Uno de los problemas básicos que siempre he visto a la hora de adaptar obras de literatura al cine es que se trata de dos lenguajes distintos, con virtudes muy diferentes y una capacidad de trasvase recíproco muy, muy discutible. Hay quien opina que la palabra es el elemento vertebrador de una novela como lo es también de un guión y ve equiparables ambos formatos; otras personas ven la empresa de la adaptación como una permanente condena al fracaso. El gran Gatsby, la última película de Baz Luhrmann, supone una nueva ocasión para reavivar el debate.
Vaya por delante que la película está siendo un éxito considerable para el estándar del director (lleva recaudado en un fin de semana la taquilla total conjunta de Moulin Rouge! y Australia, sus últimos dos estrenos), que tiene a un Leonardo DiCaprio que borda su papel y que el sello inconfundible de Luhrmann gustará tanto a sus fans como irritará a sus detractores, con sus ya habituales giros de cámara y frenesí visual desde la primera secuencia.
La cinta es, sin embargo, un irregular compendio de aciertos visuales y trastabilleos de un guión que nunca parece terminar de encontrarse cómodo con su propio ritmo. La película arranca de forma poderosa, con la fiesta inicial y una presentación espectacular de Gatsby, el misterioso millonario al que da vida DiCaprio con una fuerza, una solidez y un acierto que lo confirman como uno de los mejores actores de su generación, capaz de sobreponerse a la colosal fama que irrumpió con el estreno de la ya lejana Titanic, hace quince largos años. Tras haber colaborado con los mejores directores y en algunas de las mejores películas de la última década (Catch me if you can con Spielberg, The Aviator con Scorsese, Revolutionary Road con Sam Mendes, Inception con Nolan, J. Edgar con Eastwood, etc.) ya va siendo hora de quitarle el sambenito de guaperas de fachada con que la crítica devastaba cada aparición suya: esta última película es una prueba más del injusto olvido al que lleva sometido desde hace demasiado tiempo, todo un acierto de casting para un papel hecho a su medida. Es hora de los premios.
No obstante, y a pesar de los notables esfuerzos de DiCaprio en cada escena, El gran Gatbsy no consigue en ningún momento transmitir la fuerza del texto de Scott Fitzgerald, esa épica del self-made man que es la encarnación misma del genuino mito americano, entre otras cosas porque Luhrmann parece más preocupado por el envoltorio visual del filme que por el fondo que subyace bajo dicha apariencia. Y este envoltorio es bueno, qué duda cabe, y tan cuidado como cabe esperar de alguien como él, pero no es suficiente para reflejar la enormidad de un texto que trasciende su propio argumento anecdótico desde la primera a la última línea. Tras la fiesta inicial y la presentación de Gatsby en escena, la película detiene su ritmo, se llena de personajes desdibujados y ya no remonta en ningún momento, para desesperación de un público que sabe de sobra que esta historia daba para mucho más que esto.
Buena parte de culpa la tiene la ausencia de la devastadora Daisy Buchanan, un papel a mi juicio que le queda algo grande a una actriz como Carey Mulligan, tan insípida como poco inspiradora, que tiene para remate la misma química con DiCaprio que podría tener un ficus. En la novela Daisy era una especie de diosa a los ojos de Gatsby, alguien capaz de iluminar una sala con su sola presencia, algo que Mulligan no hace ni por asomo. Y esto es algo esencial para la historia, ya que la credibilidad de la trama amorosa da sentido a un conjunto que no puede conformarse únicamente con bailes multitudinarios, paseos digitales por el Nueva York de los años 20 o la, por otro lado, magnífica banda sonora. Escuchar el hermoso tema de Lana del Rey Young And Beautiful y no ver correspondida su hondura por culpa del soserío de Mulligan en la magnífica escena de la visita al palacio de Gatsby es una auténtica lástima, porque perjudica al resto de elementos formales e interpretativos, que sí parecían haberse conjurado para aupar a la película por encima de la media.
Otro problema de la cinta lo representa el personaje de Nick Carraway, que era el narrador de la novela original y que en la película está interpretado por Tobey Maguire con esa eterna cara de pánfilo de la que parece incapaz de deshacerse. En la novela, Carraway es un narrador-testigo ejemplar, que cuenta lo que ve y oye y nos hace partícipes, cual médium, de lo que acontece en el mundo de la alta sociedad desde un punto de vista crítico y descarnado. Es uno de los mejores narradores que he leído jamás, una soberbia creación de Fitzgerald que en la película, sin embargo, se limita a ejercer de candelabro sin aportar más que algún que otro momento de escasa inspiración. Mientras que en el texto Carraway es capital por su papel de transmisor, aquí en la novela se convierte en alguien hasta cierto punto prescindible porque el espectador ya tiene una cámara a través de la que contemplar a los personajes, y por eso prefiere quedarse a escuchar a la pareja de amantes en lugar de asistir a cómo Maguire sube una escalera o se moja debajo de un árbol, por poner solo algunos ejemplos.
Es posible que las palabras que llenan los diálogos de una novela puedan ser fieles en una pantalla en boca de sus actores, punto por punto si se quiere respecto al texto original como sucede en El Gran Gatsby, pero lo que siempre escapará por completo a la magia del cine es la capacidad de sugestión de un narrador, y es ahí, en el arte mismo de la narración verbal y su proceso de seducción del lector, muy por encima de los diálogos, donde radica la diferencia esencial que ninguna imagen podrá captar jamás. Por mucho juego visual que haga Luhrman con la narración de Carraway cobrando vida en pantalla, por mucha cita literal con voz en off que ponga una y otra vez, eso jamás sustituirá dignamente la narración completa del libro. Muy por encima de la trama de amor, de la corrupción o de los ideales frustrados, El Gran Gatsby es una gran novela por el modo en que está contada, como le ocurre a la Lolita de Nabokov, donde ni el mismo escritor fue capaz de convertir su propia novela en un guión que hiciera justicia al excelente, impagable narrador que es Humbert-Humbert.
Y ahí está el problema, que yo en la película me cansé de escuchar las parrafadas de Maguire porque no las necesitaba para comprender la historia, que ya se estaba desarrollando ante mis ojos a pesar de las constantes interrupciones de un narrador en off empleado de una forma torpe, innecesaria y repetitiva, y que para colmo de males destripa hasta la última conclusión que a mí como espectador me gustaría sacar de la cinta sin que nadie me llevase de la mano.
A la salida del cine escuché a mucha gente haciendo referencia a Moulin Rouge!, que me temo será el elemento de comparación que la mayor parte del público tendrá en mente durante la proyección, como también me ocurrió a mí. También yo creo que la cinta de 2001 protagonizada por Nicole Kidman y Ewan McGregor con tanto acierto como gracia es francamente superior a esta en capacidad de entretenimiento, en carisma de personajes y en ritmo, por no hablar de su magnífica y magistral banda sonora. Moulin Rouge! también tenía su narración marco con escritor traumatizado que revive un pasado glorioso, de lujo y oropeles de clase pudiente, pero lo que en la historia parisina era pasión desbordada y unos números musicales asombrosos, en El Gran Gatsby es bostezo, ritmo lento y cansino, y esa extraña sensación de que la historia avanza más por inercia que por habilidad de un guión lastrado por una adaptación deficiente.
También es posible, no lo dudo, que Moulin Rouge! no tuviera ningún referente literario de prestigio que le pesara y que tanto daño está haciendo a Gatsby con las inevitables comparaciones entre la grandeza del texto original y la pobreza, en definitiva, de esta olvidable adaptación cinematográfica.
También es posible, no lo dudo, que Moulin Rouge! no tuviera ningún referente literario de prestigio que le pesara y que tanto daño está haciendo a Gatsby con las inevitables comparaciones entre la grandeza del texto original y la pobreza, en definitiva, de esta olvidable adaptación cinematográfica.
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