifanía, una criatura de apenas 22 añitos que ya tiene su columna para defender semejantes “ideas”, nos recuerda cuál es la verdadera feminidad, aquella que se vive “en todo su esplendor”: ser la esposa y madre sumisa al servicio de la voluntad y disposición del hombre. Y además, nos da la clave para salir de la crisis: si todas las mujeres dejan su traje de ejecutiva y se ponen a planchar y a cocinar buenos platos preparados, entonces habrá más puestos de trabajo para los hombres (sus verdaderos y legítimos depositarios, no lo olviden). Que alguien que ha nacido al amparo de la democracia escriba semejante atajo de necedades dice muy poco de la sociedad que lo ha “educado”, y yo desde luego me niego a aceptar que los triunfos en materia de igualdad, que tanto tiempo y esfuerzo han costado, se vayan ahora al traste porque los ineptos del gobierno y sus infames voceros se dediquen a decirle a las mujeres que cambien alegremente su dignidad por una sartén o un biberón.
Mentalidades y actitudes como esta o la del señor ministro de justicia están colocando a la mujer en una muy complicada situación: a día de hoy, es el sector de la población que más sufre la crisis, que más puestos de desempleo genera y encima no hace sino sufrir recortes en todos los campos imaginables, desde el famoso cheque bebé hasta la ley del aborto. Lo único que nos faltaba era volver a los discursos de la Sección Femenina para terminar de rematarla, porque eso sí que lograría el objetivo de hacer de nuevo invisible a la mujer, sus talentos y sus aportaciones a una sociedad que la necesita más que nunca. El verdadero problema de las mujeres en este país no es que el lenguaje las trate mejor o peor, sino que hay millones de personas dispuestas a enterrarlas en vida, a devolverles a ese lugar de hace medio siglo donde su única capacidad de decisión se reduce a si hoy se comen croquetas o albóndigas.
Mientras nosotros gastamos nuestras energías en hablar de lenguajes y sexos, allí en el Congreso están destrozando el Estado del Bienestar, el de los hombres y el de las mujeres. Y al paso que vamos, firme, austero y decidido, el año que viene ya no habrá día de la mujer y, lo que es aún peor, tampoco habrá ya motivo alguno para felicitarla.
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