jueves, 30 de abril de 2009

La daga en el corazón.



Estuve hablando hace poco con una buena amiga, que está pasando por momentos bastante complicados. Está sometida a una gran presión laboral, porque acaba de finalizar un contrato y no ve claras las salidas en un futuro próximo, lo cual, unido a la situación de crisis y paro que estamos viviendo, la tiene al borde de un ataque de nervios. Se ha acostumbrado, (así es como me lo contó), a llevar un determinado ritmo de vida, una cierta independencia, y siente que todo eso puede venirse al traste si no consigue pronto un empleo que iguale o supere en prestaciones económicas al anterior. Quizá más acuciante es el hecho del alquiler o el coche, que siempre supone una fuente imprevista de gastos.

Pasamos mucho tiempo hablando del trabajo, el paro y el futuro laboral, pero desde el principio pude advertir que su ansiedad procedía de un lugar diferente, de un ámbito que permanecía ahí, subyacente, pero con una fuerza extraordinaria. Ella ha sentido siempre la necesidad de responder a las expectativas de los demás: de su familia, de sus amigos, de su novio y de todos aquellos, en definitiva, a los que siente que debe ayudar. Y todo eso no hace sino añadir aún más presión a su coyuntura actual.

Fue poco antes de despedirnos cuando creo que llegamos al fondo del asunto. De pasada, mencionó una visita al médico con su hermana. Le pregunté si todo iba bien y noté cómo desviaba la mirada, como si de repente se hubiera sentido acorralada. No soy terapeuta y desconozco qué podría estar pasando por su mente en ese momento, de modo que en vez de decir algo que pudiera molestarla opté por permanecer callado. Comenzó a llorar, luchando por no hacerlo y aparentar que todo iba bien, que todo estaba controlado o en orden, cuando era evidente que no era así.

Tardó unos minutos en recomponerse, y en todo ese tiempo no dijo una sola palabra. Finalmente se levantó, me dio un beso en la mejilla y me agradeció el café, saliendo de allí sin siquiera despedirse con la mano, como solía hacer cuando éramos adolescentes y pasábamos las tardes en aquel parque que ahora parece sacado de un sueño lejano.

Al verla alejarse, sentí cómo aquel muro de hormigón en forma de conflictos laborales, económicos y presiones sociales se derrumbaba ante la sola idea de perder a un ser querido. Fue doloroso verla así, pero aún más frustrante el ser consciente de que era incapaz de ayudarla, en parte por mi inutilidad como paño de lágrimas pero, sobre todo, porque ella había decidido no hacerme partícipe de aquella terrible daga en el corazón.

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