Cuentan que, cuando apenas contaba cuatro años, aquel niño demostró por primera vez que el arte corría por sus venas de un modo que nadie había visto jamás. Aquel día, como otro cualquiera de inicios de verano, llegó a la antigua casa de su padre y preguntó por su abuelo. Lo buscó por todas partes, esperando que estuviera escondido para sorprenderlo, como solía hacer, pero al cabo de un tiempo se dio cuenta de que ya no estaba ahí, de que ya nunca volvería. Ninguna de las explicaciones que recibió le convencieron, ninguna de esas historias acerca del lugar mejor, del descanso eterno o la mirada protectora desde las nubes le satisfizo, así que tras pensar durante unos segundos, fue en silencio hasta un rincón, se armó de lápiz y papel y comenzó a dibujar. Cuentan que el silencio de aquellos minutos se convertiría en el silencio del resto de su juventud, y que pasaron muchos años hasta que aquel niño volvió a comunicarse con algo que no fuera un carboncillo, una escultura o un lienzo.
Yo, en cambio, amaba las palabras. Desde que tengo uso de razón recuerdo cómo me fascinaban las historias, ya fueran cuentos, mitos o leyendas en el campo de la ficción, o los relatos reales de todos aquellos que me rodeaban. Me encantaba escuchar a la gente mientras desgranaba sus vidas en cada conversación, a los actores de las películas dando vida con su palabra y su voz a sus personajes, incluso a mis amigos contándome qué habían hecho el fin de semana anterior. Cualquier excusa era buena para dejarme llevar por aquellas narraciones donde los matices no los daban las imágenes sino los verbos y los sustantivos, porque estos más que aquellas despertaban mi imaginación, me obligaban a recrearla a mi modo y manera con mi particular filtro, y me animaban a crear después mis propias narraciones, reales e inventadas, y a esforzarme por ser el mejor narrador posible para hipnotizar a los demás con su propia recreación de mis relatos.
Quizá por todo ello no podía entender que mi hermano estuviera siempre en silencio, que no participase de aquel banquete verbal como yo sí hacía con tanto entusiasmo. Lo que más valoraba de mi afición era el modo en que me permitía conectar con todo y con todos, mientras que lo que más valoraba él de la suya era la paz y el silencio que le daban, su aislamiento, su calma. Quizá por ello nuestra comunicación era siempre peculiar, y nos gustaba poner a prueba nuestros talentos con tareas cada vez más desafiantes. Si yo le daba una fruta y le pedía que tallase en ella la cabeza de un lobo él me daba un cuento y me decía que convirtiera al héroe en villano y viceversa. Si le daba una rama para que hiciera brotar de ella la serpiente oculta que estaba anudada en ella, él me daba un libro y me pedía que le contara la historia oculta entre sus líneas, aquellas que ni siquiera el lector más atento podría extraer porque jamás figuró en la imaginación de su escritor. Si nos sentábamos juntos frente a la vía de un tren, él dibujaba imágenes de un relato que yo no le contaba porque estaba escribiéndolo en el papel, pero que tenía que encajar luego con sus dibujos como éstos con mis palabras, del mismo modo que el tren encajaba en las vías al pasar ante nuestros ojos.
Con el paso del tiempo, mis historias se volvieron más complejas. Surgieron en ellas mis dudas ante el amor y la amistad, la traición y la venganza, el deseo y la oscuridad, volviéndose todo ello un reflejo de una personalidad en proceso de cambio y de maduración. En el caso de mi hermano, los matices se apoderaron de su pincel, los escorzos cobraron vida en sus esculturas y las ideas comenzaron a ampliar los horizontes de su brocha más allá del fotorrealismo al que aspiraba en sus inicios, volviéndose un reflejo de su introspección hacia sus zonas más sombrías, los recovecos de una búsqueda cada vez más fascinante. Estábamos listos para la última prueba.
Un día, me hizo ir a su estudio y me enseñó un cuadro, una pintura sobre la que debía tratar de construir un relato que constase de una sola oración. En la imagen, un joven apoyaba su mano en el suelo, de rodillas, con el pelo cayendo sobre su frente y un ala blanca surgiendo de su espalda, quizá rota, quizá oscurecida por la noche que lo envolvía. El joven se aferraba a sí mismo, quizá derrotado, quizá desprotegido, mostrando que más allá de su musculatura había una fragilidad evidente, que aquella noche había tomado forma de un modo siniestro, desolador.
Mi hermano me dejó solo para que pudiera pensar, con un lápiz y un papel como única compañía. Me pasé horas contemplando el cuadro, pensando cómo podría resumir la esencia de aquel gesto en tan pocas palabras. Imaginé al joven como el guardián de un mundo que venía a proteger a aquellos puros de corazón que aún quedaban en la tierra, en un momento de duda o debilidad antes de su último duelo en las alturas de su conciencia. Lo imaginé después como un ángel perdido, extraviado en su camino hacia la última morada, dudando quizá de su propia condición o incluso tentado por las sombras que le prometían más poder y gloria que la que recibía de los cielos. Vi incluso a Belerofonte arrodillado frente al lago donde capturó y domó al caballo alado Pegaso, mucho antes de recibir el justo castigo por pretender igualarse a los dioses del Olimpo.
Pero pasaban las horas y ninguna de aquellas historias me convencía. Yo, que pensaba que cualquier palabra valía más que mil imágenes, era incapaz de poner verbos y sustantivos a aquel cuadro. Hasta que de pronto, lo vi. El ángel había desaparecido por completo de la escena, así como la oscuridad que lo rodeaba. En su lugar había una casa, dibujada con un trazo infantil e inocente. Junto a la casa, tres personas contemplaban una puesta de sol con las manos unidas por el dolor de una pérdida reciente. Y allá arriba, casi oculto entre las nubes, se distinguía la silueta de un avión que se perdía en la lejanía.
A lo largo de más de veinte años, mi hermano había estado enviando mensajes. Y a diferencia de mí y mis palabras, él no quería comunicarse con nadie que le rodeaba, sino buscar una respuesta a aquella pregunta que se planteó ante la pérdida más triste de todas. Durante aquellos años, esa búsqueda se había materializado en cientos de bocetos, bodegones, esculturas y trazos que iban y venían para encontrar un modo de consuelo, de alivio de luto. La muerte le había arrebatado algo a lo que no tenía acceso desde el mundo real, pero sí desde el arte. Y fue el arte el que le dio literalmente las alas para llegar hasta ese espacio inefable donde la vida ya no es vida, para reencontrarse con la persona que le ayudó a abrir los ojos a la realidad y de quien necesitaba despedirse antes de poder continuar su camino. Aquel cuadro no estaba contando ninguna historia, era el desenlace mismo de toda una trayectoria, que había llevado desde aquel dibujo inicial hasta el rincón más oculto de la conciencia. Era el final de un viaje que lo había llevado más allá del tiempo y la distancia, un autorretrato que conjugaba en aquel simple gesto desvalido toda una vida de dolor silenciado.
Mi hermano ya nunca más volvió a dibujar. A mucha gente le extrañó, incluso vieron un desperdicio de su talento el dedicarse a otras labores que nada tenían que ver con el arte, y en varias ocasiones me conminaron a que le hiciera cambiar de idea, sin éxito alguno, por supuesto. A diferencia de ellos, yo le conocía bien, y sé de sobra que cuando ahora sostiene en brazos a su hija no necesita más arte que el que despiden sus tiernos ojos azules, y que no busca ya la calidez en los colores, sino en los abrazos de su esposa.
Yo sigo aún con mis palabras y mis historias, y guardo aquel cuadro como un tesoro, como el último y más valioso de cuantos se salvaron de aquel naufragio que fue el abandono del pincel por parte de mi hermano. Nunca llegué a decirle cuál era la oración que resumía su esencia, quizá porque nada más volvernos a ver él ya supo que yo lo había entendido, del mismo modo que solo él entiende bien las historias que cuento sin necesidad de confirmación por ninguna de las partes. En cualquier caso inscribí la oración en el marco del cuadro, por si algún día me da por olvidar y necesito de las palabras para traerme de nuevo aquel memorable recuerdo:
Al término de su viaje lloró una última lágrima y fue a vivir en paz,
dejando a su paso únicamente el eco del lienzo.
1 comentario:
me ha gustado mucho, el texto y el cuadro, como suele pasar ha sido un "descubrimiento" casual, de ahí que el tiempo desde que lo publicaste no importe, este mundo virtual nos hace eternos e intemporales...
tengo un feiss y un blog de ángeles (desamancebados) y me gustaría colgar la foto del cuadro con alguna frase, pero yo también soy artista y, por tanto, respetuosa con las autorías, si aún estás por ahí me gustaría figurar el nombre, en cualquier caso si no me dices nada, de una forma u otra pondré el origen y/o compartiré el enlace.
saludos,
mo
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