Sin duda, en estos momentos la prensa deportiva estará frotándose las manos, o más bien, poniéndolas a la obra para desplegar toda su maquinaria épico-propagandística, a mayor gloria de España y, en menor medida, de ese talento cósmico llamado Rafael Nadal.
Que Nadal es un fenómeno no debería sorprender a nadie, porque desde que debutó pronto comenzó a recolectar títulos, récords y premios en metálico. Tampoco lo es que la prensa saque tajada del asunto, tan interesada siempre en ponerse al servicio de los grandes y olvidarse de aquellos otros que también merecerían algo de atención (y aquí me refiero a deportes enteros, no sólo a deportistas concretos).
Llama la atención, sin embargo, que se remarque tanto el hecho de que este triunfo (el Open de Australia, recientemente ganado por Nadal) lo sea de España antes que del propio Nadal. “Gran victoria para el tenis español”, dicen algunos rotativos; “España sigue con su fiesta del deporte”, titulan otros; “Juego, set, y partido para España”, he llegado a leer, en el colmo de mi asombro. Y seguro que Lissavetzky ya está en todas las televisiones y radios del país sacando pecho por algo de lo que, en definitiva, no le corresponde ni una migaja.
El mérito, señores de la prensa y demás politicastros, es de ese muchacho cuyo único y gran apoyo ha sido siempre el de su familia, que es la que lo ha criado y orientado para que aprovechara su potencial y llegase a ser lo que es ahora, (probablemente uno de los mejores deportistas de todos los tiempos). Y debería dar igual la bandera que defendiera, como da igual la que defiende Federer, al que da gusto ver porque juega como los ángeles, o las que en su momento defendieron Becker, Bjorg, Agassi o Sampras.
El deporte tiene, como la música, la ventaja de cifrarse en códigos universales que todos podemos sentir, apreciar y, por qué no, practicar. Michael Jordan ha inspirado a generaciones enteras, no sólo de americanos, como lo hicieron también en su momento Muhammad Ali, Babe Ruth, Sebastián Coe, Carl Lewis, Diego Armando Maradona o Michael Phelps, (y me estoy dejando a cientos en el tintero).
Si ya me parece casposo hasta la médula que el respetable se enerve porque “la roja” (sic) gane una Eurocopa, que se pongan igual de cerriles por algo tan individual, apátrida y peculiar como el tenis, es como para echarse a temblar. Yo me alegro por Nadal por su pasión contagiosa y porque se lo merece, pero no me siento partícipe de esa victoria en absoluto, y dudo mucho que todos aquellos que anden ahora dando resbalones en la nieve y cantando aquello del “semos los mejores”, tengan motivos fundados para ello.
P.D: Algún día se escribirán libros sobre los duelos Nadal-Federer, y se dirá, con razón, que fueron uno de los espectáculos deportivos más apasionantes de la era moderna. Qué privilegio vivir para verlo, sin importar quién gane o pierda, y emocionarse tanto con la euforia de uno como con las lágrimas del otro.
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