Si hay una profesión que me hubiera encantado realizar es, sin duda, la de crítico cinematográfico. No hay arte que me apasione más ni lenguaje que admire con mayor devoción que el audiovisual, y por ello me encanta pasarme las horas muertas viendo y hablando de cine.
No obstante, y a pesar de ello, reconozco que nunca pasaré de un nivel aficionado por mi nula formación en este campo, mi desconocimiento absoluto de los códigos esenciales de la profesión y mis enormes lagunas en épocas clásicas que sólo con cuentagotas me permiten superar prejuicios contra el blanco y negro o el cine mudo. Por ello, intento que mis cinefórums reflejen siempre, con humildad y devoción, mi interés por un campo que, como ya digo, ocupa un puesto preferencial en mis intereses como pasatiempo, pero que no va más allá de eso.
Quizá también por todo ello me resulta llamativo, irritante y, en ocasiones, extremadamente molesto que a determinados personajes del mundillo cultural se les dé un espacio, dinero y tiempo para dedicarse profesionalmente a ver y comentar cine, y lo hagan como el muy a mi pesar célebre Carlos Boyero, a la sazón crítico de El País en temas del séptimo arte.
Boyero comete un error de partida tan gordo que me resulta extraño que nadie repare en él. Sus críticas se basan única y exclusivamente en sus sensaciones subjetivas como espectador, que aplica de forma matemática a la calidad de la película. Es decir, que si la película le parece un coñazo, la película es automáticamente mala; si le divierte o entretiene, es una obra maestra. Rara vez se le oirá o leerá un comentario técnico o específico sobre aspectos cinematográficos concretos, como la calidad de la interpretación, el montaje, la habilidad del director o del compositor.
Tampoco tiene Boyero en la ecuanimidad su punto fuerte. No existe la escala de grises en el universo de este sujeto, porque todo le parece perfecto o absolutamente detestable. No hay término medio, y por ello sus películas suelen decantarse al cielo o al cubo de la basura, con una preferencia exageradísima en este último espacio.
Lo peor, no obstante, viene marcado por unas formas absolutamente inapropiadas que este crítico luce con orgullo chulesco como señas de identidad: arrogancia, soberbia, desprecio, lenguaje soez y vulgar, ataques personales a cineastas, actores y productores e incluso hacia su propia profesión, que Boyero parece detestar con fuerza y que afirma soportar con un estoicismo inenarrable.
Algunos ejemplos: de Anticristo, última película de Lars Von Trier, Boyero dijo que era una "imbecilidad con ínfulas de transgresión: es para darle una hostia”. De Los abrazos rotos, de Almodóvar, a la que había puesto a caer de un burro en su estreno, dijo en el festival de Cannes: “No soy masoquista, no quiero verla otra vez”. De Shirin, de Abbas Kiarostami, llegó a calificarla de “insufrible” sin siquiera haberla visto completa, ya que se salió a mitad de proyección.
Al margen de la mucha o poca calidad de dichas cintas, que aquí es lo de menos, no se puede permitir que alguien con tan escasa profesionalidad siga disfrutando de una posición de tanta influencia. Este hombre es incapaz de expresar nada de forma correcta, manifiesta una actitud irrespetuosa hasta el extremo con cualquier festival de cine al que acude (sea Cannes, Venecia o San Sebastián), y se las da de pobre víctima a la que le hacen ver un cine siempre bochornoso, aburrido u horripilante, por lo que uno tiende a preguntarse varias cosas: ¿Qué demonios hace desempeñando esa labor, cuando es evidente que sufre tanto? ¿Quién le enseñó (o no) buenos modales? Y lo más importante: ¿Por qué nadie en El País le invita a cambiar su hoja de ruta o, mejor aún, lo pone de patitas en la calle? (Esto último es algo que yo, personalmente, agradecería mucho.)
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