Jean Michel sentía dolor, y no lo entendía. Su madre tiraba de su mano con fuerza y determinación, en medio de aquel lugar infestado de personas y bajo el sol de justicia que reinaba por encima de la Rue Bayard. De su padre y de su hermana no había noticias desde hacía unos minutos, pero debían estar cerca. Jean Michel estuvo tentado de taparse los oídos, pero su madre dio un nuevo tirón y lo arrastró tres pasos literalmente en volandas. A unos cien metros de allí se encontraba el cruce con la Avenue Montaigne, pero en aquel instante parecía una distancia imposible de salvar en aquel caos de gritos, bocinas y pancartas.
La noche anterior, Jean Michel y Bernardette habían estado pintando y coloreando el cartel de protesta después de la cena. Les costó ponerse de acuerdo en los colores porque él lo quería en rojo y verde, que había estudiado que eran complementarios y resaltarían bien, y ella quería pintar cada letra de un color del arcoíris porque a su juicio quedaba mucho más bonito y porque Jean Michel no tenía ni idea de arte. Al final cada uno comenzó una parte del cartel a su manera, y sus padres se habían puesto como locos al verlo y les habían mandado empezar otra vez de cero. Finalmente pintaron con rosa y azul (los únicos rotuladores disponibles tras el saqueo paternal), y les quedó mucho peor de como les hubiera gustado realmente.
La pancarta azul y rosa se confundía con decenas de mensajes similares y en similares tonos, así como con globos y banderas tricolores. Bernardette miró hacia atrás, donde se supone que se habían quedado rezagados su madre y su hermano, pero era incapaz de distinguir nada. Aquellas personas eran muy altas y los gritos cada vez eran más fuertes: la Avenue Montaigne debía estar ya muy cerca. Bernardette miró a su padre, que sudaba casi un metro por encima de ella, mientras la sostenía por la mano del reloj. Llevaba un polo rosa y una gorra azul que le sentaban fatal, pero a él no parecía importarle nada que no fuera seguir avanzando, como si todo dependiera de ello. La siguiente vez que trató de mirar hacia atrás, un tirón de la mano del reloj la obligó a girar bruscamente hacia el frente.
La semana anterior habían recibido una clase especial en el salón de actos, donde todos los profesores del Lycée aguardaban sentados en fila, por detrás de la directora. Era una mujer alta que vestía siempre de forma muy elegante, y cada vez que hablaba envolvía todo con una calidez inigualable. La clase de Jean Michel y Bernardette se sentó en las dos primeras filas del auditorio, y hasta que no hubo un silencio completo no se escuchó el sonido de prueba del micrófono. No hicieron falta más que dos palabras para que la directora obrara la magia con su voz.
- Dictature socialiste! -gritó con fuerza el hombre que caminaba al lado de Jean Michel, haciendo oír su voz grave y profunda por encima de los manifestantes. Otros tantos respondieron con gestos y gritos de asentimiento, alentando al resto a batir palmas con el ritmo de aquellas dos palabras. Otras voces y otros gritos se fueron uniendo al primero, elevando aún más el tono y la intensidad: "La France aux Français!", "C'est une loi illégitime!"
Jean Michel se tapó la cara con la mano libre, toda vez que el grueso del que formaban parte se incorporó a la Avenue Montaigne y el sol los azotó con toda su crudeza. El estruendo era allí aún mayor. Por un momento, le pareció ver la cabeza de su padre entre el gentío, ondeando con fuerza hacia el cielo la pancarta con aquellas mismas palabras que también había repetido varias veces la directora.
Ella las dijo varias veces con su estilo tan peculiar, ahí de pie frente al micrófono, mientras explicaba a todo el mundo la importancia de la manifestación del domingo. En primer lugar comenzó por recordar el lugar del que todos procedían, en el que habían nacido y en el que se habían criado felizmente hasta aquel mismo instante. La familia, les explicó, era el único ámbito en el que el individuo podía crecer y formarse en la diversidad, en la riqueza y en los valores morales y éticos adecuados. Luego les habló de los vínculos que se establecían entre padres e hijos desde la misma concepción, y de cómo dichos lazos se mantenían mientras hubiera memoria para recordar, más allá incluso de la vida. Jean Michel estaba impresionado de ver a algunos estudiantes con lágrimas de emoción, sobre todo cuando salió a relucir el orgullo de los abuelos y las abuelas, de cómo ellos eran felices de verlos crecer con todo el futuro por delante.
- Ils sont le future! -exclamó a voz en grito una señora, sosteniendo en brazos a un bebé - C'est ne pas de mode, c'est la vie!
Bernardette sintió lástima por aquel bebé, que lloraba desconsolado con sus brazos desnudos y su mirada cegada por la luz, bajo aquel sol que cada minuto que pasaba parecía descender más y más sobre todos los asistentes. Luego miró a su alrededor, sofocada y aturdida. Le dolían las piernas de tanto estar de pie, tenía sed y solo pensaba en cuándo encontrarían a Jean Michel y a su madre para volver todos juntos a casa. Un grupo de manifestantes había hecho un claro para dejar que una mujer hablase ante las cámaras de televisión. Parecía igual de acalorada que el resto y se abanicaba con violencia mientras miraba fijamente al periodista:
- On ne peut pas voir un film, une série à la télévision sans qu'il y ait ils qui s'expriment. Maintenant, c'est la Palme d'or, bon, ça va, quoi. Voilà. On est envahis. Dans tout excès, il y a une erreur!
En aquel momento, el grupo se detuvo de forma brusca. La señora de la entrevista había desaparecido en medio del griterío, mientras Bernardette se afanaba por ver algo. Su escasa altura le impedía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo más allá, así que le pidió a su padre que la subiera a hombros. Tras volverse a mirar hacia atrás para ver si localizaba al resto de su familia, el hombre la aupó como si Bernardette pesara igual que una pluma, y de pronto la Avenue Montaigne apareció ante sus ojos en todo su esplendor: decenas de miles de personas se agolpaban en un impresionante collage donde el rosa y el azul se fundían de forma caótica con los gritos y los aplausos. Desde ahí parecía casi imposible llegar hasta la Place Charles de Gaulle, así que lo más lógico era dar media vuelta y regresar.
- Je veux retour! -suplicó Jean Michel, que empezaba a sentir un dolor de cabeza insoportable. Ni siquiera ahí, subido a hombros de su madre, era capaz de alejar de sí la sensación de que estaría mucho mejor en cualquier lugar que no fuera aquel. En ese momento le vino a la memoria aquella misma mañana, el silencio y la tranquilidad que había en el jardín. Recordó la luz entrando a través de las hojas de los sauces y los olmos, su reflejo brillante en el agua, y cómo hasta el tiempo parecía detenerse mientras su vista pasaba de un detalle a otro: el pájaro en la rama, un fruto caído en el suelo, una oruga moviéndose lentamente en el respaldo del banco desde donde el cura les daba las últimas instrucciones antes de salir todos juntos hacia el centro.
De pronto Frédéric le hizo un chasquido delante de los ojos, en un intento por devolverlo a la realidad. Jean Michel le sonrió, fijándose en que aquel día Fred se había hecho un nuevo invento en el pelo. Siempre estaba cambiándose algo, la forma, el color o la disposición del flequillo. En el Lycée todas las niñas de la clase estaban enamoradas de él, incluso Bernardette, aunque no quisiera reconocerlo. No dejaban de hablar de sus ojos y de la suavidad de sus facciones. Sin embargo, Jean Michel no sentía envidia por ello. Eran amigos desde que podía recordar, algo que para un niño de nueve años no era demasiado; no obstante, en todos sus recuerdos estaba siempre presente, ya fuera en clase, en los entrenamientos de fútbol, en las fiestas de cumpleaños, siempre su sonrisa, su complicidad y aquellos inventos del pelo tan extraños...
Bernardette se giró en redondo, esforzándose por distinguir entre la multitud. Por un momento le había parecido ver a Frédéric y su pelo teñido de naranja, pero era un niño pelirrojo de verdad el que estaba subido a aquella farola, apoyado en el hombro de un hombre mayor que parecía ser su abuelo. Al instante recordó por qué le sonaban tanto: los había visto pasear a los dos antes, en el jardín donde habían quedado con el resto de familias. Fue solo un vistazo fugaz, pero tanto ella como Jean Michel tenían fama de ser muy observadores y de tener una memoria fotográfica. Ellos se esforzaban por no ser los típicos mellizos y se distanciaban a la menor ocasión: jamás vestían de igual modo, jamás competían en los mismos deportes o sacaban las mismas notas en las mismas asignaturas... Puede que únicamente el cariño que sentían por sus padres o por Frédéric fuera equiparable. Pero eso no contaba, claro.
A
Jean Michel tuvieron que explicarle sus padres el significado de la pancarta,
porque al principio no lo entendía. No parecía que sus padres tuvieran problema
alguno con semejante juego de palabras, como tampoco Bernardette, a juzgar por su expresión de
indiferencia tras la aclaración. Sin embargo, aquella noche de sábado Jean Michel tuvo problemas
para conciliar el sueño, que aún le duraban aquella calurosa mañana de domingo de manifestación por todos. La directora había afirmado, al final de su discurso planificado del salón de actos, que la base social de Francia estaba en peligro. El cura había concluido su improvisado discurso del jardín asegurando que Francia se llenaría de niños huérfanos de madre o de padre, según el caso. Sus padres concluirían su viaje en coche reafirmándose en que estaban haciendo lo que consideraban justo, hermoso y bueno, y que había que ser cuidadoso y distante. Pero aquellas banderas rosas y azules no le parecían cuidadosas, ni siquiera justas, hermosas o buenas. Ya ni siquiera la pancarta que había hecho con Bernardette, y que su padre ondeaba a escasos metros de allí, le provocó alegría alguna al verla entre la multitud.
- La France s'est levée, elle s'est
unie face à un pouvoir menteur. C'est beau, c'est juste, ça fait du bien!
El hombre hablaba al micrófono de una radio, extasiado por la
impresionante marea humana que estaba contemplando pasar ante él. Bernardette
vio en él el mismo convencimiento, la misma firmeza con que sus padres
dialogaban entre sí mientras iban en coche hasta el jardín. También ellos
sentían que la mayoría estaba a su favor, que estaban actuando por aquello que
consideraban justo, hermoso y bueno. Para el padre de Bernardette, los homosexuales
eran personas con las que había que ser amables pero al mismo tiempo distantes y cuidadosos,
para que no se tomaran ninguna confianza que luego pudiera resultar incómoda. La madre había sido más
severa en su consideración, empleando algunas de esas mismas expresiones que ni
ella ni Jean Michel estaban autorizados a decir bajo ninguna circunstancia, y que
sin embargo terminó formando parte, aun de forma encubierta, de la pancarta que
pintaron la noche anterior.
“Pédéhors
sans delái!” buscaba Jean Michel por todas partes y en todos los carteles, preocupado por si le hubiera
pasado algo a Bernardette. “Pédéhors sans delái!”, quería leer sin éxito allá
donde miraba, cada vez más nervioso. La gente a su alrededor se felicitaba, anunciando que en Rennes
también estaba siendo un éxito indiscutible aquella manifestación, aunque no
llegara a los extremos de la capital, lógicamente. La cabeza de Jean Michel daba vueltas. “Pédéhors
sans delái!” quería leer, pero no leía por ningún lado.
- Ici! Nous sommes ici! -gritó el padre, eufórico y lleno de energía mientras la niña casi se cae del susto. Ambos se giraron y allí pudieron ver el rostro fatigado del pequeño, el pelo rubio revuelto por encima de sus gafas, aquella nariz pecosa que era una réplica de la de Bernardette. Y verlo allí, tan abatido en medio del gentío, con aquel gesto de derrota en mitad de la victoria numérica de la protesta justa, hermosa y buena, hizo que la hermana sintiera algo más que lástima por su mellizo.
La madre salvó la distancia que los separaba, colorada como un tomate como siempre que le daba un poco el sol, y se dio con su esposo un beso largo y entusiasmado. Semejante celebración de amor familiar no pasó desapercibida, por lo que a su alrededor se formó un corro de aplausos y vítores al ver a la familia reunida de nuevo, como si hubieran culminado felizmente una particular odisea. Pronto aparecieron las cámaras para fotografiar aquella escena, con los hermanos abrazados sobre los hombros de unos padres que se besaban en plena manifestación.
Jean Michel lo veía todo borroso. Las manchas se difuminaban ante él, mezclándose al modo impresionista hasta transfigurarse en una realidad más allá del presente y del recuerdo. Sentía el abrazo de Bernardette, al que se aferraba con energía, pero ya no estaba en el cruce entre la Avenue Montaigne y la Avenue des Champs-Élysées. El salón de actos estaba ya vacío, y el jardín había recuperado el silencio anterior a las palabras. Incluso el coche se encontraba en silencio, aparcado lejos de allí y sin palabras rimbombantes que rompieran su quietud. Era otro día, otro momento, otro anochecer.
Por su parte, Bernardette pronto se contagió de las lágrimas de Jean Michel, que la abrazaba con fuerza. Sintió, como solo ella podía sentir, que su hermano temblaba y que las fuerzas le abandonaban por momentos, hasta que de pronto cayó sin sentido sobre su hombro.
Otro día, otro momento, otro anochecer. El resplandor de una noche de verano, perdidos en algún punto indefinido de los Alpes. Y la mirada cómplice de Frédéric.
- Jean Michel!
La mirada cómplice de Frédéric, la sonrisa que lo había acompañado durante el largo camino de ascenso, era ahora la única luz en mitad de la noche, la única que importaba. Jean Michel se sentía reconfortado por el abrazo de su amigo, tanto que ni siquiera supo cuándo los labios de ambos entraron en contacto. Un instante nada más, un ligero escalofrío que recorrió todo el cuerpo y toda una noche para contemplarse en silencio, amparados por una luna cómplice también en su sonrisa creciente, que nada entendía de justicias ni bondades, que no tenía más color que la blanca palidez de su reflejo inconsciente y que nada tenía que decir o que opinar acerca del glorioso futuro que les esperaba por delante, a ambos, a todos los que esa noche dormían en paz, sin más ruido ni estridencia que el de sus propios sueños.
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