domingo, 5 de mayo de 2013

Los autos locos



Me comentaba el otro día mi padre que, después de una estancia en Roma, se había dado cuenta de que bajo el aparente caos automovilístico que reina en tierras italianas parece esconderse un cierto orden, una especie de normativa no escrita por la que ahí cada uno hace lo que le da la gana pero dentro de unas ciertas reglas implícitas. Así, por ejemplo, un coche no te pitará si cruzas por una zona no permitida para peatones, sino que reducirá (para luego pasar rozándote a toda pastilla, ojo), del mismo modo que los peatones no reprochan a los coches que se saltan los pasos de zebra, como si entendieran al conductor en su celeridad y de algún modo lo disculparan de antemano. Entre todos ellos apenas se escucharán gritos, insultos o imprecaciones, sino que un poco al modo de la jungla salvaje, ahí cada especimen se dedica a ir de su A a su B correspondiente sin más preocupación que la de llegar lo antes posible, como si todo lo demás, normas de tráfico incluidas, no importasen.

Evidentemente, esto en esta España nuestra no es así. A propósito del reciente y flamante helicóptero Pegaso, que surca los cielos de nuestra geografía en pos de los infractores del volante, decía el oficial de tráfico que lo presentaba en sociedad que España tiene un número de infracciones temerarias que asustaría a cualquier país vecino y no tan vecino. En este tipo de asuntos, nosotros somos líderes con marcada diferencia, como no podía ser menos. Sin embargo, desde la DGT se apresuran a informarnos de que el número de muertes por accidente se reduce año a año desde 2003, pasando de 4.000 a poco más de 1.300 en el último curso, así que tan mal no conduciremos. No obstante, hay otras cifras que no engañan en el informe anual que presenta cada año dicho organismo: en 2011 superamos con creces los 80.000 accidentes con víctimas y más de 117.000 víctimas sumando vías urbanas e interurbanas. Eso hace una media de más de 10.000 accidentes y más de 15 víctimas al día.

Imagino que cualquier lector habrá sido testigo, partícipe o infractor principal en más de un caso que se considera menor, como saltarse un ceda el paso o un stop, cambiar de carril sin indicarlo debidamente o incluso cambiar de sentido por lugares no permitidos. A quien más y a quien menos le habrán puesto una multa aquí y otra allá, por exceso de velocidad o por saltarse un semáforo en ámbar o en rojo, y quién no se ha llevado un multazo por aparcar donde no debía porque total, "era solo un minuto", o que no entiende cómo ese detector de alcoholemia es tan sensible, "si me he tomado dos copas de nada". Pues bien, lo que cualquier testigo, partícipe o infractor principal debería saber es que todos estos incumplimientos de la norma de tráfico son bastante graves, no tanto por el hecho en sí sino por lo que puede implicar en una vía en la que transitan decenas o incluso cientos de vehículos al mismo tiempo. Hay gente que muere porque a alguien se le ocurre que no pasa nada por hacer estas y otras tantas infracciones leves, graves o muy graves.

Todavía hay quien se queja, desde hace ya muchos años, por la supuesta violencia de las campañas de concienciación de la DGT, que suelen estrenarse de cara a los periodos vacacionales clásicos (Navidad, Semana Santa o verano). En ellos pueden verse reproducciones de accidentes donde resultan muertos o heridos los pasajeros (adultos y niños) que viajan en sus respectivos coches, y los críticos suelen achacar exageración, maniqueísmo o simplificación en la elaboración de estos anuncios. Generalmente, este tipo de personas críticas suele encajar en un perfil de conductor medio, generalmente masculino y con no demasiada pericia al volante, que se considera a sí mismo un Michael Schumacher renacido, capaz de cubrir trayectos como Madrid-Valencia en apenas tres horas para luego vanagloriarse de ello como si acabara de entrar en boxes victorioso. Generalmente, este tipo de personas con un perfil similar son los que suelen engrosar, según las estadísticas de la DGT, el listado de víctimas mortales que afortunadamente año a año van en descenso, pero no son los únicos. Y ahí está el problema, que otros pagamos muchas veces por las imprudencias de unos pocos.

Quizá sea por el mejor estado de carreteras o el mayor control de seguridad de los vehículos e inspecciones técnicas, por la influencia positiva de las campañas de tráfico o por la presencia de radares y cámaras en puntos clave (que muchos energúmenos siguen achacando al puro interés recaudatorio de las autoridades de tráfico), pero lo cierto es que queda ya lejos aquel triste récord de 110.000 muertes de 1989, y no creo que la educación de nuestros conductores, su consideración para con el resto o su respeto por las normas de tráfico tengan mucho que ver. No hay más que ir en coche por Madrid, Barcelona o en prácticamente cualquier lado para cruzarse con descerebrados que infringen claramente normas y límites de velocidad, desprecian cualquier precaución en las maniobras más elementales o se pasan por donde ustedes me perdonarán el respeto por las tasas de alcohol permitidas por ley. Y aquí tenemos al "ilustre" ejemplo de un expresidente del gobierno, que llegó a decir aquella ejemplar mamarrachada de "quién le da a usted derecho para decirme a mí lo que debo o lo que no debo beber", en alusión a una campaña de la DGT contra el alcohol en la carretera. De traca.

Y es que, no se sabe muy bien por qué extraña razón, en cuanto aquí alguien se pone al volante de un coche le cambia el carácter y, al modo del doctor Jekyll y su inseparable mr. Hyde, da rienda suelta a un lado oscuro de la conducción que lo hace extremadamente susceptible, irritable, maleducado e inmaduro, como demuestran los inevitables piques ante cualquier adelantamiento, los pitidos por la menor tontería e incluso las voces y gritos en cuanto la ocasión lo permite para mandar a allí o allá a nuestro afortunado interlocutor, que seguro que tiene cosas tan lindas para decirnos como nosotros a él. Creo que jamás olvidaré, por lo simbólico de aquella escena, a un alcornoque semiadolescente que llegó a enfrentarse con los puños por delante a mi profesor de autoescuela porque habíamos cometido la osadía de tomar una glorieta como manda la normativa, por el carril externo, cerrándole el paso a su buga que, como no podía ser de otra forma, había sido tuneado hasta el mismísimo tubo de escape. 

Desde aquella escena surrealista he tenido ocasión de comprobar cientos de escenas sangrantes, motoristas fantasmas y taxistas a la carrera (y algún que otro autobús, ojo), así como fanfarronadas de otros tantos pilotos de fórmula 1, gente a la que tenía un gran respeto y que ha llegado a argumentarme con total desfachatez que lo que deberían hacer es quitarle los límites a las carreteras y dejar que cada uno escogiese a su gusto y voluntad cómo y a qué velocidad ir, porque así habría menos accidentes. Eso es. Quitémosle además las líneas y cualquier señal innecesaria, y que esto sea tráfico a la romana, pero a lo bestia: una jungla desatada, sin león que ruja para imponer el más mínimo criterio ni Pegaso que valga desde los cielos, donde cada uno haga lo que le salga de las santísimas napias y que impere la ley del más fuerte. Una versión de los autos locos, en definitiva, pero en versión cañí, casposa y con el toro de Osborne dominando el paisaje, sí señor.

Menos mal que, por una vez y sin que sirva de precedente, en este país hay gente con algo más de materia gris controlando este asunto que aquellos que surcan los ríos de asfalto. De buena nos hemos librado.

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