lunes, 20 de abril de 2009

El taller de los sueños (2ª parte)

Steven Spielberg se encontró con no pocas dificultades para adaptar a la gran pantalla el sueño frustrado de Kubrick, pero sin duda contaba con ventajas de las que éste no dispuso en su momento. A principios del siglo XXI, y gracias a los avances de la informática en el campo de los efectos visuales, sí era posible recrear el mundo imaginado por el visionario cineasta británico con todo lujo de detalles. La Industrial Light & Magic, creadora de los mejores efectos especiales de las últimas décadas, puso todo su peso al servicio de Spielberg y garantizó la recreación de androides y paisajes futuristas que requería la trama.

Además, el director se rodeó de un equipo artístico de lo más selecto, como el director de fotografía Janusz Kaminski, que ya colaboró con él en Salvar al soldado Ryan, así como el diseñador Bob Ringwood, el compositor John Williams o Stan Winston, el celebérrimo fabricante de animatronics de la industria de Hollywood.

Mientras sus diferentes equipos discutían los aspectos más técnicos de la producción, Spielberg repartía su tiempo entre la escritura de un guión definitivo (tomando retazos de los bocetos de Kubrick y otros propios), algo que no hacía desde la lejana Encuentros en la tercera fase (1977) y el complejo casting del que saldrían los tres actores principales: el niño robot, el gigoló mecánico y la madre adoptiva.

Para el papel del niño el elegido fue Haley Joel Osment, un verdadero prodigio de la interpretación que a sus once años había espeluznado a media humanidad con su papel de visionario de fantasmas en El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999). El rol del gigoló recayó finalmente en Jude Law, un galán británico que había saltado a la fama gracias a excelentes trabajos secundarios en Gattaca (Andrew Niccol, 1997) y El talento de mr. Ripley (Anthony Minguella, 1999). A ellos se unió la australiana Frances O’Connor como Mónica, la madre del niño robot. Actores secundarios de lujo, como William Hurt, Brendan Gleeson, Robin Williams o la mismísima Meryl Streep terminaron por completar un casting tan difícil como modélico.

Durante el rodaje, Spielberg pareció haberse contagiado de algunos de los peores defectos de Kubrick. Prohibió la entrada a la prensa a los sets, no permitió que los actores conocieran más guión que el estrictamente necesario para sus diálogos, a los que además obligó a firmar acuerdos de confidencialidad. Joel Osment y Law pasaban largas horas diarias en la sala de maquillaje para poseer el look artificial que Spielberg deseaba, y a excepción de un par de secuencias, la película entera fue rodada en interiores, donde el director podía controlar hasta el más mínimo detalle del rodaje. Ello supuso la creación de numerosos decorados, como la casa de adopción de David o la fascinante Rouge City, una especie de versión futurista de Las Vegas.

Tras un rodaje extenuante y una post-producción frenética, que obligó a Warner Brothers a posponer el estreno en más de una ocasión, Spielberg anunció a mediados de 2001 la finalización de A.I., que se estrenaría en el festival de Venecia en junio de ese mismo año. Y la pregunta que todos se hacían antes de entrar a la sala de proyección era la misma: ¿ha merecido la pena esperar tanto?

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