Estuve hace poco en un recital de la Joven Orquesta Madrileña que tuvo lugar en el Auditorio Nacional (por enchufe familiar, no se vayan a pensar que tengo abono de temporada), y salvo el espanto inicial en forma de renovación modernilla de los cánones clásicos (otro día hablamos de los revolucionarios de pacotilla), las interpretaciones de obras de Falla y Mahler me dejaron un excelente sabor de boca.
Bastante más bochornoso me pareció, como siempre, la inevitable salva de aplausos que se produjo al final, y que tuvo en el director de orquesta a su gran protagonista (por cierto, lo de las melenas de estos tipos, ¿es por obligación contractual o por alguna clase de ritual atávico-capilar?). El caso es que este hombre salía y regresaba, y cada vez que lo hacía venga a aplaudir, y luego nos iba señalando uno por uno (¡uno por uno!) a los ochenta miembros de la joven banda, y venga a aplaudir, y luego salía y volvía a aparecer otra vez, y así hasta el infinito y más allá.
No se crean que esto es exclusivo de la música. En el teatro tengo siempre esa sensación de que la gente de las tablas nunca tiene suficientes aplausos. Da igual que te dejes las palmas al término de la obra, que te esfuerces en demostrar que sí, que te ha gustado mucho la actuación o incluso, en un arranque febril, que te levantes y grites aquel famoso ¡bravo! o similares. Ellos salen y vuelven, como el turrón, y no se cansan, y parece que si por ellos fuera nos podían dar las doce que ahí los tendríamos, señalándose unos a otros como diciendo: “no, no, si en realidad el mérito es de este o aquella, yo soy sólo un humilde actor”, y venga con reverencias y palmadas hasta dejarse ellos los riñones (o nosotros los callos, que tanto da).
Francamente, tanto aplauso me estraga. Sólo con echar un vistazo al precio de las entradas uno tiene la sensación de que los que deberían aplaudir son los actores al espectador por haberse dejado su soldada en según qué número de feria, y no al revés. Pero es que aun acudiendo a un espectáculo digno, tanto boato festivo y autocomplaciente me sigue pareciendo tan lamentable como sonrojante.
Entiendo que las profesiones de músico y actor requieren una disciplina soberbia, por no mencionar el talento implícito a cierto nivel, pero cuando los aplausos y demás halagos sonoros superan los cuatro o cinco minutos y son fruto de una convención o ritual, y no de una reacción espontánea (en cuyo caso no tendría objeción alguna que hacer), entonces todo se reduce a un simple paripé, que como bien define el diccionario de la RAE no es otra cosa que fingimiento, simulación o acto hipócrita.
Bastante más bochornoso me pareció, como siempre, la inevitable salva de aplausos que se produjo al final, y que tuvo en el director de orquesta a su gran protagonista (por cierto, lo de las melenas de estos tipos, ¿es por obligación contractual o por alguna clase de ritual atávico-capilar?). El caso es que este hombre salía y regresaba, y cada vez que lo hacía venga a aplaudir, y luego nos iba señalando uno por uno (¡uno por uno!) a los ochenta miembros de la joven banda, y venga a aplaudir, y luego salía y volvía a aparecer otra vez, y así hasta el infinito y más allá.
No se crean que esto es exclusivo de la música. En el teatro tengo siempre esa sensación de que la gente de las tablas nunca tiene suficientes aplausos. Da igual que te dejes las palmas al término de la obra, que te esfuerces en demostrar que sí, que te ha gustado mucho la actuación o incluso, en un arranque febril, que te levantes y grites aquel famoso ¡bravo! o similares. Ellos salen y vuelven, como el turrón, y no se cansan, y parece que si por ellos fuera nos podían dar las doce que ahí los tendríamos, señalándose unos a otros como diciendo: “no, no, si en realidad el mérito es de este o aquella, yo soy sólo un humilde actor”, y venga con reverencias y palmadas hasta dejarse ellos los riñones (o nosotros los callos, que tanto da).
Francamente, tanto aplauso me estraga. Sólo con echar un vistazo al precio de las entradas uno tiene la sensación de que los que deberían aplaudir son los actores al espectador por haberse dejado su soldada en según qué número de feria, y no al revés. Pero es que aun acudiendo a un espectáculo digno, tanto boato festivo y autocomplaciente me sigue pareciendo tan lamentable como sonrojante.
Entiendo que las profesiones de músico y actor requieren una disciplina soberbia, por no mencionar el talento implícito a cierto nivel, pero cuando los aplausos y demás halagos sonoros superan los cuatro o cinco minutos y son fruto de una convención o ritual, y no de una reacción espontánea (en cuyo caso no tendría objeción alguna que hacer), entonces todo se reduce a un simple paripé, que como bien define el diccionario de la RAE no es otra cosa que fingimiento, simulación o acto hipócrita.
1 comentario:
Acabas de despejar todas mis dudas sobre ese ritual de los directores de orquesta. Lo digo porque este año fui por primera vez a ver un concierto de Carmina Burana y para mi sorpresa, me dejé las palmas de las manos aplaudiendo al final de la representación porque yo tan ingenuo de mí no sabía de esas costumbres (estuve preguntando y nadie conseguía darme una razón lógica) así que decidí pensar que era el protocolo y olvidarme del asunto.
Publicar un comentario