lunes, 1 de junio de 2009

Son sólo palabras (o no).


Algunos de los tópicos más frecuentes (y molestos) que tenemos que escuchar aquellos que nos dedicamos a enseñar lengua castellana a hablantes españoles son los ya famosos “yo ya sé español”, “esas palabras no las usa nadie”, “lo que importa es que se me entienda, y no tanto lo que diga”, “son sólo palabras”, etc…

Algo de cierto hay en estos tópicos, aunque en un porcentaje mínimo. Es verdad que un idioma es un vehículo de comunicación, y que por ejemplo un turista japonés puede hacerse entender a pesar de que cometa decenas de fallos gramaticales o sintácticos. Lógicamente, nadie lo va a detener o encarcelar por ello, porque ahí la comunicación se antepone a la corrección gramatical.

Ahora bien, importa el cómo decimos aquello que queremos decir. Es más, a veces la forma es tan determinante que condiciona por completo la intención del mensaje emitido. El caso del turista japonés es justificable, pero un hablante nativo no se puede permitir el lujo de ir hablando o escribiendo como le dé la gana, porque de continuar esa dinámica cada uno terminaría practicando su particular idiolecto y al final esto sería Babel a la española.

Los medios de comunicación no contribuyen, precisamente, a erradicar este tipo de actitudes ante el lenguaje. El otro día escuché a un comentarista decir que Rafael Nadal debía “minimizar” sus errores si quería ganar un partido, y a otro decir que el árbitro de la final de la copa de Europa estaba “señalizando” de una forma ejemplar las faltas cometidas por los equipos contendientes. Imagino que el primer periodista desconoce que minimizar no es reducir el número, sino el tamaño o la importancia de algo, y dudo mucho que Nadal se plantee semejante cosa (los fallos en tenis son fallos o no lo son; no hay posibilidad de reducir nada). Por su parte, estoy convencido de que el árbitro del partido de fútbol sabrá conducir y estará al tanto de las pertinentes señales de tráfico, pero se me antoja extraño que vaya por el campo de fútbol “colocando señales que indican bifurcaciones, cruces, pasos a nivel y otras para que sirvan de guía a los usuarios del tráfico”, ya que ése es precisamente el significado de la palabra “señalizar”.

Seguramente me dirán ustedes: “qué exagerado, es evidente que esos periodistas no se referían a eso, y que lo que querían decir es que Nadal debía cometer menos errores, y que el árbitro estaba señalando las faltas pertinentes”. Bien, y entonces, ¿por qué no emplearon los periodistas tales vocablos, en vez de inventarse semejantes giros que, además de pedantes, resultan del todo incorrectos?

No obstante, no crean que mi crítica va dirigida sólo contra la prensa, diana tradicional de los lingüistas, sino contra nosotros mismos: en una conferencia reciente escuché de boca de insignes ponentes aberraciones tales como “epocalmente”, “cosico” o “protagonización” (imagino que en vez de “temporalmente”, “cosificado” o “protagonismo”), y me parecieron pedanterías horrendas otros vocablos como “concretizar” y “hombredad” que, aunque correctos, podían haberse sustituido sin ningún problema por “concretar” u “hombría”.

Pero todos estos ejemplos, más o menos graves en su importancia, quedan empañados por esa actitud ignorante, atrevida y chulesca del hablante medio que comentaba al inicio, y que lleva a muchos a hablar tranquilamente de catástrofes “humanitarias” o de comenzar mensajes escritos u orales con el fastidioso infinitivo sin venir a cuento, del tipo “Comenzar diciendo que / Sólo señalar que…”, o de meter con calzador palabras literales del inglés cuando existen equivalentes castellanos (“voy a jugar al basket(ball)” en lugar de baloncesto, o “por mi condición de mujer, tengo ya un hándicap de partida” en vez de desventaja). Y así un largo etcétera.

Claro que luego me llegarán los “progres” de la lengua, y volverán a ponerme la cabeza como un bombo con el argumento de que los idiomas son seres orgánicos en permanente evolución, que la lengua es del pueblo y que no se le pueden poner cortes ni barreras académicas, y claro, así estamos ahora, que somos leístas de forma impune y decimos “toballa” y demás barbaridades con la complicidad de una Real Academia tan complaciente como inoperante. (Por cierto, no sé quién se habrá inventado el bulo de que la RAE admite también la variante vulgar “cocreta” en vez de croqueta, pero no es verdad, aunque sea un fruto lógico del caos idiomático reinante).

No quiero ser agorero, pero sinceramente creo que de seguir así podríamos hablar más bien de una involución lingüística, consciente, consentida (y humanitaria, por supuesto).

1 comentario:

Beltzane dijo...

¡Me encanta tu post!

Este mismo debate ha surgido varias veces en mi casa y yo siempre he defendido tu misma postura, a pesar de que soy periodista ;)

Mónica, que también es periodista, vendría a ser lo que tú llamas una "progre de la lengua", porque aduce justamente esos argumentos: que el idioma está para ser usado y para sufrir cambios según el uso popular del mismo. A lo que yo digo, sí claro, pero con límites.

Alguien dijo una vez que los sms están haciendo mucho daño a la lengua española, y no podría estar más de acuerdo. Yo misma contraigo algunas veces las palabras, aunque si lo puedo evitar mejor, pero que el tema haya sido extrapolado ya a los mails, me pone enferma, no lo puedo evitar. Siento una pereza terrible si me llega un mail escrito como si fuera un sms, me hace daño a la vista.

Siempre nos quedará el consuelo de pensar que aún queda gente como tú y como yo :)