lunes, 20 de abril de 2009

El taller de los sueños (1ª parte)

Stanley Kubrick me ha parecido siempre uno de esos directores incómodos, creador de una cinematografía a la que hay que acostumbrarse poco a poco porque, de entrada, sus filmes pueden resultar indigestos y desagradables (La naranja mecánica (1971)), incomprensibles (2001: una odisea del espacio (1968)), o simplemente aburridos (Barry Lindon (1975)). Así me pasó con las tres ya citadas, que aborrecí en un primer momento pero que he llegado a apreciar de forma paulatina con el paso del tiempo, hasta llegar a considerar dichos títulos como referentes ineludibles del cine del siglo XX.

Precisamente por esta época, sin duda la de mayor gloria y esplendor del cineasta británico, Kubrick compró los derechos de un libro de Brian Aldiss titulado Supertoys last all summer (Los superjuguetes duran todo el verano). La trama relataba las desventuras de un niño robot que trataba de ser aceptado por su familia de adopción, sin éxito, en lo que parecía ser únicamente uno más de aquellos relatos de ciencia ficción con trasfondo metafísico que inundaban los años sesenta y principios de los setenta.

Kubrick tenía intención de convertir aquel cuento de reminiscencias collodianas en una odisea futurista que dejaría su celebérrimo 2001 en pañales. Contrató a multitud de expertos, diseñadores e informáticos, e inició un tortuoso proceso de pre-producción donde fue introduciendo cambios tan drásticos sobre el original de Aldiss que éste, al final, terminó desmarcándose del proyecto, ya que del cuento original Kubrick tenía pensado mantener apenas unas cuantas líneas.

Sin embargo, la tecnología no estaba lo suficientemente desarrollada como para dar vida al ambicioso robot de Kubrick (él no quería un actor de carne y hueso, sino una marioneta electrónica, algo impensable por aquel entonces), de modo que el entonces provisional proyecto A.I. (siglas de Inteligencia Artificial) quedó orillado mientras Kubrick se centraba en otros filmes.

La llegada de la nueva década trajo un bombazo en forma de alienígena empalagoso, E.T. (Steven Spielberg, 1982), que destrozó las taquillas de medio mundo y confirmó al cineasta norteamericano como el auténtico rey Midas de Hollywood. Kubrick, más entusiasmado con la facultad de Spielberg de conectar con el gran público que por la calidad de sus películas, contactó inmediatamente con él para proponerle que se hiciera cargo de su abandonado A.I. “Imagina”, le dijo, en aquella conversación, “el impacto que podría tener si tú dirigieras la película y yo la produjese: podemos hacer historia”.

Spielberg, que conocía de sobra el carácter de Kubrick y su facultad para desquiciar al más paciente, fue dándole largas de forma amable, aunque permitió que hubiera una línea telefónica privada para que ambos pudieran intercambiar ideas sobre el rumbo que tomaría el proyecto. Por estas fechas surgió la idea de Kubrick de acompañar al niño robot de una variante más adulta, orientada al placer sexual, lo que aterraba a Spielberg (ya que ello haría aumentar la edad recomendada y eliminaría a buena parte de lo que él consideraba el público natural de la película).

Los compromisos mutuos de ambos pospusieron a perpetuidad el proyecto, con Spielberg coronándose por todo lo alto con La lista de Schindler (1993) y Salvar al soldado Ryan (1999), y Kubrick dando su canto de cisne con la fallida La chaqueta metálica (1987) y la sombría Eyes wide shut (1999), tras la cual falleció para desolación del mundo del cine. Fue entonces cuando Spielberg, espoleado quizá por su mala conciencia, decidió retomar A.I. para cumplir el sueño de aquel director egocéntrico y maniático, cuyo único sueño frustrado fue hacer de la historia de un robot con emociones su más importante legado cinematográfico.

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