sábado, 22 de agosto de 2009

De artistas, circos y revuelos.

Ya que estamos con revuelos veraniegos, sin duda el de mayor repercusión global ha sido el del fallecimiento de uno de los iconos más importantes de la música contemporánea, Michael Jackson.

No ha habido noticiario, periódico o página web en la que no fuera portada del 26 de junio, como no hubo tampoco televisión o radio que no difundiera la noticia de su desaparición el mismo día 25. Hubo entrevistas con familiares, búsqueda de reacciones de sus principales amigos y colaboradores y, como no podía ser de otra manera en el universo Jackson, todo tipo de especulaciones, a cual más desproporcionada, debido a las causas reales de la muerte del artista.

Digo artista y no cantante, músico o compositor, porque yo no considero que Jackson fuera nada de esto último. Al igual que ocurre con otras superestrellas de la música, como Madonna y sus sucedáneos, me parece que estamos ante fenomenales empresarios, gente de ideas luminosas sobre cómo vender millones de discos sin ofrecer otra cosa que canciones fáciles y pegadizas, productos de laboratorio destinados a arrasar en las listas de ventas, llenar las pistas de baile o multitudinarios conciertos-espectáculo, pero que poco tienen que ver con la música como arte.

Por otra parte, la muerte de Jackson ha retratado, una vez más, la tremenda hipocresía de la sociedad norteamericana, que primero lo aupó a las mieles del éxito para luego condenarlo al ostracismo más absoluto tras las acusaciones de abuso de menores, algo que fulminó su carrera en pleno apogeo, allá por principios de los 90, y terminó por reducirlo a una grotesca parodia de sí mismo. (Hay que decir, en honor a la verdad, que esto último Jackson lo propiciaba mejor que nadie, con unas excentricidades y rarezas propias de alguien que desde que tuvo uso de razón demostró que vivía en un universo muy, muy alejado de la realidad.)

Lo hipócrita de todo esto es que ahora resulta que la parodia era un genio, un prodigio de la música, un pobrecito incomprendido que no supimos valorar en su momento, y sólo ahora que ha muerto nos damos cuenta (qué tendrá la muerte, que hace siempre valorar más y mejor al difunto).

Al margen de sarcasmos, sí parece haber cierto consenso en que su música ha influido de forma poderosa sobre las siguientes promociones de artistas y que canciones como Billie Jean, Beat it o Smooth Criminal fueron auténticos himnos generacionales de los 80, verdaderas joyas de la cultura popular con el omnipresente sello de Quincy Jones (pues él es el auténtico artífice del éxito de Jackson, como lo prueba su mediocridad musical tras la marcha del productor).

Ahora bien, más allá de eso no hay mucho donde rascar. De hecho, de su estrambótica discografía yo sólo rescataría un disco, quizá por su condición de filtro con algo de sentido: el ampuloso, aunque acertado, HIStory: Past, Present and Future, con el que Jackson quiso reavivar en 1995 una carrera destruida por su propia fama. Es un doble álbum que combina lo mejor de su trayectoria anterior (1979-1991) con un segundo CD de temas nuevos, de un nivel superior al que nos tenía acostumbrados.

Del resto de su producción casi mejor no hablar, porque en ocasiones puede llevar al sonrojo, como el que provocan ciertos discos tan soberanamente mediocres como Invincible, Dangerous, Bad o Blood on the dance floor, pero que la muerte del artista ha revalorizado hasta el infinito y más allá (en el colmo del delirio, la prensa hasta ha llegado a comparar a Jackson con Mozart, ni más ni menos. Para echarse a temblar).

Cierto es que no hay personaje más popular a nivel mundial, nadie tan reconocible y controvertido en los últimos 30 años. Ahora bien, déjenme a Wolfgang en su sitio, por favor, porque este muchacho brillante, pero reprimido, trastornado y a ratos exasperante llamado Michael Jackson no fue ningún genio de nada, sino simplemente una marioneta del circo comercial contemporáneo que algunos se empeñan en calificar, en su vertiente sonora, de música.