domingo, 14 de abril de 2013

Sueños de campeones


Hace ahora mismo quince años, un domingo como hoy, me levanté a toda velocidad, desayuné a toda prisa, me puse la camisa azul, los pantalones, las botas y las medias y salí corriendo hacia casa de Alber. Se tomó su tiempo en bajar, como era su sana costumbre, y una vez juntos fuimos hasta el campo de fútbol en menos que canta un gallo. Peñalara despuntaba a lo lejos y bajo el sol de aquella mañana luminosa, mientras nosotros tomábamos posiciones en el terreno del mismo nombre. Fran daba instrucciones desde la portería, tan nervioso como consciente de lo importante de aquel partido. Héctor y Arraco bromeaban con Gorris en el banquillo, a sabiendas de que su turno llegaría más tarde. Alex y Mante se miraban, tensos, con el balón en el centro y a la espera de la señal del árbitro, mientras David me daba una palmada en el hombro para darme ánimos en la defensa y, ya de paso, para despertarme. Nos jugábamos la liga en aquel partido.

Lo cierto es que había sido un año vertiginoso. Nuestro equipo se había formado a última hora del plazo de inscripción, compuesto por retales salidos de amigos de aquí y de allá, de esa pandilla que se juntaba en verano para jugar al fútbol por la mañana y por las tardes con una breve pausa para comer. En realidad, el equipo era un pretexto para seguir jugando juntos durante el curso, para darle continuidad a ese verano que nadie quería que terminara nunca. Era una forma de sobrellevar la rutina de las clases, que los martes y los viernes se convertía en entrenamiento por la tarde, sin más entrenador ni guía que nuestras ganas de disfrutar y de pasarlo en grande con un balón y unos cuantos amigos de por medio.

Las victorias comenzaron a llegar antes de lo previsto. Llegaban sin ruido, sin estruendo de goleadas, pero llegaban y no se detenían. Algún empate aquí, alguna derrota allá, pero la norma general nos llevaba siempre a terminar los partidos con un dulce sabor, que alcanzó una cima inesperada en aquella final de la copa de Navidad donde nos alzamos con el trofeo en el último suspiro. Y desde entonces, el carrusel por la liga, por ese zamora que estaba cada vez más cerca, por esa deportividad que recompensaba no darle patadas a nadie ni ver cartulinas de ningún color. No podíamos decir que habíamos llegado a aquel partido decisivo sufriendo y luchando, porque sencillamente no era verdad: habíamos llegado allí jugando lo mejor que sabíamos, ganando de forma limpia, deportiva, sana y disfrutando, sobre todo disfrutando. 

Nuestro rival de aquel año fue siempre el don Can, que estaba peleando el título con uñas y dientes. Allí jugaban muy buenos jugadores, gente acostumbrada a ganar y a quien yo conocía bien por haber coincidido con muchos de ellos en un equipo previo de benjamines, del que luego salió la base de aquel nuevo y formidable enemigo. Yo entonces era muy pequeño, y recuerdo haberme ido de aquel equipo no por no jugar ni un solo minuto (no debía dar el nivel que el resto, supongo), sino porque tenía la sensación de que ese ostracismo en el campo se reflejaba también en las relaciones con el resto de compañeros, y ahí era donde más dolía.

Nada que ver con el Rotty. En este equipo nuevo el que más y el que menos era amigo mío, alguien en quien se podía confiar y compartir tanto la alegría como la derrota con una sonrisa cómplice. Estaba Alber con sus regates imposibles, Héctor con sus chupinazos desde cualquier lado, David con su clase y su toque, Alex con esa zurda que era un misil, Gorris al corte y Fran volando de un lado a otro para salvar tiros imposibles, Mante con sus extravagancias y genialidades y Arraco con su buen humor permanente, y yo en mitad de todos ellos, con la confianza recuperada tras muchos años pensando que era un inútil, metiendo goles y defendiendo como el que más.

Recuerdo muy poco de aquel penúltimo partido de liga contra el don Can, en realidad. Recuerdo la emoción con que iban pasando los minutos, aquel primer gol de Alber a la media vuelta que Minguet, su delantero estrella, logró empatar al poco tiempo de un zurdazo ajustado al palo largo. Recuerdo  la angustia posterior, pero sobre todo recuerdo aquella penúltima cabalgada mía por la banda derecha, el desmarque de Arraco y ese centro chut que me salió sin pensar, que botó delante de Arraco, pasó por entre sus piernas y las del portero y finalmente entró para asombro de todos, yo el primero. Recuerdo haberme abrazado a todo el mundo como si hubiéramos ganado la Champions, y cómo lo fuimos a celebrar después entre risas y cantos.

Cuando la gente me pregunta que por qué diablos me gusta tanto este deporte, recuerdo siempre aquel gol y esa sensación de que explotaban fuegos artificiales en mi pecho. Muy pocas veces he vuelto a sentir una alegría semejante, una emoción compartida con tantos y tan buenos amigos que aún hoy, quince años después, nos sigue trayendo tan buenos recuerdos. No todo el mundo tiene la fortuna de poder compartir esos sueños de campeones, que en nuestro caso fueron realidad durante un verano, durante el curso entero y especialmente aquel día luminoso de finales de abril por cuya memoria parece que no pasa el tiempo.



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